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Clínica de Asilo. Roberta Schine

 



 

Febrero de 2019

María, una de las organizadoras de la clínica de asilo, grita instrucciones por megáfono a un grupo caótico de más de cien voluntarios. "Traductores en esta esquina... Anotadores por allá... Los informáticos...". Todos corremos a la zona de la sala designada para la función que creemos que mejor desempeñaremos. Me dirijo al grupo de anotadores. En las salas contiguas, cientos de inmigrantes recién llegados nos esperan.

Esta es la primera vez que estoy aquí. La clínica gratuita de la Coalición Nuevo Santuario se celebra todos los martes por la noche en la Facultad de Derecho de la Universidad de Nueva York. Su objetivo es ayudar a los refugiados a prepararse para sus entrevistas de asilo. No sé qué esperar y estoy un poco nerviosa, pero lista para dar lo mejor de mí.

Pronto estoy sentada en una mesa pequeña con César, su hijo, Miguel, de cuatro años y Omar. Omar entrevista y traduce; tomo notas y hago preguntas adicionales en un español decente. César empieza.

“Me atacaron unas pandillas que decían representar al gobierno nicaragüense. Dijeron que sabían que mis padres habian votado en contra del presidente. Dijeron que me dejarían en paz si me unía a su grupo. Sabía que asesinaban gente y les dije que no quería tener nada que ver con ellos. Me siguieron y se volvieron cada vez más agresivos. Una noche nos lanzaron piedras a mí y a mi amigo cuando volvíamos del trabajo. Terminamos en urgencias”. César se arremanga y nos muestra la cicatriz de su brazo. Unos días después, recibí un mensaje de texto con amenazas de muerte para mí y para mi hijo. Sabía que teníamos que irnos de inmediato. Así que Miguel y yo dejamos nuestro pueblo a la mañana siguiente. Mi madre ya estaba en Nueva York, así que nos dirigimos al norte. Caminamos, tomamos autobuses e hicimos autostop. Miguel se enfermó en México y tuvimos que alojarnos en un hotel durante días. Fue aterrador porque oí que estaban haciendo redadas en los hoteles y deportando gente. Pero el niño tenía fiebre y estaba demasiado enfermo para viajar. Cuando mejoró, nos dirigimos a la ciudad fronteriza de Chihuahua y cruzamos el Río Grande. Miguel estaba a mi lado en una llanta. Le repetía: "¡Haz como si corrieras, hijo! ¿Verdad que es divertido?". Intenté convertir el peligroso viaje en un juego. Cuando llegamos al lado texano, caminamos durante días por el desierto abrasador sin comer ni beber.

César hace una pausa y se muerde el labio. Le pregunto si quiere descansar un rato. No responde. Entonces, sorprendentemente, Miguel se echa a reír. Sin darse cuenta del profundo impacto que la historia de su padre ha tenido, el niño está absorto en el video que ve en el teléfono de su papi. La alegría del pequeño contrasta marcadamente con la silenciosa desesperación que reina en la sala. Los presentes en una mesa cercana lo miran y le sonríen. César también sonríe y le da una palmadita en la espalda a su hijo. Luego continúa su relato, interrumpido de vez en cuando por las risitas de Miguel. “Caminamos durante días en el desierto abrasador sin comer ni beber”, repite. 

Finalmente, él vio a un agente de la patrulla fronteriza y se entregó. Le dijo que solicitaba asilo para él y su hijo.

Dos horas después, hemos terminado gran parte de nuestra entrevista inicial. Todos acordamos reunirnos el próximo martes para completar la solicitud de asilo. Le preguntaremos a César por qué  huyóde Nicaragua. Si sus razones coinciden con los últimos y absurdamente restringidos requisitos de asilo de nuestro gobierno, ellos podrían ser unos del dos por ciento a los que se les permita quedarse en Estados Unidos. Tendremos cuidado de no decirle qué decir; se sabe que agentes encubiertos se hacen pasar por solicitantes de asilo. Un solo paso en falso podría cerrar la clínica para siempre.

Todos nos preparamos para irnos. Hace un frío glacial afuera, pero la lluvia ha parado. César le sube la cremallera a la chaqueta de su hijo y le pone su propio gorro. Miguel señala mi guante y exclama con orgullo el color: "¡rrr-ed!". Todos aplaudimos, así que sigue adelante. El abrigo de su padre es "baaa-lack" y sus diminutas zapatillas, "geen". Más aplausos. "Hasta la semana que viene". ¡See you next week!

Camino por Washington Square Park de regreso a mi apartamento en el Lower East Side de Manhattan. En la esquina noroeste del parque, me detengo a contemplar el viejo olmo inglés. Se yergue imponente, sin haber tenido que superar ningún obstáculo. No se han construido grandes estructuras en el terreno para bloquear sus raíces, extraer agua o dar sombra a sus ramas. Es bonito, pero nunca ha sido mi árbol favorito. Prefiero Campertown y algunos de los otros olmos que deben torcer y contorsionar sus ramas formando serpenteantes copas llorosas para encontrar la luz que anhelan para sobrevivir.

BIO:

Roberta Schine es escritora, activista de inmigración, exinstructora de yoga y

exinstructora de karate. Fundó y dirigió la “Escuela de Karate para Mujeres” de 1976 a

1991. Sus escritos han aparecido en Huwansuyo, Perigrinosysuslettras, Forward,

Rattapallax, Village Sun, Portside.org y otros medios. El mes pasado, su artículo sobre

Ana Rivera, la activista puertorriqueña que se postuló al Congreso de los Estados

Unidos, empató en el segundo lugar en la categoría de Cobertura Electoral/Política del

Concurso de Mejores Periódicos de la Asociación de Prensa de Nueva York para

contenido de 2024. En México, Grizelda Robles, su profesora de español, la ayudó a

traducir este relato de no ficción.

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