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Aun queda una canto de alambre (Calle grande / Grand street 7). Fedy Roncalla


 


Aun queda un canto de alambre

 

Aun queda un canto de alambre plateado para conservar como grato recuerdo. Lo trajo Isa, un rayado de Irak antes de la mentirosa guerra, cantante, adicto a los caballos, de mano sorprendente en la joyería free form, todo wiswi, que un día, para el colmo ronco, se apareció en el Tower Records con varios de rollos de alambre 20 y 18. Voy con ellos varios lustros, y no porque al Isa se le ocurría llamar a la hora del wallpa waqay a preguntar si uno quería más, que su primo lo plateaba en Miami, que eran los últimos puchos, que le podía copiar los diseños, y había perdido en las carreras tanto como en una antigua discoteca suya. Éramos, como el viejo “you know what I mean”, el “too much free” y los post hippies peruanos, parte de una dispersa secta de dobladores de alambres, que incluso llegaba a manos mexicanas, hindúes y sweat shops chinos y coreanos. Pero salvo el Perú y México, raro que pueblos de alta tradición manual terminaban con aretillos y collares sin vida alguna. Cuestión para una etnografía estética postmoderna, o algo por el estilo. Tentación discursiva cartesiana a evitarse a todo costo. De tanta tirria a la bamba “pienso luego existo” llevé filosofía tres veces y, bajando de los baños de Aguas Calientes traté de convencer a la Solterita de Paqcha que ese Descartes de michi era mas bruto que una piedra. Pero, riéndose, contestó con un chaqlazo “a ver por qué”. Me quedé turulato. Y supe que había perdido los hilos tautológicos de tan duradera convicción. Mejor toda la noche kanchis kanchis ñoqanchik kanchik, pampachallapi. Cuando los cielos cargados anunciaban la lluvia amenazando las chozas, la gente quemaba llantas para que el humo negro la espante. Habían gritos, creo. Y los niños corríamos de un lado a otro hasta que, de puro contreras, llegaban las gotas, impregnando un olor chévere en el polvo. Las aguas apagaban la fogata y luego de enjuagar el hollín dejaban ver unos aros negros de alambre de acero que la gente llevaba a casa para seguir reciclando un caucho que ya había pasado por navajas cortadoras de llanquis. Eran difíciles de doblar y habían venido de un mundo tan extraño que incluso ponía montones de gente invisible cantando huaynos, corridos, valses y boleros, o contando chismes, dentro de una cajita estilo edificio de Ciudad Gótica de Superwamán, de donde salía un alambre al aire dice para pescar señales. Cuando uno aguaitaba por un hueco detrás de la cajita podía ver grandes edificios de vidrio, calles delgadas con pistas de alambre, casas numeradas en forma de mejoral a veces cuadrado, y gente siempre escondida, seguro haciendo gárgaras de nabo para levantarse con una voz tan linda todas las mañanas. Pero más bacán era el sonido alegre de lluvia salpicando el polvo o reluciendo micas doradas en las piedras. Al escampe, pichinkos de toda clase salían a picotear semillas y gusanillos paseanderos. Y más allá, en el pajonal, el rocío se pegaba en las cerradas diagonales de las alas de miles de mariposas amarillas. Ríos nacientes. Progresión hacia grandes copos de nubes de tonos ocres, rojos y ámbar en la cúspide de los cerros. Viscachas sobre las rocas con el trasfondo de un sol calmo. Momentos epifánicos, sagrados. En este mismo lugar los antiguos, recién saliditos de sus paqarinas, buscaron dentro de la tierra y en los mares e hicieron pacientes huecos al oro y el mullo con puchkatillos de obsdiana para colgarse collares al pecho con watos de cabuya y algodón. Pero he aquí que a alguna mamaku o un capaq apo pretenciosos se les ocurre ponerse oro y mullo en las orejas. Entonces los orfebres concentran, hasta a veces romperse el coco y parcharlo con mates de calabaza, toda su materia gris para inventar el inicial alambre de arete, sin sospechar que esos watitos de metal serían non plus en Kay Pachapi. Fue cuando orfebres de lugares ignotos sintieron pasos y de pura envidia pidieron a sus layqas que descubrieran el importante secreto de estas partes. Los layqas, que tenían poderes telepáticos y ya estaban acostumbrados al infinito wireless se robaron la idea desde lejos