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Entrevista a Isaac Goldemberg. Revista el Hacedor

 Tomada de la Revista El Hacedor, 5 de nov, 25




ISAAC GOLDEMBERG: «ESCRIBIR NUNCA ES PARA MÍ UN EJERCICIO DE REPETICIÓN, SINO DE DESCUBRIMIENTO. QUIZÁS POR ESO SIGO ESCRIBIENDO: PORQUE LO QUE HOY PARECE UN PUNTO FINAL MAÑANA SE REVELA COMO UN NUEVO COMIENZO»



Escritor de gran renombre internacional, Isaac Goldemberg* es, quizás, uno de los autores peruanos más reconocidos fuera del país. Sus intereses literarios han transitado por la poesía, el cuento, el ensayo, el teatro y la novela; manifestando un gran interés por reflexionar sobre la identidad, el sentido de la existencia, la migración y la condición del sujeto judío latinoamericano. A propósito de la nueva edición de su novela La vida a plazos de don Jacobo Lerner (Revuelta editores, 2025), El Hacedor conversó con él sobre su formación literaria y personal.

Anthony: Después de haber incursionado en el género novelístico con obras como La vida a plazos de don Jacobo Lerner (1976) o Tiempo al tiempo (1984), así como en el cuento y la poesía, ¿siente que ya ha dicho todo lo que tenía que decir como escritor? ¿O existen aún algunas temáticas o intereses que le gustaría explorar con mayor profundidad?

Isaac: No, no siento que ya lo haya dicho todo. Me interesa seguir indagando en los vínculos entre la experiencia judía y la peruana, pero también en la dimensión universal de esas tensiones. Aún hay territorios que quisiera explorar, tanto en lo temático como en lo formal. Además, siento que en lo que he escrito existe un vacío. Llevo sesenta años en Nueva York y recién ahora estoy intentando llenar ese vacío escribiendo algo donde esta gran ciudad aparece como escenario de la acción. Se trata de una novela cuyo título tentativo es «A Dios al Perú». Por el juego de palabras pareciera ser una despedida, pero en realidad expresa una salutación. La novela narra la historia de un peruano mestizo, Ángel de la Cruz, historiador oriundo de Santiago de Chuco, que viaja de Lima a Nueva York con dos objetivos: uno, pedirle a su medio hermano, Daniel Katz —peruano judío con más de veinte años de residencia en Nueva York— que le consiga un rabino dispuesto a convertirlo al judaísmo y, dos, probar que César Vallejo desciende de judíos. Por otra parte, la novela cuenta también la historia de Daniel Katz, quien es un Junior Executive de Publicity Plus, una de las agencias publicitarias más importantes de Madison Avenue. 

Al comenzar la novela, a Daniel le han encomendado la dirección de la campaña publicitaria más importante de su carrera: limpiar la imagen de Hamas con la finalidad de ganar adeptos, especialmente entre los judíos, para la creación de un estado palestino. Valiéndome de esas dos historias, de todo lo que le ocurre a Ángel antes, durante y después de su conversión, y de lo que le sucede a Daniel en el curso de su campaña, estoy explorando qué significa ser judío y/o peruano y/o latinoamericano, por extensión, en una sociedad mayoritariamente anglosajona. En ese sentido, escribir nunca es para mí un ejercicio de repetición, sino de descubrimiento. Quizás por eso sigo escribiendo: porque lo que hoy parece un punto final mañana se revela como un nuevo comienzo. Por otra parte, para mi seguir escribiendo es seguir dialogando con una serie de escritores —peruanos y no peruanos, judíos y no judíos— que, desde distintas posiciones, buscan visibilizar memorias y voces marginales.

Anthony: Revuelta Editores ha publicado una nueva edición de su novela La vida a plazos de don Jacobo Lerner en Perú. ¿Considera esta su obra más lograda? Coméntenos un poco sobre el proceso de escritura y la publicación original de esta obra.

Isaac: Es difícil para un escritor decir cuál de sus obras es la más lograda, pero no cabe duda de que La vida a plazos de don Jacobo Lerner ha sido la novela que más resonancia ha tenido, quizá porque en ella confluyen muchas de las obsesiones que han marcado mi escritura: la identidad, la memoria, la marginalidad, la condición judía en el Perú y, en última instancia, la pregunta por el sentido de la vida.

El proceso de escritura fue bastante largo, azaroso y a plazos. Estaba yo por cumplir trece años, acababa de leer dos novelas: El doctor Zhivago (1957), de Boris Pasternak y Las uvas de la ira (1939), de John Steinbeck y pensé que yo podía ser escritor. Entonces me lancé a escribir una novela. La historia tenía como escenario mi pueblo, Chepén, y trataba acerca del robo de un dinero y unas joyas pertenecientes a una hacienda aledaña. Escribí unos dos o tres capítulos y, desde el principio, la influencia de Steinbeck se hizo patente. Las uvas de la ira (1939)comenzaba de esta manera: «Las últimas lluvias cayeron con suavidad sobre los campos rojos y parte de los campos grises de Oklahoma, y no hendieron la tierra llena de cicatrices. Los arados cruzaron una y otra vez por encima de las huellas dejadas por los arroyos». Han transcurrido 67 años y todavía recuerdo el comienzo de lo que iba a ser mi novela. Decía: «Las lluvias aún no habían llegado. Los arroyos descansaban agonizantes sobre sus lechos de muerte. Las plantas de maíz doblaban sus penachos hasta besar la tierra cuarteada y caliente». 

