Prólogo a la segunda edición de "Al filo del rayo" de Enrique Rosas Paravicino. Zein Zorrilla

 


ENRIQUE ROSAS PARAVICINO HOMERO EN LA PROFUNDIDAD DE LOS ANDES
Zein Zorrilla 
Compleja la década de los ’80 en el Perú del siglo pasado, en lo político, social y literario, en cuya segunda mitad el cuzqueño Enrique Rosas Paravicino publica el libro de cuentos Al filo del rayo. Habiendo comenzado con el retorno a palacio de un gobierno civil, soporta esta década el inicio de la violencia senderista con su conquista de territorios liberados, la militarización de las regiones y el consecuente impacto en sus gentes y en sus expresiones culturales. La sociedad y su cultura comenzaron a revelar un nuevo rostro, gestado en las décadas anteriores. Los cambios requeridos por el país asomaban desde los años veinte de ese siglo al fracaso de la elite criolla en la conducción del conglomerado nacional. Tras los controles decretados desde palacio de gobierno a fin de limitar el acceso al juego político de ciudadanos «imbuidos de ideologías extranjeras», entendamos a apristas y comunistas, tuvo que arribarse paso el gobierno militar de 1968. Y tuvo que arribarse a las impostergables transformaciones, en la propiedad, la educación y el reconocimiento del derecho a voto de los analfabetos. Esta medida significó la incorporación a la vida política del mayoritario componente indígena de la sociedad, limitado por la privación de ese derecho durante  toda la época republicana. Consecuencias de los cambios serán el derrumbe social, político y cultural, de la elite criolla constituida en oligarquía —gobierno de unos pocos en beneficio de esos pocos—, la migración interna, el acceso a la propiedad, a la educación, y la movilización social de las clases medias y la plebe. En suma, la transformación del rostro social. La cultura y específicamente la literatura acompañaron a los actores en su periplo. El apogeo oligárquico de los años veinte genera intelectuales de impronta criolla, pensadores preocupados por construir la justificación y legalización de su clase en la cúspide de la pirámide social. Florecen José de la Riva Agüero, los hermanos García Calderón y Víctor Andrés Belaunde. Labor nada fácil. El ágil acceso al poder de Augusto B. Leguía y sus usos norteamericanos, seguido por la insólita irrupción del José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre terminan reduciendo las voces de la elite criolla a la epigonal de Raúl Porras Barrenechea. La cauda celestial de Porras la constituyen intelectuales de marcado hispanismo y distanciados del torrente cultural indígena y mestizo que, allende las fronteras de la Lima criolla, halla su expresión en Luis E. Valcárcel, José Sabogal, José María Arguedas, y los Indigenistas. Los años del gobierno militar eliminan la inquisitorial prohibición de ingresar libros de ideologías foráneas al país implementadas por los gobiernos de Benavides, Odría y Belaunde. Sumados a los cambios económicos y sociales, los nuevos aires alientan la agitación cultural en los sectores medios y populares. Capital y provincias reaccionan de acuerdo a las tradiciones que las dinamizan; a las necesidades que impulsan su desarrollo y realización. La capital y las urbes comienzan a experimentar la influencia y fascinación de las corrientes culturales europeas. Los literatos son atraídos por el Modernismo que en esencia cuestiona los valores que hasta entonces han sostenido a las artes. Adiós armonía en la música y la pintura, adiós trama, conflictos y personajes en la literatura. El Nouveau Roman es el modelo, el Boom su eco latinoamericano, los Cortázar, Donoso y Cabrera Infante sus venerados sacerdotes. Los elementos clásicos de la ficción transmutan en flujos de conciencia y monólogos interiores guiados por el absurdo y el azar. La forma deviene en el fondo. Los escritores de las provincias acusan el impacto de las transformaciones sociales de su entorno. Testigos unas veces, protagonistas otras, buscan plasmar los nuevos temas y nuevas tramas con el lenguaje clásico que pretenden dominar y con el que esperan llegar a sus lectores. Sin ignorar el aporte del Modernismo, se inclinan por las aleccionadoras novelas de León Tolstoi y Fedor Dostoievski, de Honorato de Balzac y Gustavo Flaubert, de Jane Austen y Charles Dickens, Sherwood Anderson, Ernest Hemingway y Scott Fitzgerald, sin faltar quienes se aventuran por las peligrosas pendientes de William Faulkner, James Joyce y Virginia Woolf. Cada autor edifica su propio santoral y cada quien elige si calcinarse en los altares del Modernismo. Al estímulo de publicaciones menores, de entusiastas editores que surgen por doquier y de los Zein Zorrilla 12 concursos de cuento de Petróleos del Perú y de la revista Caretas, brotan escritores del más variado pelaje y ofrecen una producción inimaginable décadas atrás. Surgen Luis Nieto Degregori y Enrique Rosas Paravicino en el Cusco, orientándose a registrar los personajes del nuevo escenario social y estudiar la naciente violencia; Samuel Cárdich, Andrés Cloud y Mario Malpartida en Huánuco, a explorar el conflictivo mundo de los mestizos; Cronwell Jara Jiménez y Óscar Colchado Lucio, a capturar en formas literarias los fantasmas que agobian a la plebe emergente. Enrique Rosas Paravicino observa y registra la fascinación que ejercen las propuestas