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La escritura-retablo y el danzante sin memoria: las matrices del testimonio andino.Betina Sandra Campuzano


Betina Sandra Campuzano comparte generosamente su reciente articulo aparecido en  América Crítica: Revista de Estudios Culturales Americanos 8 (2) 





Resumen—Me interesa realizar un recorrido por las matrices del testimonio latinoamericano contemporáneo que aún hoy se reproducen, atendiendo a su carácter genérico anfibio e indisciplinado, el proceso de legitimación del Premio Casa de las Américas y los complejos procesos de mediación y traducción. Luego, pretendo delimitar las particularidades del testimonio andino de la violencia política en el Perú reciente, a través de una genealogía que lo emparenta con las producciones de Guaman Poma de Ayala en la Colonia y José María Arguedas en el siglo XX, que resultan propias de la memoria andina. Más tarde, propongo una clasificación del testimonio andino que, atenta a los cruces entre imagen-oralidad-escritura, evidencia el ingreso de las culturas populares, las materialidades y las performatividades para tramitar los dolores y las memorias del conflicto armado. Esta clasificación del testimonio, que excede su consideración como solo un género literario canónico, puede concebirse como una escritura-retablo: entiendo el retablo como un dispositivo cultural que me permite dar cuenta de un arco testimonial amplio. Es decir, concibo el testimonio como una caja de memoria, en cuyos compartimientos se narran de diversas formas los recuerdos penosos del conflicto armado. — escritura-retablo, testimonio, memoria andina, conflicto armado interno, matriz.
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.——– — ———- —– – —- — —- – — —. ———–, — — ——Allí, en la losa quebrada otrora por el rayo, hay cuatro figuras en relieve. Cuatro figuras de danzan- tes. Visten esclavina, jubón, sombrero de plumas, tahalí, botas. Y no representan hombres ni santos, sino ángeles, como los que aparecen en los cuadros antiguos de Pomata y del Cuzco. Son cuatro, mas el último fue alcanzado por la centella, y solo restan el contorno de su cuerpo y las líneas de las alas y el plumaje. Cuatro ángeles, al pie de esa floración de hojas, arabescos, frutos. ¿Qué baile es el que danzan? ¿Qué música la que siguen? ¿Es un acto de celebración y de alegría? Los contemplo, en el silencio glacial y terrible de este sitio, y me detengo en la silueta vacía del ausente. Cierro después los ojos. Sí, sombra soy, apagada sombra. Y ave, ave negra que no sabrá nunca la razón de su caída. En silencio, siempre, y sin término la soledad, el cre- púsculo, el exilio. . . — Edgardo Rivera Martínez, Ángel de Ocongate

I. CAJAS VIAJERASEL DANZANTE SIN MEMORIA

El epígrafe corresponde a la resolución de Ángel de Ocongate (1984), relato de una pujante intensidad poética del escritor peruano Edgardo Rivera Martínez, autor también de País de Jauja (1993). En pocas líneas, reconstruyo el argumento del cuento: desde el inicio, un danzante sin memoria se reconoce a sí mismo como una
“apagada sombra”, que se halla en “el atrio de una capilla en ruinas, en medio de una puna inmensa” (Rivera Mar- tínez 1987 [1984]: 23). Se describe como una “extraña figura”, “un ave negra” que reflexiona inmóvil, como un danzante extraviado que anda por las mesetas. Así, vesti- do —no casualmente— con esclavina, jubón, sombrero, tahalí y botas, inicia su andar, mientras los miembros de distintos ayllus se preguntan acerca de su identidad, sus danzas y sus memorias: “No recuerda ya a su padre ni a su madre, ni la tierra donde vino al mundo. Y nadie, tal vez, lo busca. . . ” (23).
    De esta manera, el danzante sin memoria anda errante por los poblados. Triste, sin ayllu o comunidad, sin saber quién es ni de dónde proviene, se encuentra en el camino con diferentes personas, desde una mujer con sus hijos hasta un pongo moribundo. El forastero causa extrañeza o sospechas de insania entre quienes lo encuentran, pero nadie logra identificarlo. Así sucede hasta que se topa con un anciano que, hablando un quechua desusado, sí lo reconoce: “Eres el danzante sin memoria, eres el Ángel de Ocongate y hace tanto tiempo que caminas” (25). Lo envía entonces a la capilla en Ocongate: “ve y mira” (25), le dice. Allí, el errante logra reconocerse a sí mismo: entre las figuras de danzantes en relieve, halla su sombra en un contorno ausente que fue alcanzado por una centella. El lector entiende, entonces, que esta silueta lejana, esta sombra o esta ave negra es uno de aquellos ángeles arcabuceros, signos inequívocos del barroco hispanoamericano, de procesos identitarios en los que se yuxtaponen dos o más tradiciones culturales desde la colonia, de caminos errantes que nos conducen a indagar acerca de nuestras memorias: “hace tanto tiempo que caminas”.
