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Chacho en el horizonte. Juan Cristobal

Se cumplen diez años de la desaparición de Cesáreo “Chacho” Martínez, poeta nacido en en 1945 y desaparecido un 27 de enero, a mitad de la mañana, y parece que fuese ayer cuando conversábamos en la esquina del parque Fraternidad, en San Miguelito, donde vivió un buen tiempo, cerca de mi casa, donde me contaba que a los 19 años terminó sus estudios secundarios y que llegó a Lima en 1964, pensando que en las calles también crecían naranjas y palomas. Chacho, me pareció un ser permanentemente lanzado al infinito, por eso vivirá por siempre en el horizonte de nuestras vidas. Y motivos y razones no le faltan. Un hombre que vivió explosivamente y que murió de la misma manera, pensando, tal vez, en las cinco y múltiples esperanzas que tiene esta vida para entregarnos a ella a pesar de sus oscuridades y desgracias. Alguien que nació en Arequipa, en Cotahuasi, mirando los cóndores del Colca, y que fue y es a esa tierra lo que el viento es a la naturaleza y a la cultura de nuestra patria. Que le impacientaba las injusticias contra los más pobres y humillados de su patria, que apoyaba con su propia vida los paros y las huelgas de los trabajadores del país (y no de una manera coyuntural), que era un digno inmigrante y no un simple emergente (como lo demuestra su conmovedor y desgarrante libro “El sordo cantar de Lima”, tan poco comentado y que hoy debería ser una lectura obligatoria para los partidos o militantes de izquierda, que conocen tan poco este sector), que estaba atento a los latidos de la realidad y de la vida cotidiana y de sus amigos, alguien que cuando miraba de costado y se sonreía con una cierta carga de ironía era un peligro inminente, pues podía explotar volcánicamente para rebatir los argumentos que no consideraba dignos del adversario, alguien que no era un cantor, pero que cuando se le encendía el cielo de sus ojos y las nostalgias de los recuerdos nos podía entregar las melodías más tiernas y amorosas de alguna canción andina, no se puede olvidar tan fácilmente, porque su poesía y su vida no se callan. Nuestra amistad duró años, tuvimos muchas jornadas de lucha y de contradicciones (jamás de alejamientos), de lecturas de poemas, de hablarnos sobre nuestros proyectos literarios y personales, de nuestros amores escondidos y muchas veces rechazados, de beber eternamente algunas cervezas en el día o en la noche, en el mar o en algún pueblo joven o en alguna esquina clandestina o casi innombrable con las fieras más terribles del planeta, no puede desaparecer, así porque así, del sentimiento de nuestros días, del calor de nuestra memoria, de la realidad de nuestras entrañas. más aún, cuando alguna vez convenimos, después de una pequeña pero intensa duración, que morir era vivir más tiempo y mejor, a pesar del tiempo invisible de la desaparición. Era, tal vez por eso, que en la presencia inaugural de un Año Nuevo, a las 5 y media de la mañana, como diría el angelical García Lorca, en presencia de Hernán Alvarado y de un árbol frondoso y lleno de años arrugados, nos dimos un beso de amigos y la gente que nos vió (siempre tan mal pensada) creyó que estábamos actuando para una película norteamericana, cuando solamente era una escena para “Pasaron las grullas”. Como no recordar, antes de su partida, que presentó una antología mía y que me dio a leer su último libro (que nos costó tanto publicarlo por las tantas absurdidades de la burocracia del ministerio de educación y de algún otro organismo fantasmal), que, lastimosamente, los críticos o reseñadores culturales tampoco lo han comentado, que lo han ignorado de la manera más innoble posible no sabiendo lo que se pierden y lo que hacen perder a los lectores. Cómo olvidar las parodias que hacía del tío “frejolito” y de los líderes de la izquierda cuando no querían llegar a la toma del poder y cambiaban, en cada acto electoral, un nombre de la consigna central. Como recordamos, la consigna central de la Izquierda Unida en su primer momento era “Por el camino de Mariátegui, Luis de la Puente Uceda y Guillermo Lobatón”, para al final quedarse sólo con el nombre del Amauta. De Chacho se podrían contar innumerables anécdotas e historias, porque fue un hombre lleno de vida y de amistades, por ejemplo con el inolvidable Paco Bendezú, cuando viendo alguna película en el cine o en la TV o algún hecho de la vida callejera, hacían frases poéticas o irónicas que el otro terminaba y empezaba, para que el otro volviera a terminar y empezar. Como olvidar su amistad entrañable con Juan Ojeda, el mejor poeta del 60 para acá y para allá, con Alfredo Portal, el temible bucanero navegando permanentemente por los muelles de Lima con su querido Volks Wagen, con Rosina Válcarcel, la cual recibía infaltables llamadas cuando su recuerdo le llegaba con las estrellas de la noche, con Patricia del Valle, la del andar y hablar pausado como tratando que jamás termine el día y una de sus musas predilectas, con Walter Tinta, el geólogo de nombre imborrable. Como dejar de mencionar a su hijo, Agustín, a quien amaba como sólo un hombre parado en el corazón del horizonte puede amar al que lo va a proseguir, de alguna u otra manera, en este paraje duro de la existencia. En fin, también podríamos hablar de los fantasmas, de las dudas, interrogantes que le recorrían sus recuerdos y la piel maltratada de su patria, materia prima de su ardorosa poesía, pero eso será para un próximo homenaje, cuando el otoño, el glorioso otoño de siempre, nos haya hecho pisar el palito herrumbroso de sus días y estemos en el sinfín del paraíso de la buena o mala suerte, pero con generosas amistades, y no importa si con desenfrenadas y celestiales compañías. Juan Cristóbal

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