y entonces aparecieron alambres de joyería en Egipto, Mesopotania, y la China. Cosa más grande la vida, caracho. Tras oleadas de hippies que empezaban a ser recuerdos, aparecieron artesanos con sus franelas, alambre y alicates en mercados y plazas. La culta sociedad los miraba mal al comienzo, chachaw que sucios, pero mas tarde, cuando la inflación del charlatán se contaba en talegas de billetes inservibles, tutili mundi se metió a chancar alambres y engastar piedras. Junto a la música primeras estéticas globales indígenas. Y por su lado la muy pendeja estética del terror, también. Intenté el asunto de los flecos chancados y los doblados de filigrana, pero repetir patrones y medidas para la izquierda y derecha era un trabajo de relojeros y prefería el free form, que a veces era hacer una espiral con alambres del Santa, pisarlo con cojones, y venderlo por cientos a una incauta muy a pesar de su novio aka siki. El que le entró fuerte al asunto fue el Toro, hustler number one, que andaba con aretes y tapices de San Pedro de Casta en la sexta, el Village, Lincoln Center y donde le compraran al por mayor o menor. Después del conflicto del Cenepa va caminando con una camiseta “viva el Perú carajo” a sentarse en una plazuela entre la sexta y Tribeca para esperar su turno en esta historia, asllata suyaykuy. Pero ahora se impone otra muda de wato a alambre. Fue el Bell, un cholo escocés, que tras usar un par de latas de Leche Gloria con un wato de algodón al centro uniéndolas trató de escuchar lo que decía un paisano al otro lado. Alguito sonaba, pero no muy claro. Y como alguien le había dicho que ciertos metales cargaban señales mas rápido que un relámpago, se mudo de wato y yastá, empezó el teléfono por alambre. Ya que al mismo tiempo la electricidad viajaba por caminitos de cobre una puchka inmensa fue envolviendo al mundo en una telaraña de alambres que pasaban ríos de información de un lado a otro y a la inversa bisiversa. Con el único límite que al final arranca el wirelees haciendo del cielo densa materia de light black hole, que el aire que respiras y llega a tus pulmoncitos portando todas las señales del planeta es más aplastante que el peso del mar sobre los peces ciegos al fondo de las fosas marinas. Heroicos los pájaros que aun vuelan, y residual la metáfora de la libertad asociada a viento y horizontes abiertos. Y todo, además de sogas de alambres para puentes colgantes inspirados en el Pacha Chaka y otras vainas industriales, sólo por unos aretes para capaq runas. Cuando se terminaron los primeros rollos de Isa, este ya había desaparecido del mapa como muchos que salieron del Tower, escapando la ambición del gordo Edwin. El jijuna no se movía de su Toyota, pero exprimía más que carretillero de jugo de naranja para comprase unas casitas en Upstate y Florida, pobrechalla. Terminé en la sexta y la 26, al lado de Mother Flaca, marcado por Vietnam y con ciento cincuenta mil varos acabados de transitar por su nariz, el envidioso y jodón más buena gente. Ahí venía un mayor que trabajaba plata y alambre cera del Tower. Diseños conservadores. Poco atrevidos, ventas en reflujo. No le gustaron los anillos de alambre y cuentas que siguiendo donde iba el momento parecían pequeñas esculturas. El chicoeto placentero era donde daban los permits to steal que reclamaba Mother Flaca después que cada changuita se iba sonriente del changarro. Ahora el mayor salía muy poco y paseaba en el último barrio de flea markets de la ciudad, you know what I mean, it don’t pay to go out, you know what I mean, I played piano all my life, my sister is in Colorado, you know what I mean. Su soledad you know what I mean, la misma conversación. Un dia llegó con un rollo inmenso #20 on the house que he llevado a ferias y fleas en miles de aretes y collares. De los que con suerte aun tocan sus últimas tonadas de piano aquí o en Denver, no he vuelto a verlo, pero sigo pensando que tal vez en alguna combinacion binaria del mundo virtual haya un rastro suyo, porque a veces uno ve los alambritos rojo y verde del teléfono y sabe que por ahí andan los pasados presentes de tanta gente lejana muy cerca.

 

(Kearny, 28 de Marzo, 2011)

 

 

 

 

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