senderistas en la reciente ciudadanía que sale agobiada de los ominosos túneles de la feudalidad. La prometida sociedad sin explotadores pasa por el callejón oscuro de la violencia, ejercida unas veces por los senderistas sobre la población; y otras veces, por las fuerzas represivas sobre la misma población. Son la materia de «Gallo de ánimas», «Feliz cumpleaños» y «Al filo de rayo». Las situaciones son previsibles; los personajes, no. Curiosamente, no son los patrones ni los yanaconas que un lector urbano esperaría hallar en una sociedad de haciendas en descomposición. Son elementos en agraz de las clases medias provincianas, desconocidos hasta entonces y sin mayor presencia en la literatura. Merecieron poca atención de Ciro Alegría y José María Arguedas, y no eran material trabajable para Eleodoro Vargas Vicuña. Maestros de escuela, bodegueros del pueblo, comerciantes errabundos, que en su insignificancia actual constituyen los cimientos de la sociedad del futuro, andina y nacional. Rosas Paravicino contempla sus reacciones con paciencia de entomólogo, y registra sus sentimientos con el afecto del padre creador a sus criaturas. Pero donde el talento del autor despliega su contenida envergadura es en los cuentos donde la violencia no se presta como tema, ni el enfrentamiento entre «terros» y paisanos le facilita sus tramas. Sin tema y sin tramas, ofrecidas por el entorno, Rosas Paravicino arranca de sus entrañas ambos elementos y entrega soberbios cuentos sin antecedentes en la literatura peruana. El cuento «El caballo jubilado» instala al lector en la tienda de Régulo Chambi de Pitumarca y le permite participar en una reunión de amigos dicharacheros, maestros primarios y un telegrafista. La reunión se insinúa amena hasta que deviene en melancólico punto de quiebre del transporte de mercancías de la región. El arrieraje mulero que estableciera rutas y definiera técnicas generando accesorios y operarios, llega a su límite en esta reunión de carácter ceremonial. La tienda de Régulo Chambi deviene en cantina y luego en templo ceremonial. Don Crispiniano Páez, y su alazán Korilazo ofrecen un brindis, a los amigos, pero, bien visto, a Pitumarca, a Livitaca, a la Tablada de Coporaque, a todos los pueblos del Vilcanota. Luego de la tierna condecoración, una lluvia de dulces al público infantil que asistió a la ceremonia desde un invisible balcón atenuará la melancólica visión de la tragedia final. Korilazo emprende el galope final quien sabe si hacia su Livitaca original, y don Crispiniano yace muerto, cumplida su función social en la comarca. Zein Zorrilla 14 «Temporal en la cuesta de los difuntos» desarrolla en una sola escena las vicisitudes de disímiles personajes que remontan Los Andes en un camión de carga desde las selvas de Madre de Dios hacia las serranías del Cuzco. El atento lector se remitirá al cuento «Bola de Sebo» de Guy de Maupassant, a la novela «Moby Dick» de Herman Melville, al film «La Diligencia» de John Ford, obras de ficción escenificadas en universos cerrados, pero los símiles terminan ahí. El camión de Rosas Paravicino es detenido en plena tormenta por desperfectos de la carretera y gatilla la historia. En el paso más alto de Los Andes, a cinco mil metros de altura, se desarrollan los diálogos y las remembranzas y reconstruyen el pasado que fraguó el carácter de estos personajes. El minero regresa de los lavaderos de oro de Madre de Dios, la anciana «que no paraba de persignarse», la joven parturienta vuelve a Urubamba llevando sus dolores entre naranjas y piñas, un tarmeño retorna de Puerto Maldonado luego de haber instalado una curtiembre para un paisano, un pastor de puna hizo de peón en las minas de Laberinto. El irlandés que viaja envuelto en su bolsa de dormir ratifica con su barba roja al Cuzco como tierra de andinos y selváticos, pero también de turistas de otros mundos. Personajes de Canas, Chalhuanca, Azángaro, Huanoquite y Urubamba, muestrario de las diversas naciones que componen las serranías andinas. Los personajes no guardan vínculo laboral con ninguna institución, pública ni privada. Gana cada uno su pan con su arte y sudor, no son alcanzados por las normas de ningún Estado. Transpuestos los  linderos de cualquier ciudad, constituyen la anónima ciudadanía de ningún país y a la vez de todos donde los hombres sudan, ríen y narran sus vidas bajo los rayos y los truenos. Intercambiadas las historias y ante la posibilidad de morir congelados, suman esfuerzos y logran continuar su viaje. El paso del Walla-Walla con sus rayos y tormentas, expresión de tradicionales divinidades, los premia con el nacimiento de un niño, cuya carga simbólica apenas alcanzamos a adivinar. El cuento instala en el lector las tempestades del Walla-Walla, la íntima soledad de cada personaje que se ilumina con las centellas para recibir la luz de deidades telúricas con quienes parece siempre coexistir. Paisaje homérico en Los Andes, podríamos arriesgar, y ante la parturienta y la improvisada comadrona de los aretes de plata y el minero de sombrero de corcho y el turista irlandés de barba roja, podríamos afirmar que el talento prodigado a Homero en tierras de ultramar le es concedido a algunos en las remotas profundidades del Perú. ¡Gracias, Enrique!
 Lima, 4 de marzo de 2024

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