    Al igual que el Ángel de Ocongate, durante mi trayecto investigativo me interesó indagar las matrices del testimonio hispanoamericano para delimitar, luego, las particularidades del testimonio andino de la violencia política en el Perú reciente. Cuando hablo de matrices culturales, me refiero a aquellas significaciones que se construyen alrededor de ciertos episodios —en estos casos, atravesados por la violencia y el dolor— y que tienen tal fuerza imaginaria que se reproducen una y otra vez, en diferentes textos y en tiempos de larga duración. Subyacen aquí, por supuesto, los ecos de algunas lecturas críticas vectores, como las del estudioso peruano Antonio Cornejo Polar, quien halla en el (des)encuentro de Caja- marca entre Fray Valverde, Pizarro y el Inca Atahualpa, cuando este último arroja el libro, una matriz de sentido que constituye el grado cero de la interacción entre oralidad y escritura (Cornejo Polar 1994: 25). Una oralidad y una escritura —añade el crítico— que “remiten a racio- nalidades fuertemente diferenciadas”, que se atraen y se repelen, y entre las que sucede “una ancha y complicada franja de interacciones” (25).
    Pienso, también, en las lecturas de la socióloga argentina Maristella Svampa, quien rastrea la dicotomía civilización/barbarie como una matriz que, desde el siglo XIX, se reproduce en la sociedad argentina resignificándose en el binomio peronismo/antiperonismo, por ejemplo (Svampa 2010 [1994]). Esta propuesta, que pone su atención en la identificación de matrices culturales, pretende bucear en el “espesor” —en el sentido empleado por Rama (Rama 1994)— del sistema testimonial hispa- noamericano, en general, y el andino, en particular; lo que conduce —tal como lo señalara el grupo de latino- americanistas reunidos en Campinas— a las inevitables comunicaciones entre las diferentes temporalidades de los diversos sistemas que conforman el proceso de la literatura latinoamericana1. Para delimitar entonces las
matrices del testimonio, pretendo, primero, trazar una genealogía del testimonio andino que —entiendo— se emparenta con producciones culturales localizadas, como las de Guaman Poma de Ayala y José María Arguedas, que resultan más propias de la memoria andina, antes que con la línea del testimonio canónico legitimado por Casa de las Américas. Ello implica atender a las comunicaciones en el espesor del sistema literario y cultural continental y andino. En un segundo momento, propon- go una clasificación del testimonio andino que, atenta a los cruces entre oralidad-escritura-imagen, da cuenta del ingreso de las culturas populares, las materialidades y las performatividades para tramitar las memorias contra memorias (Jelin 2002) del conflicto armado interno en el Perú reciente. Pienso que esta forma de clasificación del testimonio excede su consideración como solo un género literario canónico. Además, propongo entender tal propuesta clasificatoria como una escritura-retablo, esto es, una caja en cuyos apartados se van retratando los diferentes dolores y los recuerdos penosos del conflicto armado en distintas formas narrativas.

II. LAS MATRICES DEL TESTIMONIO CANÓNICO. CASA DE LAS AMÉRICAS
Acerca del testimonio como género literario, resulta in- eludible su remisión al Premio Casa de las Américas que, desde hace sesenta y cinco años, constituye un ca- nal indudable de institucionalización, porque, por una parte, da cuenta del proyecto cultural correspondiente a la Revolución cubana y, por otra, evidencia las tensio- nes y las encrucijadas del campo intelectual y literario del continente. En relación con el testimonio, su proceso de canonización sucede a partir de la dificultad que los jurados del premio advierten para integrar algunas pos- tulaciones dentro de categorías clásicas como la novela o el ensayo. Son, pues, estos mismos jurados quienes proponen a Casa la incorporación del testimonio como una nueva categoría.
    Como señala Luisa Campuzano, la crítica cubana, se trata de uno de aquellos casos en los que “el corpus hace estallar al canon” (Fornet, Campuzano y García 2015: 3). Y ello por múltiples factores: la fuerza de un referen- te y un propósito extraliterarios que atienden, más bien, a posiciones de denuncia política; las memorias subte- rráneas de textos que, desde la Conquista y la Colonia,
marcan un propósito testimonial, como sucede con las relaciones y las crónicas; el prestigio de disciplinas co- mo la etnografía y el periodismo de investigación que, con referentes como el cubano Miguel Barnet, el norte- americano Oscar Lewis, el mexicano Ricardo Pozas o el argentino Rodolfo Walsh, marcan el campo de la época. De hecho, estos últimos dos referentes, Pozas y Walsh, junto con el cubano Raúl Roa, serán los jurados de la primera premiación a la categoría testimonio en el año 70, cuando se consagra el texto inaugural La guerrilla tupamara (2006 [1970]), de María Esther Gilio. Otro testimonio que resulta ineludible por su relevancia en los debates culturales e intelectuales no solo de su tiempo, sino también del nuestro, resulta Me llamo Rigoberta Menchú y así nació mi conciencia (Burgos Debray 1994 [1983]), de Elizabeth Burgos Debray que, en 1983, recibe el premio.
    Este breve repaso por el escenario en el que se institu- cionaliza el testimonio como un género literario —un gé- nero indisciplinado y anfibio que no logra ser encorsetado entre los géneros clásicos, sino que puede desplazarse entre diferentes disciplinas o territorios— resulta opor- tuno para abordar los tránsitos entre literatura, etnografía y periodismo. Pero, también, es necesario para entender las tensiones entre lo verosímil, lo fáctico y lo ficticio en textualidades en las que lo político resulta central. Desde los años 80 y los 90, la teoría y la crítica literariasse han centrado en diferentes problemáticas y debates en torno al testimonio que, lejos de agotarse, siguen manteniendo una productividad en las narrativas testimoniales del si- glo XXI. Así sucede, por ejemplo, con los testimonios de la violencia política en el Perú, a los que me refiero, en esta ocasión, de forma panorámica.