En el segundo capítulo se coló el mundo de El doctor Zhivago y entonces los llanos de Oklahoma se transformaron en las estepas rusas. Además, como ya había leído también algunos cuentos y novelas de escritores judíos europeos, Chepén se convirtió en una copia bastante fiel de Kasrilevske, esa aldea mítica creada por el escritor ruso judío Sholem Aleijem, autor de Tevie el lechero (1894), obra en la que se basó el musical «El violinista en el tejado». Chepén siempre estaba cubierto de nieve y mis personajes se desplazaban en trineos, arropados en pesados abrigos. Incluso había rabinos que volaban, parecidos a los de Marc Chagall, pero imaginados por la fantasía de mis trece años antes de conocer sus pinturas. Puro realismo mágico. Sin todavía saberlo, pero quizás intuyéndolo, en esos dos capítulos ya estaba la semilla de La vida a plazos de don Jacobo Lerner

Hice un nuevo intento en Barcelona. Tenía yo 18 años y acababa de abandonar el primer año de medicina. Esta vez el paisaje ya no era ruso sino peruano. Sin embargo, la novela no cuajaba. Además de que me faltaba oficio, me di cuenta de que la trama no daba para mucho. Nuevamente me quedé estancado en el segundo capítulo. Pasaron los años, ya estaba radicado yo en Nueva York, tenía 25 años, se me dio por retomar la novela y aparecieron las primeras líneas: «La noche antes de morirse Jacobo Lerner pensó que su muerte originaría leves catástrofes». Dos puntos se me hicieron claros: Uno, que la novela incluiría no solo la realidad peruana sino también la judía. Y dos: que el narrador haría uso del humor y de la ironía. Pero me quedé estancado en el ya proverbial segundo capítulo y guardé las hojas en una gaveta.  

Un año más tarde, estaba yo dando clases en una universidad, cuando tuve la buena fortuna de conocer al gran antipoeta chileno Nicanor Parra, quien fungía de profesor visitante en la misma universidad. Como le había contado que quería ser escritor, un día me preguntó qué estaba escribiendo. Le dije una novela y que me había quedado estancado en el segundo capítulo. Me pidió que se los mostrara y yo, haciendo de tripas corazón, se los entregué. Como a la semana me dijo que esos capítulos le habían gustado y me dio un consejo buenísimo, sumamente práctico y antipoético. Me dijo: «Ahora lo que tienes que hacer es escribir veinte capítulos más, igualitos». Seguí su consejo, pero no al pie de la letra porque para completar la novela solo necesité escribir 19 capítulos más. Y como no sabía qué hacer con el manuscrito, lo guardé en una gaveta. 

Dos años más tarde, como para corroborar que, según el filósofo Seneca, la suerte es cuando la preparación se encuentra con la oportunidad, tuve la buena suerte de que la novela se publicara en traducción al inglés antes de ser editada en castellano. La presenté en Nueva York a fines de diciembre de 1976 y al día siguiente viajé al Perú, después de casi quince años de ausencia. El pretexto fue que viajaba para conseguir datos para mi segunda novela, pero en realidad me fui escapando. En los tres meses que pasé en el Perú no tuve ninguna comunicación con el editor en Nueva York. No quería enterarme de cómo le estaba yendo a mi libro.

En abril de 1977 regresé a Nueva York y me encontré con la gran sorpresa de que habían salido varias reseñas en revistas y periódicos importantes de los Estados Unidos. Todas muy elogiosas. La que más me emocionó fue la del New York Times Book Review, por dos motivos: porque decía que la novela era una enternecedora exploración de la condición humana y porque la reseña se publicó en la misma página donde había un anuncio publicitario de la biografía de Pelé, quien sería personaje circunstancial de mi segunda novela. La publicación en traducción al inglés y su recepción fue un acontecimiento inesperado para mí. No imaginé que la novela, escrita desde una perspectiva tan particular, pudiera interesar a un público amplio. Lo mismo me sucedió cuando la novela fue publicada en su idioma original. Con el tiempo, sin embargo, descubrí que lo que parecía local y específico —la historia de un inmigrante judío en el Perú— tocaba fibras universales, pues hablaba de la soledad, la exclusión, la imposibilidad de pertenecer plenamente a ningún lugar.

Al año siguiente, la novela se publicó en Lima y fue bien recibida por la crítica. Al comienzo, los lectores peruanos —judíos y no judíos— centraron su atención mayormente en el aspecto judío de la novela, pero poco a poco empezaron a ver que la novela también les hablaba del Perú y que lo hacía con una voz «auténticamente» peruana. Y no solo peruana sino también provinciana. 

