Marithelma Costa comparte al historia de Flaco, el búho que acaba de morir en Nueva York, con el debido homenaje a Aaron Bushnell, piloto de la fuerza aérea americana que acaba de inmolarse en protesta por el genocidio contra el pueblo palestino en Gaza. Solidaridad. Crédito de las fotos: Anke Frohlich
Flaco volando |
Flaco 1: 24. II. 24
Murió en el que fue nuestro barrio
267 West de la calle 89
chocó contra la ventana de un edificio de ocho pisos
cerca del Museo de Historia Natural
donde vivimos en tiempos de la abuela
donde quizás vivía el cuidador que le puso de nombre Flaco
—en Borinquen, Cuba y Quisqueya les decimos así a los flaquitos
aunque pensándolo bien
la persona que lo bautizó también pudo llegar del Bronx o
del Barrio, el Spanish Harlem, al norte del Central Park
—nuestros territorios en Nueva York se han ido achicando
Pues, anoche, cuando se suponía que mejor veía
cuando le había cogido el gusto a volar, volar, volar
Primero, a disfrutar del viento en los árboles más altos del Central Park
y después a posarse en los edificios de la ciudad
y observarnos por las ventanas en nuestras celdas
Anoche 24 del II del 24
tras los doce meses que siguieron a aquel frío día
de la Candelaria y la libertad,
desterrados los recuerdos de los trece años de encierro
en el zoológico del Parque Central cerca de los pingüinos
pues Flaco, el búho gigante de Eurasia, colisionó, cayó, murió
y su historia la viví de cerca.
Flaco 2: Segundo día de febrero del 2023
Todo se inicia el día de la Virgen de la Candelaria, cuando unos activistas o unos solidarios o unos inconscientes —la prensa los llama vándalos— entraron en el pequeño Central Park Zoo, cortaron el alambre de acero inoxidable de su jaula y Flaco salió volando. Llegó a la Quinta Avenida que queda cerca y allí se pasó la mañana mirando mientras lo miraban. Un policía colocó alrededor de él una cinta protectora. Pasaban los turistas, pasaban los empleados, pasaban los vecinos con sus perritos. De pronto el inmenso búho se subió a uno de los árboles que hay frente al Hotel Palace. Y en ese lugar privilegiado –hotel de lujo y suntuosas tiendas–, se puso a mirar libre la ciudad que antes lo miraba encerrado.
Siguieron los dos días más fríos de todo aquel invierno. Once grados bajo cero centígrados — doce Farenheit— con fuertes vientos. Para mi asma, imposible salir. Pero mi vecina Anke agarró su cámara, su trípode y los lentes que fue adquiriendo durante la pandemia, se montó en el subway, y se fue al Central Park. Es alemana como el euroasiático Flaco y puede bregar con el frío. Fue sicóloga, bailadora de claqué y ahora es especialista en técnicas de sanación alternativas. No aguantaba el confinamiento durante el Covid. Y al salir a diario a fotografiar aves durante la pandemia y coger clases con los mejores fotógrafos del ramo, se escapó —como Flaco— de su encierro y se convirtió en un fenómeno de la fotografía.
Anke Frohlich |
Pues el día —y la noche— de los once grados bajo cero estuvo al costado del Hotel Palace bajo el árbol donde Flaco se posó a descubrir el mundo. El búho se agarraba a la rama cuando azotaban las ráfagas y Anke se agarraba a su cámara para fotografiarlo.
Pocos días después se enteró de su nombre y tuve que explicarle quién se lo puso. Lo seguía a diario. Lo fotografió cuando le colocaron de cebo una ratita muerta amarrada a una cuerda, y no le hizo caso. Estaba allí cuando le presentaron otra, rodeada de alambres, en una trampa. Era de día, Flaco se hallaba en una colina del Central Park desprovista de árboles. Por un lado, Anke y los fotógrafos, frente a ellos, los empleados del zoológico que trataban de capturarlo. Todos sabíamos que tenía hambre. Pero le pedí que se concentrara, lo mirara a los ojos, le explicara que le ofrecían comida para encerrarlo en su jaula de nuevo. Que, a través de la telepatía, le dijera que ni se acercara (ya expliqué que conoce las técnicas de curación alternativas). Y lo logró. Flaco la miró, reculó y se fue volando.