    Entre las problemáticas del género canónico encuen- tro ciertas matrices del testimonio que, aún hoy, se resig- nifican y se actualizan en producciones contemporáneas. Pienso, en efecto, en la cuestión de la autoría compartida o la solidaridad entre el letrado/editor y el testimonian- te/informante: ¿quién habla en el testimonio? ¿se trata de un discurso ventrílocuo o uno heterólogo? ¿cuánto interviene el letrado/editor en el testimonio? ¿qué huellas de una memoria, que, a través del testimoniante, se reve- la, pero que también guarda silencios, pueden hallarse? ¿cuáles son las alianzas y solidaridades entre informan- tes y amanuenses? Hoy, sin duda, nos preguntamos qué agencias (Quispe-Agnoli 2011, Bhabha 2011 [1994]) son las que intervienen aquí resignificando, sin duda, estas problemáticas.
    Me explico: la crítica de los años 80 y 90 centró su mirada en la cuestión de la solidaridad entre informantes y letrados que, perteneciendo a universos sociocultura- les diferentes, compartían una solidaridad ideológica y de acción política, y se asociaban para denunciar así situaciones de sujeción, opresión y/o violencia. El crítico uruguayo Hugo Achugar (1994) entendió esta vincula- ción entre informante y amanuense a partir del concepto de letrado solidario. Con él, explicaba la situación asi- métrica entre los agentes que intervenían en el proceso testimonial, como también su institucionalización. Esta situación, además, pretendía disimularse: la edición del amanuense se encubría en prólogos bajo la consigna de mantener la fidelidad en lo dicho por el testimoniante. Así, se omitían las numerosas intervenciones que arti- culan la tarea de edición, a saber: ordenar la narración, rellenar huecos, suprimir y traducir información, entre otras.
    De allí que el planteo sea si los testimonios de cor- te etnográfico son discursos ventrílocuos, tal como lo plantea Michel de Certeau cuando analiza, por ejemplo, el discurso de las mujeres posesas y la intervención de los escribanos. “[Estos discursos] no entienden la impor- tancia de su propio decir” (Sklodowska 1992: 116), por ello, un editor les permite hablar por su intermedio: “el lenguaje oral espera, para hablar, que una escritura lo recorra y sepa lo que dice” (de Certeau 1993: 200). O si, por el contrario, los testimonios, antes que ventrílocuos, son discursos heterólogos (Sklodowska 1992). Esto es, el informante, lejos de revelar todo en una entrevista, selecciona también qué decir y qué silenciar, de acuerdo con propósitos que no son solo individuales sino —y, sobre todo— propios de una comunidad o una colectivi- dad a la que representa. Por ejemplo, de Certeau explica cómo una posesa al ser interpretada por el exorcista, el médico o el erudito, decide “oculta[r] lo que se mueve en ella [...] Se escapa gracias a la interpretación que otro da de ella” (de Certeau 1993: 255). El silencio en- tonces resulta tan significativo como lo que se dice o se explicita, y es tan notable como la revelación, como bien lo advierte Rigoberta Menchú cuando dice: “esto es el triunfo de nuestros secretos que nadie ha descubierto” (Burgos Debray 1994 [1983]: 243).
    Hoy, las vinculaciones y solidaridades propias de la doble autoría, las ediciones y los lapsus, las revelaciones y los silencios, nos permiten revisitar esta problemáti- ca repreguntando acerca de cuáles son las agencias que hallamos en los testimonios canónicos: ¿quiénes hablan en los testimonios? ¿desde qué posición lo hacen? ¿qué los motiva? ¿quiénes son los destinatarios de estas accio- nes? Se trata de interrogar acerca de la posición desde la cual un sujeto dice y hace algo para influir en el cur- so de los eventos o modificar las actitudes de los otros (Quispe-Agnoli 2011).
    Entre las problemáticas del testimonio canónico que se resignifican en la actualidad, pienso también en los procesos de mediación y traducción que son tanto lingüís- ticos —recordemos que, en un principio, en el testimonio de corte etnográfico, el informante solía ser analfabeto y monolingüe— como culturales. Los pasajes de un idioma a otro, de una cultura a otra, pero sobre todo de la ora- lidad a la escritura, nos remitían a las huellas que en el texto podíamos hallar por parte del editor o del informan- te. Oralidad y escritura, binomio que desde la Conquista y la Colonia atraviesan los testimonios del desencuentro entre mundos (Cornejo Polar 1994), se actualizan en los debates en torno al testimonio de corte etnográfico. Por mi parte, y a partir del corpus que abordo, entiendo que los procesos de mediación y traducción para el caso de la violencia peruana precisan la incorporación de la imagen para tramitar los duelos personales y colectivos. Esto es, el binomio oralidad-escritura se convierte en la tríada oralidad-escritura-imagen, como sucede con testimonios que incluyen dibujos a mano alzada, retablos, cómics o historias gráficas, arpilleras o tablas de Sarhua, por nom- brar algunas de las materialidades propias de las culturas populares y del lenguaje audiovisual del testimonio de la violencia política.