Pasaron muchos años, la novela tuvo nuevas ediciones y la inquietud que sentí al leer la versión impresa en castellano seguía rondándome. Sentía que a la historia le faltaba algo. Entonces, en el 2023 decidí revisar y ampliarla. Mi objetivo fue ponerle más carne a la historia. En la primera versión había dejado fuera varias escenas y personajes que quería incorporar a la trama. Varios incidentes que en el original se mencionaban solo de pasada, ahora aparecen plenamente desarrollados. Con esto quería profundizar en la psicología de los personajes para que el lector los conociera mejor, sobre todo en lo referente a Jacobo Lerner. Me parece que ahora la historia ha ganado en riqueza y la lectura es más asequible. Esta es la nueva edición —revisada y aumentada— que ha publicado Revuelta Editores. Para mi significa una oportunidad para que nuevas generaciones de lectores se acerquen a ella y descubran, tal vez, que en la vida de Jacobo Lerner late, de algún modo, la nuestra. Pienso que con esta edición se ha cumplido y cancelado el último plazo.

Anthony: ¿Cuáles son sus referentes literarios? Es decir, ¿cuáles son aquellas lecturas a las que regresa siempre o que considera que han alimentado e influido en su escritura?

Isaac: Mis referentes literarios son diversos y atraviesan tanto la tradición europea, como la latinoamericana y, sobre todo, la judía y la peruana. Cuando tenía diez años, mi padre y yo nos mudamos a una casa en Breña y allí me topé con una biblioteca maravillosa que mi padre les había comprado a los anteriores inquilinos, quienes habían emigrado a Israel. Había libros de autores estadounidenses y europeos. En los tres años que viví en esa casa me convertí en un lector voraz. Me fascinaban las novelas de aventuras: Dumas, Verne, Salgari. Podía leer cualquier cosa. Llegué incluso a leer una buena parte de un libro titulado Plan quinquenal de la Unión Soviética. Y aunque parezca difícil de creer, entre los autores que leí indiscriminadamente por esa época figuran Tolstoy, Zweig, Gorki, Flaubert, Cervantes, Poe, Kafka, Woolf, Faulkner, Dickens y otros. También había una buena colección de libros de autores judíos que fueron decisivos en mi formación. Se hallaban entre estos algunos que escribieron en sus respectivos idiomas nacionales y, sobre todo, aquellos de los llamados clásicos en ídish, el idioma hablado por los judíos de la Europa Central y Oriental.

De entre estos escritores, yo me sentí particularmente atraído por la obra de Sholem Aleijem porque sus escenarios son las pequeñas aldeas judías de Rusia, con ambientes comparables a los de Chepén, con personajes que me parecían no muy distintos a los que había conocido en mi pueblo y que también encontré más tarde en buena parte de la literatura peruana. Percibí que ambas literaturas estaban unidas, además, por una fuerte dimensión mítica y con lo que se ha dado en llamar la realidad mágica, presente tanto en la tradición judía como en la indígena peruana. Lo curioso es que en esa biblioteca brillaban por su ausencia los libros de autores peruanos. A algunos de estos los conocí recién en la casa de un amigo cuando mi padre y yo nos mudamos al Centro de Lima. Allí me encontré con César Vallejo y con José María Arguedas. 

En Vallejo —sobre todo en Trilce (1922)— percibí una sensibilidad y una experiencia muy cercanas a las mías, especialmente en aquellos poemas que hablan de su pueblo, del hogar y de su familia. Sentí en esos poemas una voz conocida, una voz que recogía ecos de mi pueblo. Asimismo, en muchos aspectos me vi reflejado en el protagonista de Los ríos profundos (1958), ya que esta novela de Arguedas cuenta la historia de un niño en busca de su identidad, o mejor dicho, en busca de la reconciliación de sus dos culturas, la occidental y la indígena. Yo me identifico profundamente con esa visión y ese sentir del ser peruano reflejados en la obra tanto de Arguedas como de Vallejo. Pienso que es casi imposible, como peruano, no identificarse con el hablante lírico de Trilce (1922) y con el Ernesto de Los ríos profundos (1958). 

Entre los otros escritores que me marcaron mucho y con quienes siento una gran afinidad están Nicanor Parra, con su antipoesía que nos baja a la tierra, nos quita solemnidad y nos hace reírnos de nosotros mismos; también Isaac Bashevis Singer, que me hizo sentir que lo judío era una tradición viva, llena de fantasmas, ironías y nostalgias; asímismo, Juan Rulfo, que con tan pocas páginas nos dejó un universo entero de voces y silencios. También me han marcado algunos de los narradores del boom latinoamericano, cuya capacidad de renovar la imaginación narrativa fue decisiva para mi generación. Y, desde luego, no puedo dejar de mencionar la tradición bíblica —con su tono profético, sus relatos y parábolas—, la cual ha nutrido mi escritura, tanto en la poesía como en la narrativa.

En tiempos más recientes, siento afinidad —no literaria sino anímica— con aquellos escritores y escritoras, como, por ejemplo, José Watanabe y Gabriela Wiener, que en su obra extienden los márgenes de lo nacional, plantean una reflexión más amplia sobre la condición de todo grupo minoritario que busca reconocimiento en un país de múltiples orígenes y que rompen con la ilusión de una identidad peruana única y homogénea. Lo que todos y todas ponen en evidencia es que lo peruano es un mosaico: un tejido de voces mestizas que no solo conviven, sino que se tensan y se reconfiguran constantemente. Aunque sus registros y los míos son distintos, siento que nos une el intento de convertir la vida personal y comunitaria en una vía de acceso al trauma colectivo, evidenciando que lo íntimo siempre está atravesado por la historia. 