Flaco mira a la cámara frente a una trampa e alambres |
Pero Anke lo siguió, y siguió fotografiándolo. Captó justo el momento cuando, en lo alto de un árbol y, tras cazar una de sus primeras ratas, antes de comérsela, le cercenó la cabeza y se la tiró a sus perseguidores.
En la ciudad estalló una polémica en torno al derecho del búho a vivir libre y se suspendió temporalmente su captura. Durante mucho tiempo Flaco exploró los confines del parque, su nuevo territorio. Llegué a verlo en persona pequeñito, en lo alto de un árbol. Anke me guio por teléfono al punto exacto donde se hallaba. Abajo sus fotógrafos y sus admiradores.
Pocos meses antes de cumplir el año en libertad, expandió su radio de acción y comenzó a volar por todo Manhattan. Primero recorrió el lado este de la isla. Se le vio en el Lower East Side o Loisaida, y también por el Barrio. Se posaba en las cisternas de agua y en las verjas de las azoteas. Miraba por las ventanas a los vecinos. Miraba a quienes durante trece años lo habían mirado. Quizás buscaba a la persona que le puso Flaco para que se diera cuenta de que ya estaba gordito.
Nos acompañaba a todos. Percibíamos su presencia inteligente, silenciosa y sabia —como la de la diosa griega Atenea—. Su ejemplo invisible y libre como el del rebelde Prometeo. Cada batir de las alas del búho constituía una oda a la valentía; y una ayuda y protección para todos nosotros, como también lo era para los sioux, los cheyenes y los comanches de las praderas. En la soledad de Nueva York, muchos lo sentíamos como nuestro nuevo Superman.
Pero hace dos meses decidió pasarse al oeste de Manhattan y explorar los apartamentos de la gente que vive cerca del Museo de Historia Natural. Antes de dormirme, esa noche del 23, vi en las redes la foto de un búho rescatado y arropado en una manta blanca. Solo tenía un ojo abierto, estaba muy enfermo y no logró sobrevivir al veneno que había ingerido al cazar roedores. El mensaje estaba muy claro, “No usen venenos contra las ratas”; lo que en Nueva York, donde ellas imperan, no es factible.
Esa mañana Anke, que estaba en Alaska fotografiando águilas, me mandó un mensaje de texto con la noticia de su muerte. Muchas de las presas que cazaba Flaco estaban contaminadas. Sin que nadie lo notara, pues seguía saliendo igual de guapo en las fotos, el veneno fue mermando sus sentidos hasta que se estrelló contra una ventana del 267 West de la calle 89. El súper, o encargado del edificio, le comentó al New York Times que desde que el búho comenzó a pasar tiempo en el patio del building, se redujo el número de ratas. Estuvo por allí durante cuatro días. Pero estuvo en silencio. No ululaba, como hacía a diario durante todo el año que vivió libre, tratando de atraer a una compañera. Anke me contaba que ese canto era una forma de ubicarlo. Probablemente ya sentía los efectos del veneno. Lo irónico es que se hallaba justo a dos manzanas del Wild Bird Fund, el centro de rescate de aves salvajes donde lo hubieran podido examinar y salvar con un antídoto.
La tarde de su muerte se instaló bajo su roble favorito en el noreste del Central Park lo que llaman un “memorial” que es como un altarcito en el suelo donde la gente coloca flores, mensajes, muñecos, y llora en compañía. Aquí en Nueva York a veces los vecinos se los montan a las víctimas de muertes violentas, pero también a los famosos como al chef Anthony Bourdain frente a su restaurante Les Halles de Park Avenue.