    Dicho de otro modo, los silencios y los lapsus resultan aquellas hendiduras por medio de las cuales la voz y la presencia del testimoniante se evaden del monopolio del amanuense y la letra. Por mi parte, sospecho que, entre los mismos resquicios del proceso de traducción, se ins- criben las imágenes que se emplean en los testimonios de la violencia política en los Andes, pues dan cuenta de los elementos de la visión de mundo andina y de los posicionamientos que se escapan de la palabra, sea esta oral o escrita. Ello sucede, acaso, porque lo icónico, el dibujo o el trazo pueden evidenciar aquello que queda fuera durante el pasaje de la oralidad a la escritura; di- cho proceso sucede siempre en el espacio de lo verbal o de la palabra. El testimoniante aprovecha, entonces, ese resquicio o ese intersticio que deja la mediación para configurar una retórica del dolor (Campuzano 2023a), en la que tienen cabida el lamento, el llanto, la queja y los recuerdos penosos. Es decir, todos aquellos elementos que pertenecen a la experiencia de la guerra y a la vi- sión de mundo andina, pero que exceden sentidos en la traducción verbal. 
    Lo que sucede con la imagen -estos elementos que se actualizan y que conforman una retórica de la imagen (Campuzano 2023a, Campuzano en prensa)- también pue- de acontecer con otras performances como pasa con las canciones; recordemos, por ejemplo, el canto en quechua al inicio del filme La teta asustada de Claudia Llosa. La desgarradora escena retrata la agonía de una madre indígena que, con su canto, transmite a su hija, Fausta, el recuerdo penoso de la violación que sufrió durante el conflicto armado. Con ese dolor que atraviesa y rebasa su corazón, la madre le traslada el temor de los vejá- menes mediante el canto, lo que conduce a la joven a introducirse una papa en la vagina para evitar así posibles violaciones. La película, a través de las metáforas de la papa y, luego, de la llegada de Fausta al mar con el cuerpo de su madre, nos habla de esa transmisión de la memoria y de la elaboración de un duelo personal y colectivo.
    En definitiva, en el andar del testimonio, desde su ca- nonización a mediados del siglo XX a partir del Premio Casa de las Américas, como el danzante sin memoria, cuya figura sin duda se remonta a las vestimentas de la Conquista y la Colonia, cabe puntualizar algunas matri- ces del género que, hoy, continúan reproduciéndose no solo como problemáticas a ser revisitadas por la crítica, sino también como aspectos que emergen en los testimo- nios de otras disputas de la memoria propias del siglo XXI. De esta manera, la legitimación del testimonio; su carácter indisciplinado o su escritura siempre migrante; la doble autoría y las solidaridades entre informantes y letrados; la cuestión de la agencia; la traducción lingüísti- ca y cultural; la mediación entre oralidad y escritura —y por qué no, entre imágenes— resultan algunas de estas matrices que recojo en mi qipi (Mamani Macedo 2019), en el bulto o el aguayo que llevo en mi espalda durante el camino que atravesamos guiados por las apachetas (Campuzano 2021b), las ofrendas de piedra, que indican a los viajeros cómo seguir.

III. CAJAS DE MEMORIAEL TESTIMONIO ANDINO DE LA VIOLENCIA POLÍTICA
Los testimonios del conflicto armado en el Perú entre Sen- dero Luminoso, el Ejército y los ronderos, que sucedió a fines del siglo XX, y que encuentra su textualización a inicios del siglo XXI, recuperan estas matrices del género como puede leerse en los numerosos prólogos y estudios preliminares que preceden a los relatos dolorosos de di-cho periodo. Sin embargo, estos testimonios, más bien, hallarán su identidad, como sucede con el danzante sin memoria, en el encuentro con el anciano que habla un quechua desusado; esto es, en las particularidades del mismo testimonio andino.
    Me permito esta metáfora entre el testimonio y el errante para explicar uno de los puntos centrales de mi propuesta: el testimonio andino desde hace tiempo que camina buscando su memoria, su ayllu, su silueta ausente. Sin duda, hay en él actualizaciones de las matrices del testimonio canónico del Premio Casa de las Américas, pero —y he aquí mi aporte— su genealogía la establece, más bien, con las narrativas propias de los Andes, como pueden ser la Nueva Corónica y Buen Gobierno (2008 [1615]) de Guaman Poma de Ayala en la Colonia, y la escritura literaria y etnográfica de José María Arguedas en el siglo XX.
    Para explicar esta genealogía, resulta preciso detener- me en dos asuntos: por un lado, referirme a los estudios contemporáneos del testimonio andino que se centran en la visión de mundo en los Andes, lo que significa que coincidimos en la construcción de un conocimiento geolocalizado; y, por otro, exponer —también de modo panorámico— cómo se conforma el corpus que abordo y el modo en que he propuesto su clasificación, para luego solo puntear qué matrices culturales hallo en estos testi- monios que actualizan las crónicas coloniales de Guaman Poma y la producción indigenista de Arguedas.
    Por una parte, entonces, resulta relevante destacar la propuesta de Viera Mendoza, quien, en Willaykunata awaqkuna (2022), se interesa por definir el testimonio quechua por fuera de las definiciones de los académicos hispanos radicados en Estados Unidos durante los años 90. La autora entiende que el testimonio quechua necesi- ta de su propia episteme discursiva y lingüística, motivo por el que recurre al marco que le brindan la antropo- logía andina, las herramientas de la ontología, el saber del runasimi y la figura del telar o tejido para definir al testimonio en los Andes.
    De la misma manera, Eduardo Huaytán Martínez (2014) también recurre al marco de la antropología cultu- ralista y recupera la narrativa indigenista a fin de abordar las rupturas y ampliaciones del testimonio en el Perú en los años 60 y 70. Por último, Jacobo Alva Mendo (2003) posee la claridad de detenerse en un exhaustivo recorrido por el testimonio oral en los Andes en el siglo XX, y advierte las huellas de la oralidad y la tarea antropológica en esa travesía. Vaticina, asimismo, que el testimonio de la guerra interna recogido por el Informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR) significará una nueva mirada que se centrará ya no en la migración, sino en el desgarro y el derecho a la ciudadanía.
