LA EMERGENCIA DE LA BARBARIE
"La luz del público lo
oscurece todo" (Hannah Arent)
El aire festivo que un sector de los peruanos despliega luego de la resolución violenta de crisis de los rehenes, demuestra que nuestra sed de sangre se ha hecho visible a niveles inusitados. Tras cada fiesta viene una resaca. En este instante algunos matizarán su borrachera de muerte con lágrimas que vienen del lado oscuro y sensiblero del machismo, la pendejada, la arrogancia y la astucia criolla, mientras que otros echarán al fuego las delgadas ramas de las acusaciones y los reproches. Porque en este ritual colectivo, postmoderno, internacional, y mediado por la televisión y el internet, a todos nos ha tocado un lugar en la danza macabra. Y una vez pasada la fiesta y la resaca entenderemos acaso que hemos sido confrontados crudamente con nuestro lado oscuro y tanático, aquel que dice rechazar la violencia y la muerte, pero que a la vez se siente profundamente atraído por ella, o por su mórbida imagen, que es transmitida masivamente al momento que se ejecuta no sólo a los contrarios, sino a los deseos de una solución pacífica de gran parte de la población. Dicen por ahí que la utopía de la modernidad y la democracia significan paz y estabilidad, control y ausencia de barbarie, pero lo que se ve con este terrible evento es que hemos vuelto al momento en que los linchamientos y ejecuciones oficiales se hacían en las plazas públicas y eran un espectáculo irresistible. Es decir: hemos vuelto al sacrificio, o no lo hemos dejado nunca. La relativa "tranquilidad" de tiempos recientes en una población desgastada por los estragos del terror explica parcialmente las cosas. Pero ciertos miedos distorsionan la percepción y se acercan a su contrario. Hace un par de años, cuando los arqueólogos llamaron la atención sobre el sacrificio de la doncella de Ampato, tal vez muchos se horrorizaron por la forma en que el otro podía hacer estos actos. Ahora vemos claramente que ese otro somos nosotros. Somos los cholos e indios urbanos matando a los cholos e indios del campo, desmembrándonos, repitiendo la antigua mutilación del cuerpo que ya ha pesado demasiado en la historia. Porque nuestra sed de sangre nos confronta con una deshumanización propia que puede ser manipulada fácilmente. En este momento sacrifical, el otro ha sido también la misma población que se dice cristiana, democrática y pacífica, sacrificando su propia humanidad. Suspendiendo sus valores para asegurar ilusamente una paz y una estabilidad por demás precarias. Tal vez muy pronto el gobierno, que se beneficia de todo esto, le pida al pueblo que lo celebra una serie de sacrificios económicos a mas de los ya hechos, entonces valdrá la pena preguntarse si el fragor festivo de estos días nos permitirá también celebrar nuestro propio sacrificio neoliberal de entonces.
Harlem, Abril de 1997
"La luz del público lo
oscurece todo" (Hannah Arent)
El aire festivo que un sector de los peruanos despliega luego de la resolución violenta de crisis de los rehenes, demuestra que nuestra sed de sangre se ha hecho visible a niveles inusitados. Tras cada fiesta viene una resaca. En este instante algunos matizarán su borrachera de muerte con lágrimas que vienen del lado oscuro y sensiblero del machismo, la pendejada, la arrogancia y la astucia criolla, mientras que otros echarán al fuego las delgadas ramas de las acusaciones y los reproches. Porque en este ritual colectivo, postmoderno, internacional, y mediado por la televisión y el internet, a todos nos ha tocado un lugar en la danza macabra. Y una vez pasada la fiesta y la resaca entenderemos acaso que hemos sido confrontados crudamente con nuestro lado oscuro y tanático, aquel que dice rechazar la violencia y la muerte, pero que a la vez se siente profundamente atraído por ella, o por su mórbida imagen, que es transmitida masivamente al momento que se ejecuta no sólo a los contrarios, sino a los deseos de una solución pacífica de gran parte de la población. Dicen por ahí que la utopía de la modernidad y la democracia significan paz y estabilidad, control y ausencia de barbarie, pero lo que se ve con este terrible evento es que hemos vuelto al momento en que los linchamientos y ejecuciones oficiales se hacían en las plazas públicas y eran un espectáculo irresistible. Es decir: hemos vuelto al sacrificio, o no lo hemos dejado nunca. La relativa "tranquilidad" de tiempos recientes en una población desgastada por los estragos del terror explica parcialmente las cosas. Pero ciertos miedos distorsionan la percepción y se acercan a su contrario. Hace un par de años, cuando los arqueólogos llamaron la atención sobre el sacrificio de la doncella de Ampato, tal vez muchos se horrorizaron por la forma en que el otro podía hacer estos actos. Ahora vemos claramente que ese otro somos nosotros. Somos los cholos e indios urbanos matando a los cholos e indios del campo, desmembrándonos, repitiendo la antigua mutilación del cuerpo que ya ha pesado demasiado en la historia. Porque nuestra sed de sangre nos confronta con una deshumanización propia que puede ser manipulada fácilmente. En este momento sacrifical, el otro ha sido también la misma población que se dice cristiana, democrática y pacífica, sacrificando su propia humanidad. Suspendiendo sus valores para asegurar ilusamente una paz y una estabilidad por demás precarias. Tal vez muy pronto el gobierno, que se beneficia de todo esto, le pida al pueblo que lo celebra una serie de sacrificios económicos a mas de los ya hechos, entonces valdrá la pena preguntarse si el fragor festivo de estos días nos permitirá también celebrar nuestro propio sacrificio neoliberal de entonces.
Harlem, Abril de 1997
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