A lo largo de ese año en libertad, se crearon infinidad de memes, se dibujó y pintó su imagen, se escribieron poemas, letras de rap y textos de literatura infantil. Se comenzó a rodar un documental y varias personas se tatuaron a Flaco en el cuerpo.
Tras su muerte, ya restauraron el mural gigante hecho con spray en un callejón de Loisaida y pintaron otro en la calle Bowery. También se compuso una canción de rock, donde él es el protagonista. Hay posters que resumen su vida y empieza a circular una petición para que se le erija una estatua de tamaño natural y de bronce en el noroeste del parque.
Flaco constituía un sueño, se le veía como un emigrante que, como muchos neoyorquinos, se había reinventado. Era el personaje central de un cuento de hadas que a mucha gente le dio el empujón para emprender una nueva carrera o les hizo sentir fugazmente acompañados en la soledad y el aislamiento de la ciudad.
Al igual que sus seguidores, Anke Frohlich, su fotógrafa nacida en Stuttgart, compartió su adiós en Instagram (linktr.ee/ankefrohlich), lugar donde se hallan las fotografías incluidas en esta crónica. Como muchos neoyorquinos, Anke lo adoraba. Y de alguna extraña manera ese amor se coló en mí.
Flaco y la luna |
3. Coda. 27. II. 2024
He compuesto esta crónica para quienes no tuvieron la suerte de vivir de cerca esta historia. Mientras la redactaba, he visto muchas lágrimas en los vídeos de quienes lamentan su muerte. Pero he tenido los ojos secos. Amo las aves, gracias a Anke le cogí cariño al búho, pero desde octubre del 2023 solo puedo llorar por el genocidio de los palestinos.
Unos activistas o unos solidarios o unos inconscientes —la prensa los sigue llamando vándalos— le abrieron la puerta a Flaco, que ya estaba bien gordito, y le permitieron elegir su libertad aquel día de la Virgen de la Candelaria. Sin embargo, Israel no está dispuesto a abrir la única puerta que queda en Gaza para que los palestinos puedan escapar del exterminio. Como no nos atrevemos a inmolarnos como bonzos —como hizo el joven piloto de Massachusetts, Aaron Bushnell el 25 de febrero de este año en Washington frente a la embajada de Israel—, a muchos de los neoyorquinos que ni siquiera podemos llevar la kufiya, solo nos queda abrir los ojos y los oídos, y echarnos a llorar.
Una hermosa historia.
ResponderEliminarHermosa y brutal.
¡Flaco Presente!
Aaron Bushnell, ¡Presente!
Mil gracias por tus palabras.
EliminarGracias. Maravilloso.
ResponderEliminar¡Gracias mil Marithelma por escribir y compartir esta crónica tan hermosa! Me hiciste conocer sobre Flaco y volar junto a èl por esos vecindarios en los Niuyores donde somos observadores y observados, donde como bien dices, “ observamos desde nuestras jaulas “ y como tu talentosa y sensible amiga Anka , al sentirnos acorralados, echamos a volar. Desde acá, lloro también contigo por nuestros hermanos palestinos. Esperando con el
ResponderEliminarcorazón apreta’o y vergüenza ajena cada mańana el anuncio tan lógico y justo de que la “puerta de esa jaula” donde día a día los han mantenido atrapados por 75 ańos quede abierta de par en par y puedan vivir en libertad. Y ya no sufran más.
Sigue usando tu pluma.Nos llevaste a otro plano. Gracias. Un fuerte abrazo
Gracias por tu precioso comentario que descubro hoy cuando ya en la otra isla, le mando el artículo a un amigo escritor. Es un día aun más triste, parece que en vez de abrirle las puertas, Israel decidió bombardear a los Palestinos, millón y pico, en Rafah.
Eliminarhola
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