    Tales investigadores coinciden en la particularidad del abordaje del testimonio andino centrándose en la visión de mundo en los Andes, pero lo realizan desde la especi- ficidad de la antropología. En el ámbito de los estudios literarios, esa posición no está explorada, aunque, sin du- da, debe mencionarse la propuesta de Denegri y Hibbett (2017) que se circunscribe, más bien, a un análisis des- de los estudios de la memoria en contextos de violencia política.
    Por mi parte, en mi camino de investigación, reuní un corpus heterogéneo de narrativas testimoniales sobre el conflicto armado. Una aproximación a tal corpus y a la cuestión de la violencia me condujo a trasladarme hasta las crónicas coloniales del episodio del “encuentro” de Cajamarca, y luego a avanzar hacia las tempestades andinas de Luis Valcárcel durante el primer indigenismo y arribar después a la inconmensurable producción de Arguedas.
    Me interesó abordar cómo en estas narrativas se dispu- tan diferentes interpretaciones de la memoria reciente en la región andina: los encuentros entre oralidad y escritura, las migraciones serranas hacia la Costa, el deambular por los Andes son algunas de las matrices que hallo reac- tualizadas en el testimonio de la violencia. La propuesta consiste en aportar cómo, en los testimonios del Perú, se incorpora la visión de mundo andina y, con ello, có- mo puede historizarse una memoria localizada (del Pino y Jelin 2003). Si lo pensamos como un retablo que, en cada uno de sus compartimentos, narra un episodio de la memoria andina, esta podría considerarse, entonces, su primera escena: las matrices de la violencia que, entre figuras de tempestades, danzantes, forasteros y errantes, van armando la caja de memoria.
    Me interesa abordar el espesor del sistema testimonial andino: esto significa que no necesariamente me detengo en un texto o en autor, en la obra de un autor; por el con- trario, me importan los diálogos o las vinculaciones que se establecen entre diversas formas testimoniales durante la larga duración. Por ello, el resto de los compartimen- tos de un retablo acerca del testimonio lo constituye una serie literaria, esto es, un recorrido de textos testimonia- les que he clasificadodel siguiente modo: primero, los testimonios canónicos, es decir, aquellos de corte etno- gráfico en los que continúan actuando las matrices de Casa de las Américas. Así sucede con Diario de vida y muerte (2004) del filósofo, religioso y antropólogo cus- queño Flores Lizana, quien, a través del formato de un diario, narra los vejámenes a los campesinos durante cin- co años en Ayacucho, o Entre prójimos (2009 [2004]) de la antropóloga médica y académica norteamericana Kimberley Theidon, quien, entre el testimonio y el en- sayo, da cuenta de los dolores del conflicto armado, la acción de los ronderos que ejercieron violencia “entre prójimos” y la inconveniencia de extrapolar categorías de otros conflictos bélicos para explicar el caso andino.
    Otro compartimento del retablo testimonial que pro- pongo construir lo constituyen los testimonios letrados. En otros términos, se trata de aquellos en los que no hallamos un proceso de mediación o traducción, una do- ble autoría o una solidaridad entre dos agentes, sino que encontramos una dimensión autobiográfica o una prime- ra persona, pues informante y letrado coinciden. Son autobiografías letradas de sobrevivientes del conflicto e hijos de senderistas o de perpetradores, como sucede con los relatos de Memorias de un soldado desconoci- do (2012) de Lurgio Gavilán Sánchez (Gavilán Sánchez 2013 [2012]), quien fue un niño quechuahablante que transitó por Sendero Luminoso, el Ejército, la Iglesia hasta llegar finalmente a la Universidad; Los rendidos. Sobre el don de perdonar (2015) de José Carlos Agüero (Agüero 2015), historiador, militante de DD.HH. e hijo de senderistas ejecutados extrajudicialmente por el Esta- do peruano; y La distancia que nos separa (2017 [2015]) de Renato Cisneros, hijo de un General del Ejército y Ministro de guerra, el “Gaucho” Cisneros, quien fue uno de los represores más notorios en el conflicto armado peruano y tuvo expresos vínculos con la Junta Militar Argentina.
    En todos estos casos, los testimonios dan cuenta de cómo los sujetos que enuncian se hallan escindidos por la experiencia de la guerra y por la cotidianeidad del conflicto armado, hechos que los obligan a habitar di- ferentes temporalidades y espacialidades. Sin duda, se trata de testimonios en primera persona que dan cuenta de figuras complejas: lejos de las imágenes monolíticas o compactas de héroes y víctimas, estos relatos se ocupan de las tensiones que hay en traidores, rendidos, bandi- dos y cuenteros. Todos ellos resultan sujetos de guerra (Campuzano 2019, Campuzano 2021a) que, de forma fragmentaria, van armando un cuento de guerra (Nofal 2022).