En suma, mis lecturas han sido múltiples y heterogéneas, pero lo esencial es que en cada una de ellas he buscado no tanto un modelo a seguir, sino un diálogo que me permita repensar lo propio. Creo que un referente literario es un autor o una autora que uno admira y alguien con quien uno dialoga en silencio mientras escribe. Es una voz que se queda resonando y que, de alguna manera, le da forma a la nuestra, aunque a veces sea por contraste o por rechazo. Por eso digo que los referentes son menos un modelo a seguir que una compañía en el viaje de la escritura. He tenido varios referentes, pero he tratado siempre de cuidarme de las influencias demasiado fuertes. Porque si bien son inevitables, uno corre el riesgo de perder su propia voz. Y al final, de lo que se trata es de escuchar esas voces, pero para encontrar la propia.

Anthony: ¿Tiene otros referentes artísticos? Cine, música, pintura…

Isaac: Sí, mi relación con las artes va más allá de la literatura. Sobre todo con el cine. Admiro a directores como Bergman, Fellini y Woody Allen, cuya manera de explorar la condición humana me resulta muy inspiradora. El cine ha influido en mis novelas. Mi narrativa a menudo adopta recursos propios del lenguaje fílmico. Las descripciones y el ritmo narrativo reflejan un manejo de la tensión y del montaje similar al del cine. Los diálogos a veces funcionan como cortes de escena que avanzan la acción y revelan la psicología de los personajes sin recurrir a la sobreexplicación. Esta técnica permite al lector percibir simultáneamente la intimidad de los personajes y la amplitud de sus contextos sociales, culturales e históricos.

En cuanto a la pintura, siempre ha estado cerca de mí, aunque nunca haya agarrado un pincel. Encuentro fascinante la obra de artistas como Leonora Carrington, Dalí, Marc Chagall y Tilsa Tsuchiya, quienes combinan lo onírico con lo simbólico. Si bien la influencia de la pintura en mi narrativa y en mi poesía no es explícita, puedo decir que la pintura me enseñó a mirar, y mirar es esencial para escribir: mirar no solo lo que está frente a uno, sino lo que queda en la memoria y lo que se siente. Pienso que la pintura está presente en mi obra tanto en la descripción de ambientes como en la construcción de imágenes simbólicas. Para mi escribir es, en cierto modo, como pintar con palabras: hay que pensar en la luz, en los colores, en cómo se colocan los objetos y los personajes en el espacio. Cuando describo una casa, una calle o un rostro, estoy haciendo algo parecido a lo que haría un pintor: detener un instante, capturar la atmósfera, transmitir una emoción a través de los detalles. A veces pienso que mis novelas son como lienzos en los que los personajes se mueven como figuras dentro de un cuadro, y el lector puede verlos con los ojos de la imaginación. 

La música también ha sido un alimento constante: desde la música clásica hasta la popular, sobre todo la peruana. Esta aparece en varios de mis poemarios, pero especialmente en mi Décimas y canciones de fino amor, libro inédito que escribí para mi esposa y que, por supuesto, está dedicado a ella. Las canciones son 5, con estos títulos: «Marinera», «Vals criollo», «Huayno», «Tondero» y «Fandango criollo». Estos géneros que se filtran en mi poesía no aparecen como simples adornos. Es más bien que esos ritmos me persiguen, me hablan, me recuerdan quién soy y de dónde vengo. Para mí, cada ritmo lleva consigo la memoria de un lugar, de una gente, de un tiempo. Cada uno tiene su personalidad. En el huayno, por ejemplo, percibo la voz de los Andes, la fiesta y el duelo a la vez. El tondero me da el sabor de la costa, evoca tanto la nostalgia como la picardía amorosa. La marinera es como un cortejo elegante, lleno de gracia y coquetería, y el fandango es la fiesta que no se puede contener, pura energía. La música no solo suena, también habla, introduce capas de sentido que dialogan con los temas de mis novelas y mis poemas. Esto puede verse sobre todo en mi novela policial Acuérdate del escorpión (2010).

En esta novela, los boleros y los valses criollos que conforman parte de la trama no son simples decoraciones musicales ni meros acompañamientos: cumplen una función estructural y simbólica. Son parte de la vida de los personajes, funcionan como una suerte de banda sonora que acompaña el fluir narrativo. Valses y boleros están ligados a la memoria colectiva y al entramado afectivo de los personajes. Son parte del repertorio sentimental de una generación que construía sus vínculos, sus pasiones y sus nostalgias a través de esas canciones. El bolero trae el eco de lo íntimo, de lo nocturno, del amor imposible. El vals criollo, en cambio, ancla la narración en una tradición más local, vinculada tanto a la ciudad de Lima como a las tensiones de clase, raza e identidad que atraviesan el relato. 

Anthony: Se ha dicho de usted que es «el primer escritor judeo-peruano de relieve continental», ¿cómo fue sobrellevar y construir su identidad judía en el Perú? ¿Qué es lo que más recuerda de su etapa de formación?

