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Bryce y la liturgia del lenguaje/ capitulo 12 de Escritos Mitimaes




BRYCE Y LA LITURGIA DEL LENGUAJE

Después de mucho tiempo me vuelvo a reconciliar con Lima. Ha sucedido de una manera inesperada a causa de Bryce. Lo oí mencionar en Ann Arbor a Don Rodrigo, un cuentista paraguayo. De vuelta a Manhattan lo primero que hice fue dirigirme a la librería Macondo para mandarle unos libros. Veo las dos últimas novelas de Bryce; unos ladrillos gordos que me hacen dudar un poco, y al final me decido por los cuentos completos del mismo Bryce y la última novela de García Márquez, Del Amor y Otras Locuras. No pude aguantarme y me he leído ambos libros. Mi deuda con Don Rodrigo queda pendiente, y creo que al final será uno de los ladrillos. De la novela de García Márquez me queda la imagen clara de Sierva María con los pelos que le empiezan a crecer resplandecientes al momento de morir de amor. Esos pelos irían a alcanzar, unos siglos más tarde, unos veintidós metros de largo en el cementerio del convento de las clarisas e inspirar unas hermosas páginas. Pero creo que en este momento, a la lectura de Márquez sólo le toca el plano del placer lúdico. Otra cosa me ha sucedido con Bryce. Esos cuentos primeros, que son más bien viñetas de un joven adolescente, rico y desclasado que anda por las calles, bares, burdeles, parques, cines, tranvías, colectivos y fantasías de una Lima de hace veinte a treinta años, me han tocado el alma. A través de ellos puedo reconocerme como un adolescente que también viajaba al centro en busca de colegialas, y que aprendía de a pocos la jerga criolla del amor, del humor, y las confrontaciones. Es sorprendente la forma en que el lenguaje nos retrata y define. Si bien es cierto que la ciudad de entonces, al igual de la de ahora, está trazada por profundas divisiones de clase que se reflejan en diversos registros del habla, es igualmente cierto que hay un tejido que une a todos estos registros, como si el lenguaje de la calle, de lugar público y la irreverencia, fueran más democráticos de lo que quisiéramos creer. Por eso mismo, un escritor andino puede también reconocerce en las palabras de un escritor limeño de la alta burguesía. No todo son divisiones. Al contrario del espíritu crítico, la literatura nos reconcilia con niveles muy profundos. Porque Bryce parece usar la reproducción del habla cotidiana para entrar a un nivel más profundo en la psicología del Limeño. De esta forma es que Manolo, quizás el alter ego de Bryce, ve con ojos de rico que quiere ser pobre, un paisaje humano de seres que están al borde de la soledad cósmica, del deseo banal por la carne femenina, de la huachafería de las apariencias, con un humor no solo gris y limeño, sino humano, muy humano. La Literatura reconcilia. Para mí, que en los últimos años he hecho un esfuerzo teórico por definir un espacio cognitivo andino postmoderno, distinto al espacio cultural limeño, la lectura de Bryce ha sido una revelación. Si los deslindes conceptuales son necesarios, es más necesaria la certeza de saber que todos pertenecemos a la misma humanidad contradictoria. Tal vez los críticos tengan mucho más que decir sobre la obra de Bryce, pero para mí lo importante es el nivel del reencuentro con la voz no solo de alguien con el cual estoy seguro que no comparto muchas opiniones, sino también de un treinta por ciento de la población peruana. Por último me toca decir que es loable la actitud de Bryce en defensa de los derechos humanos en momentos en que el actual “bienestar” peruano se afianza, gracias a un olvido forzado o conveniente, de la muerte del prójimo. Gracias wayki, gracias Don Rodrigo.

Harlem, 9 de agosto de 1995

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