    Un siguiente compartimento del retablo lo conforman los testimonios visuales y performáticos, los cuales in- troducen fotografías, historietas, collages y retablos, es decir, una dimensión icónica, corpórea o material, junto con los relatos verbales. La memoria no solo se transmite por medio de la palabra oral o escrita, sino también a tra- vés de la materialidad y la corporeidad, esto es, mediante su performatividad (Taylor 2015). Entre estos casos, in- cluí Yuyanapaq. Para recordar (CVR - Comisión de la Verdad y la Reconciliación 2014 [2003]), de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR), que es el in- forme en fotografías que complementa las conclusiones de la escritura de Hatun Willakuy. Versión abreviada del Informe Final de la CVR (CVR - Comisión de la Verdad y la Reconciliación 2008 [2004]). En Yuyanapaq se reúne el archivo visual del conflicto armado a partir de ciento cuatro fotografías de diferentes autorías. Se trata, según entiendo, de fotografías ícono (Sontag 2005 [2003]), que operan como emblemas del sufrimiento, como sucede con la instantánea del niño en el gueto de Varsovia en 1943, quien, con las manos levantadas, es arrastrado hacia un campo de exterminio. En el caso peruano, los perros colgados con la frase “Teng Hsiao Ping, hijo de perra”, las fotos de la masacre de Uchuraccay registradas por los mismos periodistas asesinados, el rostro de Mamá Angélica que es emblema de la búsqueda de hijos des- aparecidos o la cara vendada del campesino de Huanta, que cubre un hachazo, resultan indudables fotos íconos del conflicto. De hecho, Yuyanapaq, en cuanto informe visual, ha contribuido en mayor medida a la difusión del tiempo de la violencia entre la población peruana que el informe escrito reunido en Hatun Willakuy, el gran relato.
    También, forma parte de este apartado Rupay. Una historia gráfica (2016 [2008]), de Jesús Cossio, Luis Rossell y Alfredo Villar, un cómic que, entre las tradi- ciones de Maus (2017 [1973]) de Art Spiegelman y de la cultura popular andina, investiga y narra episodios pa- radigmáticos del conflicto armado como sucede desde la quema de las urnas en Chuschi hasta la masacre de los periodistas en Uchuraccay. Investigación de archivo, periódicos, expedientes, entrevistas a sobrevivientes y fa- miliares, dibujos de las comunidades desplazadas, cantos y arte popular son incorporados a las viñetas. Viñetas que recurren al estilo cinematográfico de Tarantino y colorean la sangre y las banderas senderistas y peruanas con tinta roja, particularidad que las destaca así entre los grises del
resto de los dibujos (Pau 2021: 301). Las historias que cuentan las imágenes, además, retratan los resultados de las investigaciones y las luchas de la memoria reciente apelando a develar el rol del Estado en el conflicto.
    Luego, me detengo en Chungui, violencia y trazos de memoria (2009 [2005]) del antropólogo, retablista y pe- riodista de oficio ayacuchano Edilberto Jiménez Quispe. En este caso, Edilberto recupera los testimonios de Chun- gui dibujando, junto con los informantes, los vejámenes sufridos por los campesinos en manos de senderistas, del Ejército y los ronderos. Estos dibujos, que reemplazan la grabación de los testimoniantes, se completan con relatos breves y urgentes que cuentan verbalmente las escenas de violencia. El libro compuesto por trazos y palabras se transformó luego a la materialidad de los retablos que, más tarde, conformaron una muestra de arte y el docu- mental Chungui: horror sin lágrimas (2010), del director Luis Felipe Degregori.
    Este camino de lecturas o esta serie literaria, este reta- blo de testimonios, me permitió pensar las vinculaciones entre testimonio andino —en un sentido más amplio que el canónico— y las disputas de la memoria en estas lí- neas: primero, a partir de la idea de una matriz cultural que se halla en textos anteriores, como los coloniales o los indigenistas, y que se actualizan en los testimonios de la violencia. Por ejemplo, pienso en la figura de foras- teros o errantes que se desplazan no solo por los Andes, como sucedía con Guaman Poma o con el niño Ernesto de Los ríos profundos (1986 [1958]), sino que lo hacen entre distintas instituciones y diferentes memorias. Así sucede con Lurgio Gavilán Sánchez, un niño quechuaha- blante que fue senderista y luego soldado, y que ingresó más tarde al sacerdocio y, finalmente, se graduó como antropólogo para, finalmente, regresar —como todo mi- grante— a las sierras en búsqueda de su ayllu. Forasteros, danzantes, tempestades andinas, encuentros de Cajamar- ca son escenas que, como toda matriz, se repiten y se reproducen en la memoria cultural de los Andes.
    Otra cuestión que emparenta el testimonio de la vio- lencia con la propuesta arguediana es la poética que sub- yace en su producción: las distinciones entre literatura y etnología resultan, más bien, diferencias disciplinares trazadas por la academia; diferencias que han abonado la incomprensión de los intelectuales coetáneos a la obra de Arguedas, tal como sucedió en el conocido debate en torno a Todas las sangres (Rochabrún 2011). En esta oportunidad, solo recordaré que tal distinción es solo eso, disciplinar, y no corresponde a la propuesta ni a la praxis de Arguedas, en la que etnografía, periodismo y literatura se hallan imbricadas. De allí, la dificultad de los intelec-tuales coetáneos a Arguedas que entienden su obra como sociología y no como literatura. Pero, de allí también que Arguedas nos acerque a esa explosión del lenguaje que yuxtapone español y quechua, y a esa mirada poética que conduce a la visión de mundo de los Andes, su ternura, sus cuidados, sus quiebres y sus dolores.