Isaac: Sucede que, por el orden de aparición de los actores en escena, yo fui peruano antes de saber que también era judío. Ser peruano quería decir ser católico. Toda mi familia materna era católica, pero de un catolicismo dudoso, ya que ninguno de sus miembros iba a la iglesia. Esto pasaba en Chepén (que en idioma moche quiere decir «casa o madre de arena»), por ese entonces un pequeño pueblo del norte y en el cual viví hasta los ocho años. A esa edad pasé a vivir en Lima. Allí me esperaba mi padre.  Al poco tiempo mi padre me dice que es judío y que, por lo tanto, yo soy judío también.  Entonces, comienzo a preguntarme quién soy, qué soy. Buscaba espejos para reconocerme, pero no podía encontrarlos. Es necesario ser otro, me dije. Y ese otro era mi padre. Había que ser como él: judío. Pero para ser judío tenía que borrar mi pasado. Tenía que dejar de ser para ser. Sin embargo, no dejé de ser del todo porque la forma de vida de Chepén y su paisaje siguieron poblando mis recuerdos y mis sueños, y me sirvieron de referente para apreciar con mayor intensidad todos aquellos paisajes que después invadieron mi imaginación como parte de mi cultura judía. Entonces el cerro de Chepén se convirtió en el monte Sinaí, la acequia que lo atraviesa en el río Jordán y el desierto que lo rodea en el desierto de la Judea bíblica. La verdad es que me hubiese sido mucho más difícil sentir a plenitud el paisaje del Israel bíblico —y más tarde incluso del Israel moderno— si no hubiese tenido contacto con el paisaje de Chepén, porque para mí Chepén era como un pueblo sacado de la Biblia. 

Así empezó mi ingreso al judaísmo. Luego, al mes, mi padre me puso en el León Pinelo, el colegio judío. Todavía recuerdo el primer día de clases. Allí estaba yo sentado en mi pupitre sin conocer a nadie, cuando de pronto entró el profesor, agarró una tiza y se puso a escribir en el pizarrón, de derecha a izquierda, unos signos rarísimos. Luego se dio vuelta y pronunció unas palabras totalmente incomprensibles para mí. Lo peor fue que toda la clase se puso a repetir, en coro, las palabras del profesor. Y entretanto ahí estaba yo clavado en mi asiento pensando que me estaba volviendo loco. Tras varias semanas de absoluta invisibilidad en esa clase, por fin logré enterarme de que lo que estaban hablando era hebreo. 

Mis primeros años en Lima fueron realmente difíciles. Primero tuve que asimilar el choque de haber pasado de un pueblo pequeño a la gran capital. Como provinciano, tuve que aprender rápidamente un sinfín de códigos de todo tipo: lingüísticos, sociales, etc. Pero, además, dueño de una nueva identidad, me vi forzado a aprender una serie de códigos aún más complejos y que tenían que ver con lo religioso, la identidad (Israel: la nueva patria) y un montón de elementos más que sería muy largo de enumerar. En mi nuevo ambiente, el de la comunidad judía de Lima, descubrí que se vivía una realidad bastante esquizofrénica. Mis nuevos amigos judíos se sentían peruanos, pero también otra cosa, algo que con el tiempo yo mismo aprendí a sentirlo. Sucedía que nos encontrábamos a caballo entre dos culturas: la peruana y la judía. A esa edad, al menos desde mi punto de vista, resultaba casi imposible conciliar las dos cosas. Pero poco a poco me fui ambientando. Además, como siempre había tenido un gran deseo de identificación con mi padre, acepté mi judaísmo sin mayores problemas. Mi padre fue para mí una ventana hacia el mundo; pronto descubrí que su mundo —por ser él extranjero y más que nada por ser judío— recorría miles de años de historia, hablaba en decenas de idiomas, ocupaba muchos y diversos puntos geográficos. Y eso me fascinó. Por otra parte, nunca logré despojarme de las experiencias recibidas en Chepén, que para mí constituyó siempre un espacio mágico. Entonces imaginé que ser judío, como mi padre, era una forma más de ser peruano pero sin negar mis raíces judías y que ser peruano, como mi madre, era una forma más de ser judío, pero sin negar mis raíces peruanas. 

En suma, la construcción de mi identidad judía en el Perú fue un proceso complejo y, al mismo tiempo, profundamente formativo. Crecer como judío en un país donde la comunidad era pequeña me enseñó desde temprano a ser consciente de la alteridad, de cómo uno se percibe a sí mismo frente a la mirada del otro. No se trataba solo de mantener tradiciones o cumplir con ciertas prácticas religiosas, sino de integrar un sentido de pertenencia cultural e histórica que muchas veces contrastaba con el entorno mayoritario. Lo que más recuerdo de mi etapa de formación es esa sensación de simultaneidad: vivir inmerso en la cultura peruana, con sus ritos, costumbres y lenguaje, y al mismo tiempo sentir la fuerza de un legado judío que me conectaba con la diáspora, con historias de migración y de supervivencia. Creo que esa experiencia —la de ser peruano y judío al mismo tiempo— ha marcado profundamente mi obra literaria. 

Anthony: Usted viajó de muy joven a Israel y posteriormente a Estados Unidos para radicar allá, ¿cómo fue su encuentro con otras comunidades judías en el extranjero? ¿Encontró nuevos hallazgos o problemáticas para su identidad y escritura?