    Aunque podría continuar con otros problemas y resul- tados de estos abordajes, enunciaré una última matriz que, entiendo, vincula la tradición de la narrativa de los Andes con el testimonio andino: la inclusión de la imagen para tramitar aquellos dolores que la palabra no logra decir. Se trata de aquel discurso chillón (Quispe-Agnoli 2016) que la palabra escrita no logra traducir: son aquellos dolores, llakis o recuerdos penosos que solo pueden decirse en las imágenes o a través de la materialidad / corporeidad (Theidon 2009 [2004], Campuzano 2023a), como sucede con los dibujos de Guaman Poma en la Colonia o el canto de La teta asustada en la contemporaneidad. Entre las producciones testimoniales del siglo XXI, entre fotogra- fías y cómics, tablas de Sarhua y arpilleras, se destaca el testimonio producido por Edilberto Jiménez Quispe, quien, al recorrer Chungui, recupera los testimonios de los campesinos: el retablista opta por dibujar, de modo colaborativo con los informantes, los vejámenes sufridos; al tiempo que los relata de modo escueto y urgente a tra- vés de la palabra escrita. En este proceso de traducciones y mediaciones, Carlos Iván Degregori se convierte en una especie de letrado solidario (Achugar 1994, Campuzano 2023b) que, al igual que con Lurgio Gavilán Sánchez, estimula la producción de Edilberto Jiménez y, con esta persuasión o este apremio, promueve su institucionali- zación. Luego, esas escenas trazadas y narradas, a las que el propio Jiménez Quispe emparenta con la crónica de Guaman Poma, son traducidas a la corporeidad y la materialidad de los retablos que se convierten, así, en cajas de memoria.

IV. LA ESCRITURA-RETABLO. HACIA UNA CLASIFICACIÓN DEL TESTIMONIO ANDINO

Entre las figuras matrices de forasteros y danzantes sin memoria, entre las producciones culturales como las arpi- lleras de Mama Quilla (Bernedo Morales 2011), bordadas por las mujeres desplazadas, los cómics o las fotografías de la CVR, que introducen la materialidad de las memo- rias, me interesan, en especial, los retablos. Los retablos son aquellas cajas viajeras o San Marcos que, desde la Colonia, se han desplazado como objetos religiosos que acompañaban a los viajeros; luego, a mediados del siglo XX, se convierten en elementos de arte popular que dan cuenta de las costumbres en los Andes; hasta transfor-marse, a fines del siglo XX y principios del XXI, en cajas ataúd y en cajas de memoria (Ulfe 2011), que narran los vejámenes cometidos durante el conflicto armado.
    Sin duda, los retablos recorren caminos en los que se reúnen, desde hace tiempo, una forma compositiva de la escritura de la tradición indigenista y sus imagina- rios andinos. Así, pues, sucede con Gamaliel Churata y su disruptiva novela El pez de oro. Retablos del Layqa- kuy (2011 [1957]), esto es, el libro del brujo. En ella, el formato del retablo resulta una matriz compositiva: un conjunto de textos escritos por un brujo de la palabra y que, aparentemente inconexos o desconectados entre sí, se vinculan constituyendo una unidad heterogénea (Ayala 2011), al tiempo que ponen en diálogo el archivo indíge- na y el europeo. Otro tanto sucede con Manuel Scorza, quien, en cierta forma, con la Pentalogía de La guerra silenciosa, nos acerca a una matriz compositiva similar a los retablos. Scorza habría planificado un proyecto de escritura que quedaría inconcluso a causa del fatídico accidente aéreo de 1983: estaban previstas las escrituras de Los pétalos de la quimera, que pondría en jaque, a través del soliloquio de un loco, la historia oficial del pueblo latinoamericano, y Retablo ayacuchano, que se encargaría, particularmente, de Sendero Luminoso (Gon- zález Soto 2009). De esta forma, el autor continuaría su indagación sobre la violencia en los Andes.
    De la misma manera, me resulta especialmente signi- ficativa la relevancia de la obra etnográfica de José María Arguedas que, tanto en Formación de una cultura na- cional indoamericana (1989 [1975]) como en Señores e indios (1976), se ocupa de registrar, entre diversos obje- tos del arte popular, los desplazamientos de los retablos y de sus autores mestizos: del retablo mágico o religioso con “aires de brujería” al retablo mercantil que da cuenta de lo profano. Para Arguedas, el retablo tiene valor es- tético y resulta una pieza documental y etnográfica que insiste en algunos temas que le interesan como sucede con las piezas que retratan a los danzak que bailan con un conjunto de arpa y violín (253). El retablo —destaca Arguedas, cuando refiere a la obra del retablista Joaquín López Antay— resulta en sí mismo testimonio y fuente de tradición:
está allí el conjunto de su obra que es un testimo- nio y una fuente de inspiración que solo puede ser eficaz para quien de veras posee talento creador y no se ha desvinculado de las fuentes de la tradición (254).
    Asimismo, no debemos olvidar los testimonios de corte etnográfico que recogen, precisamente, las historias de vida de dos retablistas emblemáticos: por un lado, la de Joaquín López Antay en Don Joaquín, testimonio de un artista popular andino, de López Antay y Razetto (1982); por otro, la de su discípulo, Jesús Urbano, en Santero y caminante, de Urbano Rojas y Macera (1992).
También podría mencionar otras producciones cultu- rales recientes como la novela Retablo (2004) de Julián Pérez Huarancca, en la que se cruzan la historia fami- liar y la social atravesadas por la modernidad, la letra y la violencia; o el filme Retablo (2017) del director Ál- varo Delgado Aparicio que relata la estigmatización y la violencia de género en los Andes. Estas produccio- nes contemporáneas abordan las diferentes formas de violencia que sufren las comunidades andinas como tam- bién dan cuenta de una diversidad de subjetividades que continúan con otras luchas concernientes a la memoria.