Isaac: Viajar a Israel cuando era joven —tenía 16 años— fue un encuentro revelador y profundo con una vida judía que estaba en todos lados, cotidiana y vital. En Israel viví casi dos años, primero en el kibbutz, una granja colectiva, y luego en Haifa. La vivencia fue intensa: allí la identidad judía es central y se entrelaza con una narrativa nacional muy marcada. Además, me dio la oportunidad de conocer a judíos de diversas partes del mundo. Lo interesante es que cada comunidad tenía su propio acento cultural, su historia particular y sus modos de relación con la tradición y la modernidad. Este contacto me permitió observar de cerca cómo una misma herencia puede traducirse en experiencias diversas según el contexto social y político. 

Mi experiencia con el judaísmo en Estados Unidos ha sido distinta: me encontré con comunidades que, al igual que en otros países de la diáspora, viven su judaísmo en la intersección con la cultura dominante.  Se percibe aquí una especie de negociación entre la identidad judía y la cultura dominante, lo que genera tensiones, adaptaciones y, a veces, distanciamientos. Este contraste estimuló mi escritura, que siempre ha buscado explorar la pluralidad de voces y la fragmentación de la identidad. Ambas experiencias ampliaron mi mirada. Ahora bien, debo aclarar que mi apreciación de la experiencia judía en Estados Unidos se da desde la perspectiva de haber vivido casi 60 años en Nueva York, ciudad que, por su gran confluencia de nacionalidades, etnias y razas, puede darse el lujo de constituirse en una especie de espacio anímico e intelectual independiente del resto del país. Aquí yo me siento sumamente cómodo con mi «identidad neoyorquina», esa amalgama híbrida que contiene al mismo tiempo lo estadounidense y algo más que es difícil de definir con palabras. Con cerca de dos millones de latinoamericanos y otro tanto de judíos, Nueva York es la ciudad donde, en un ámbito personal y también público, puedo vivir plenamente y sin problemas mi condición mestiza de judío peruano y latinoamericano.

Anthony: ¿Recuerda el momento exacto en que decidió hacerse escritor? ¿Cómo fue el descubrimiento de su vocación literaria?

Isaac: No hubo un momento dramático ni una revelación súbita; más bien fue un proceso gradual de descubrimiento. Desde muy joven sentí una fascinación por las palabras. Para mí, desde muy pequeño, la escritura representó algo mágico. Mientras viví en mi pueblo, mis únicas lecturas —además de los textos escolares— fueron los subtítulos de las películas de Hollywood y el Nuevo Testamento. Ya he mencionado que a los diez años, ya en Lima, me convertí en un lector voraz. Recuerdo pasar horas leyendo libros, incluso cuando comía, dejándome atrapar por las historias y por la música de los textos. Y recuerdo también que el primer llamado de la escritura fue el calco de una historia del Pentateuco en hebreo. 

Por esta misma época, inspirado por algunos poemas de un libro escolar, escribí mi primer texto original: un extenso poema narrativo donde se contaba una historia de amor y abandono. El trasfondo autobiográfico, si bien sublimado, es obvio: un rey inca conquista una tierra extranjera, se enamora de una princesa y luego retorna al Cusco sin saber que ella lleva un hijo suyo en sus entrañas. Recuerdo que el poema fluyó sin dificultades, sin temor a la página en blanco, porque a esa edad uno escribe con una gran inocencia. Sentí, eso sí, la magia de la escritura: el poder de crear mundos por medio de la palabra. También ya he mencionado cómo, a raíz de mi lectura de El doctor Zhivago (1957) La uvas de la ira (1939), descubrí mi vocación. Creo que lo que llamamos vocación literaria es, en gran medida, la conciencia de que no se puede vivir sin escribir, que escribir se vuelve una necesidad vital. Y aunque uno nunca está completamente seguro de si decidir ser escritor es realmente un acto voluntario, en mi caso, fue el azar, el haberme topado con una biblioteca maravillosa, lo que me llevó a ese compromiso con las palabras. Con el tiempo, poco a poco fui comprendiendo que escribir no era solo un pasatiempo: era una necesidad. No fue una elección racional; fue un descubrimiento de mí mismo, de que mi lugar en el mundo estaba allí, entre las palabras.

Anthony: ¿Qué opina de la narrativa peruana actual?

Isaac: No he leído lo suficiente como para dar una opinión global, pero basado en lo que he leído de lo editado en años recientes, puedo sacar algunas conclusiones. En primer lugar, me parece que atraviesa un momento muy fértil porque no está marcada por una sola estética, sino por una pluralidad de voces, territorios y búsquedas. Se cruzan géneros (novela, crónica, autoficción, testimonio); se ve propuestas experimentales que se abren hacia lo global sin perder de vista lo local. También han ganado espacio las narrativas sobre la intimidad, el cuerpo, el deseo y las transformaciones familiares. En conjunto, diría que la narrativa peruana actual vive un proceso de apertura y diversificación, con menos obsesión por un gran relato nacional y más interés en múltiples relatos particulares que, sin embargo, dialogan con problemas colectivos: violencia, desigualdad, migración, género, memoria.

Anthony: ¿Sabe si hay más escritores o una comunidad literaria judía en el Perú que haya continuado con su legado?

Isaac: Legado es una palabra de mucho peso y sería presuntuoso de mi parte pensar que he dejado un legado literario. Pero sí puedo mencionar —con la venia de la inmodestia— lo que se ha dicho de mi obra al respecto. Algo así como que con mis libros, sobre todo con La vida a plazos de don Jacobo Lerner, fundé una voz judeo-peruana dentro de la narrativa latinoamericana.  Cuando dicen que este fue un legado pionero, que mi obra abrió un camino, el de mostrar cómo la identidad judía dialoga con la peruana, entonces entiendo que ahí hay algo que otros pueden recoger. Si algún muchacho o alguna muchacha encuentra en mis libros un eco de su propia vida y de su comunidad y se anima a contarla con su propia voz, entonces ese sería el legado. No repetir lo que hice, sino hacer suyo el impulso. Reconocer la huella y darle un nuevo rumbo, desde otra generación. Sin embargo —y aquí se hace presente la ironía—, que yo sepa, hasta la fecha no ha surgido ningún otro escritor o escritora en el seno de la comunidad judía peruana que haya publicado cuentos o novelas sobre la experiencia judía en el Perú. 

Por otra parte, yo no soy el único escritor judío en el Perú. Me anteceden varios. Aquí, la presencia de escritores judíos ha sido siempre discreta, aunque significativa. No se trata de un grupo homogéneo ni de una escuela, pero sí de escritores y escritoras que, consciente o inconscientemente, dialogan con la herencia cultural judía. La decana de este grupo es la poeta y dramaturga chiclayana Sarina Helfgott. En su poesía aparecen el testimonio, la memoria histórica, el dolor con resonancias universales, los sufrimientos del pueblo judío, sobre todo en relación al Holocausto. En su dramaturgia adapta mitos clásicos al Perú, resignificándolos en contextos de injusticia y desigualdad. Esta combinación de memoria personal, herencia cultural judía y contexto peruano le da a su obra una gran originalidad. A Sarina Helfgott le sigue el cuentista y novelista José Adolph. Nacido en Alemania, a los cinco años emigró al Perú con su familia, escapando del nazismo. En sus libros rara vez abordó el judaísmo de manera directa, aunque su condición judía y de inmigrante marcó su perspectiva crítica sobre la intolerancia, la violencia y el poder, aunque no se tradujo en una literatura de signo judío propiamente dicho. Su obra se centra en la ciencia ficción, la distopía y el relato fantástico. En sus textos se percibe el tema del exilio y la otredad, que puede leerse en clave judía.

A Adolph le sigue la poeta Raquel Jodorowsky. Nacida en Chile, vivió en el Perú más de 60 años. Aunque su poesía no se centra directamente en la identidad judía, su trasfondo cultural influye en el tono y en su visión del mundo. En este sentido, se inscribe en una línea cercana a poetas místicos y visionarios, pero con una fuerza moderna y a menudo rebelde, que desafía la norma social y literaria. Asimismo, su poesía explora la soledad, la experiencia de la mujer, el erotismo y el desarraigo, pero también la trascendencia y la conexión con una dimensión sagrada de la vida. Reitero: en Jodorowsky, Adolph y Helfgott no se ven temas abiertamente judíos, pero las señas de identidad del judaísmo sí aparecen en sus obras. A Jodorowsky le sigue David Mandel, nacido en Lima y radicado desde hace muchos años en Israel. Prolífico escritor, su obra abarca desde novelas históricas y épicas hasta relatos bíblicos, mezclando imaginación, humor e investigación. También ha escrito novelas y cuentos ambientados en distintos períodos históricos del Perú, los cuales se destacan por entrelazar historias familiares reales o ficticias con momentos clave de la historia judía y peruana.

Anthony: Usted ha incursionado en distintos géneros literarios, ¿cómo es su proceso de escritura? ¿Qué dificultades encuentra al momento de emprender un nuevo proyecto literario?

Isaac: Mi proceso de escritura no sigue un camino rígido. Por lo general, la acción y los escenarios se me aparecen en imágenes. En esos momentos siento siempre una mezcla de emoción y de incertidumbre: emoción por el mundo que voy a construir, incertidumbre por la voz que debo encontrar para habitarlo, para organizar un mundo que todavía no existe más que en mi imaginación. Cada proyecto tiene su propia lógica interna, y mi aproximación depende del género que estoy abordando. Cuando escribo novela, suelo sumergirme en la vida de mis personajes, tratando de escucharlos, de entender sus voces y sus silencios. En el cuento, en cambio, me concentro en la intensidad de un momento, en cómo condensar en pocas páginas un universo emocional y narrativo completo. En la poesía, el proceso es más inmediato, más íntimo. Un verso puede surgir de un recuerdo, de una imagen que me obsesiona, o incluso de un sonido que me conmueve. 