    Son varias las producciones culturales y estéticas que refieren a las diversas violencias recientes en el Perú a partir de la recurrencia del objeto retablo, al que hallamos referido tempranamente en la obra de Gamaliel Churata, el proyecto escriturario inconcluso de Manuel Scorza o la producción etnográfica de José María Arguedas. En- tiendo que el retablo ayacuchano, imaginado y diseñado en los proyectos churatiano, scorziano o arguediano, y que aparece luego recurrentemente en otras propuestas, puede entenderse como otra matriz, esto es, un elemento del pasado que se actualiza en el presente, al tiempo que resulta un dispositivo cultural o una poética del duelo (Vich 2015) que permite tramitar los duelos personales y colectivos.
    En el caso del testimonio andino de la violencia, en- tiendo que el dispositivo retablo resulta altamente pro- ductivo porque, además de los múltiples desplazamientos que ha vivido en sus funciones y significaciones durante la historia de los Andes, posee una singular potencialidad narrativa o secuencial que permite contar los testimonios de las víctimas de la violencia. Pero, también, posibili-
ta trasladar esos relatos de la oralidad a la escritura y al trazo del dibujo, para luego traducirlo en la materia- lidad de los objetos-retablos en las muestras de arte y en los documentales audiovisuales. En mi caso, incluso, este dispositivo me permite pensar en una clasificación del testimonio andino como una escritura-retablo: una secuencia de palabra, trazo e imagen que, como los com- partimentos de la caja-retablo, me posibilita describir un nuevo abanico de testimonios canónicos, testimonios letrados o autobiográficos, testimonios performáticos y cuentos de guerra que migran trasnacionalmente.
    Un corpus heterogéneo de textos testimoniales re- quiere una nueva forma de clasificación y, a su vez, nos conduce a buscar, como el ángel de Ocongate, el sitio de donde proviene, el ayllu al que pertenece, la silueta au- sente y el contorno de su memoria. Hay, en el testimonio andino, matrices culturales, por cierto, que lo emparentan con la tradición del testimonio canónico de Casa de las Américas, pero también —y sobre todo— la filiación se traza con la producción ancestral de los Andes: figuras matrices como los forasteros y las tempestades; miradas que yuxtaponen poesía, andinidad y etnología; imáge- nes y materialidades que convierten el testimonio en una escritura-retablo en la cual se tramitan diversas versiones de la memoria, y a partir de la que el errante halla el contorno de su figura alcanzada por el rayo.

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1 A propósito de las comunicaciones entre los diversos elementos de un heterogéneo sistema literario latinoamericano, Beatriz Sarlo dice: “¿Cómo podemos hacer para llegar al sistema literario complejo? En una sociedad están funcionando al mismo tiempo elementos que son pertenecientes al sistema popular, al sistema culto, elementos que vienen de sistemas anteriores, elementos que anuncian los posteriores,page7image11712320
Campuzano, La escritura-retablo y el danzante sin elementos residuales. Además, yo creo que están en comunicación. [. . . ] lo que a mí me preocupa es cómo pueden quedar representados de algún modo, cómo el espesor del funcionamiento de la literatura en una sociedad puede quedar representado” (citado en Pizarro 1985: 19-20).2 En esta ocasión, no pretendo hacer un recorrido por los numerosos e inagotables debates, argumentos y contraargumentos, de la crítica y la teoría de los años 80 y 90, que tuvieron, además, una localización clara: los académicos hispanos radicados en Estados Unidos. Se trata, en ese caso, de realizar una tarea metacrítica, que excede los propósitos de esta propuesta. Me interesa, más bien, centrarme aquí en la identificación de las matrices culturales del testimonio y sus múltiples actualizaciones en la contemporaneidad3 Para proponer esta clasificación, parto de una distinción previa entre testimonios canónicos y letrados que realiza Rossana Nofal (Nofal 2002) cuando aborda los testimonios de la violencia política en el Cono Sur.4 Este dato me fue sugerido por el sociólogo Emilio Crenzel, autor de La historia política del Nunca Más. La memoria de las desapa- riciones en la Argentina (2024 [2008]), en octubre de 2024, durante el I Workshop Internacional “Memorias en conflicto: Tucumán, el diseño del archivo y el cuento que contamos”, llevado a cabo en la Universidad Nacional de Tucumán.5 Entiendo los retablos como cajones de memoria a partir de la con- sabida propuesta de María Eugenia Ulfe: “Los retablos que muestran temas de violencia son obra de un conjunto de acciones que se re- presentan en los pequeños compartimientos en los que se divide la caja. Es una forma de narrar eventos que ocurren en simultáneo, al- go así como un cronotopo, donde espacio y tiempo se enlazan para narrar una historia. [...] los retablos son, efectivamente, uno de esos espacios en los que la memoria es el resultado de las vivencias del retablista, la investigación, la conversación con los familiares, ami- gos, compadres, vecinos e intelectuales. Es la memoria basada no en las fuentes oficiales, sino en las fuentes orales y escritas: proviene de canciones, cuentos, noticias, interpretaciones de hechos reales, rumores o eventos globales. En los retablos, la memoria colectiva se entremezcla con las creencias populares y los eventos históricos” (Ulfe 2011: 182-183).

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