En cuanto a las dificultades, emprender un nuevo proyecto siempre implica un riesgo: el desafío de encontrar la voz adecuada, Hay días en que las palabras fluyen con facilidad, y otros en los que la página permanece en blanco, recordándome que escribir no es solo un acto de inspiración, sino también de paciencia y disciplina. A veces la dificultad mayor radica en la fidelidad a la propia visión, en no ceder ante las expectativas externas o ante la tentación de fórmulas conocidas. También están presentes la tentación de la perfección y el miedo a no estar a la altura de lo que uno sueña. Todo eso forma parte del trabajo. Pero hay también una alegría profunda, casi física, en el acto de escribir. Cuando las palabras finalmente se alinean y la historia o el poema se vuelven tangibles, siento que he capturado algo que antes solo existía en mi imaginación y que ahora puede tocar a otros. Esa es la recompensa que hace que cada obstáculo valga la pena.

Anthony: ¿Qué consejos le daría a quienes están interesados en dedicarse al oficio de la escritura?

Isaac: Podría repetir lo expresado en mi respuesta anterior, pero mi primer consejo sería leer, leer, leer y de manera diversa; no solo a los escritores que admiramos, sino también a aquellos que nos desafían o nos incomodan. También aconsejaría escuchar y observar la vida: los detalles, los diálogos, los silencios. Todo eso enriquece la narrativa y el poema, porque la escritura verdadera nace de un encuentro profundo con la experiencia humana. En cuanto a la escritura misma, recomiendo disciplina y constancia: escribir no solo cuando llega la inspiración, sino establecer un hábito diario. La escritura se fortalece con la práctica constante. También, no temer a la revisión y a la crítica. Reescribir es parte esencial del oficio, y recibir comentarios de otros escritores o lectores puede ser un faro para mejorar, siempre que uno mantenga su propia voz y autenticidad. Por último, no es aconsejable tomarse uno mismo ni lo que escribe muy en serio, sino ver la vida con humor e incluso con ironía, porque esta permite cuestionar certezas y ver el mundo desde perspectivas contradictorias. 

Anthony: ¿Qué se encuentra leyendo actualmente y qué opina de esta lectura?

Isaac: Estoy leyendo dos libros y releyendo otro. El primero es Homo Deus: Breve historia del mañana (2015), del historiador y filósofo israelí Yuval Noah Harari, en el que su autor proyecta posibles futuros de la humanidad a partir de la historia de su evolución cultural, política y tecnológica. No es un libro para especialistas. Harari escribe con gran claridad y logra sintetizar procesos históricos y filosóficos complejos en un estilo asequible. Coloca sobre el mantel preguntas provocadoras: ¿qué ocurre cuando el ser humano ya no lucha por sobrevivir sino por trascender y ser Dios? ¿Qué papel jugarán la inteligencia artificial y la biotecnología en la redefinición del ser humano? Es un ensayo que funciona bien como disparador de reflexiones y sus respuestas buscan provocar debate más que ofrecer certezas. 

El segundo libro es Ventanas de Manhattan (2004), de Antonio Muñoz Molina. Se trata de una reflexión literaria profunda sobre Nueva York, explorando no solo los aspectos visibles de la ciudad, sino también sus sombras y contradicciones. Muñoz Molina utiliza la ventana como metáfora, simbolizando tanto la barrera entre el observador y la ciudad como el medio a través del cual se revela la complejidad urbana. El libro es interesante porque ofrece una visión de Nueva York que va más allá de los estereotipos y porque presenta una ciudad viva y multifacética.

El libro que estoy releyendo es un libro en inglés y español. Se titula Sensory Overload / Sobrecarga sensorial (2020) y su autora, Sasha Reiter, es una joven poeta y traductora nacida en Nueva York e hija de madre peruana y padre argentino. Traducido al español por el poeta peruano Pedro Granados, este libro ofrece una exploración profunda de la experiencia humana en la modernidad, marcada por la saturación sensorial y la fragmentación identitaria. La poeta muestra una gran capacidad para capturar la esencia de la sobrecarga sensorial en la vida cotidiana, utilizando un lenguaje preciso y evocador, que transmite las tensiones internas y externas del individuo moderno, enfrentado a un entorno que a menudo parece indiferente o incluso hostil. Asimismo, es un libro que combina elementos de la cultura latina, y la tradición judía con la experiencia urbana de Nueva York.

 

 

*Isaac Goldemberg (Chepén, 1945). Nació en Chepén, La Libertad, y desde muy joven viajó a Israel para finalmente mudarse a Estados Unidos y residir en Nueva York desde 1964. Ha publicado cuatro novelas, trece libros de poesía, dos de relatos y tres obras de teatro, entre los más destacados se encuentran De Chepén a La Habana (1973), La vida a plazos de don Jacobo Lerner (1978), Hombre de paso (1981), Tiempo al tiempo (1984), El Libro de la Escritura (1989), La vida al contado (1992), Misterios (1996), El gran libro de América judía(1998). En el 2001 su novela La vida a plazos de don Jacobo Lerner fue seleccionada por el Yiddish Book Center de Estados Unidos como una de las 100 obras más importantes de la literatura judía mundial de los últimos 150 años. Fue catedrático en New York University (1972-1986) y profesor en Hostos Community College (The City University of New York), donde tuvo a cargo el Instituto de Escritores Latinoamericanos y la revista internacional de cultura, Hostos Review. Es también miembro de la Academia Norteamericana de la Lengua Española y profesor honorario de la Universidad Ricardo Palma de Lima. 

 

 

 

 

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