Apu Runko
“Ya va venir el día, ponte el alma…”
C. Vallejo
De: Alejandro Medina Bustinza - Apurunku (Publicado en 1991 )
I
Despejada la mañana. El viento y la helada de junio resucitaban perezosamente conforme el sol, y un orgasmo incendiario iluminaba toda Laymipampa. Toda una delicada seda blanquísima nube cubría la campiña, como evaporando el agro del paisaje. Poco a poco la tarde fue devorando el encendido día, con retintas nubladas y negras. Mi cuerpo se sentía adormecido.
Empezaron las ventoleras a cuchichear sus torbellinos con los montículos y cuencas, anunciando una inesperada tormenta. A lo lejos, tras el horizonte relampaguearon los primeros estruendos de los rayos. Yo, Virginiacha, sin perder tiempo arreé pues mis primeras ovejas que se hallaban entre los arbustos. Llamé a todas haciendo ademanes de peligro, nombrando a los zorros, pumas, aqchikuna (gavilanes).
Los ovinos comprendían el lenguaje de la pastora. La lluvia venía chasqueando por las faldas de las montañas, azotaban las praderas de Maqmapampa y Cerromina. Bajaba esquivando vientos, eludiendo a las malezas, a los llawllinkus. La lluvia aparecía en columna, como loros en tiempos de cosechos, chicoteando a su gusto por encima de Apu Runko y Azul Qaqa. Ella, ya no distinguía a los animales. No podía permitir que sus ovejas quedasen estancadas. Por fin bajó al camino grande de Qawiña que le llevaría hasta el pueblo de Condeamina que se hallaba a un kilómetro de distancia.
Corría y corría por el camino pedregoso, sujetando su pallay lliklla con una mano, y con la otra su sombrero. En la carrera apresurada, el ventarrón le arrebató el sombrero. La prenda cayó al fondo del abismo de Vishkachanik. En eso pues, angustiada, traté de rescatarlo deteniéndome al borde del hondo precipicio. Un amargo remordimiento me hizo pues recordar, que una mujer andina y soltera, jamás por jamás debe desprenderse ni perder prenda alguna. Yo Virginiacha, comprendí mi infortunio. Tomé valor decidiendo dejar la prenda y regresar al día siguiente, a primera hora y recuperarla.
La tarde avanzaba y oscurecía cada vez más. Las ovejas aun corrían por mi delante desapareciendo del camino. Corrían a cubrirse de las granizadas que empezaron a caer como hondeadas desde los cielos. Yo también seguí corriendo, crucé por Tunaschayuq, y Atun Rumiyuq. Al pasar por Kankawpata donde había un hoyo enorme, precisamente servía para guarecerse de las lloviznadas, al llegar lo ignoré, no me detuve, apurada como estaba de llegar pronto a mi casa. Granizadas, rayos y lluvia torrentosa eran de quienes tenía que escaparme, dejando atrás a mis ovejas.
Al llegar a la quebrada de Qarqanta, último obstáculo para arribar al pueblo, alcé la mirada hacia el cielo; entonces, ¡Oh Dios…! mis ojos tropezaron con decenas, o tal vez con cientos de aves gigantescas aleteando por el aire, quienes descendían amenazantes desde arriba de las quebradas. Reconocí que no eran cóndores ni aqchikuna. Aquellos extraños rapaces tenían aspectos horribles. Parecía retazos de trapos viejos volando alocados y amenazadores. Cada vez más cerca de mi vista, llegué ver sus garras enormes y afiladas; sus colmillos grandes y desproporcionados a sus cuerpos. Definitivamente no eran del lugar ni conocidas aves antes vistas por mis ojos. Más parecían bestias gigantes con sus cabezas de zorros hambrientos y sus alas de murciélagos. Yo, asustada y sin poder comprender, decidí seguir mi camino con bastante prisa. Pero la cosa no quedó ahí. Mis ojos se abrieron de espanto y de mis labios chorreando las aguas de la lluvia, no pudieron pronunciar palabra alguna, solo exclamé:
― ¡¿Jesús María José… qué es esto…taytallay tayta…mamallay mama…?!
Mis piernas, todos mis huesos quisieron doblegarse, pero resistí a pie firme. No lograba ni podía comprender lo que mis ojos veían. Hasta el río por donde tenía que cruzar estaba cargado y bajaba amenazante, arrastrando enormes masas de aguas turbias. Y claro, bien sabía que no era la época de tormentas, rayos, ni mucho menos de huaycos. Entonces harto sabía también que la acequia debía permanecer seca y muda. Pero lo más espantoso y para no creer, eran que de pronto sus aguas tenían un intenso color rojizo, espeso y pegajoso, como si fuera la misma sangre.
― ¡Es sangre, yawar mayu es (río de sangre) …! ― exclamé desesperada.
El líquido hervía con la característica bullanga del arrasar de los huaycos. Parecía, como si en las quebradas arriba hubiesen degollado cientos de ganados, porque furioso bajaba el río rojizo. Retrocedí espantada, cada vez más las aguas crecían. Golpeaban violentos a las rocas, a los tunales y waranqukuna, arrancándolos desde sus raíces. De pronto las aguas salieron de su cauce; me desprendí de la lliklla que sostenía, retrocedí despacio con cierta astucia y miedo, pero las aguas invadieron el camino arrastrándose, como culebras en celo, y dirigiéndose hacia donde yo estaba. Tomé valor, di media vuelta y sin perder tiempo corrí hacia el hoyo de Kankawpata, que hacía rato había despreciado. Pero ahí también me esperaba otra sorpresa:
― ¡También aquí hay sangre…! ―voceé gritando.
Efectivamente, allí igual se había formado otro río de sangre y, en gigantes oleadas venía a devorarme. Vi asimismo a mis ovejas en medio del charco, siendo arrastradas. Di media vuelta para escapar, pero el embalse desde Qarqanta venía cubriendo el camino. Quedé bloqueada en medio de la torrentada. Por abajo, el abismo oscurecía en montes profundas. Por arriba las peñas eran negras, elevadas y enormes. Cerré los ojos y los abrí por último hacia Apu Runko, montaña sagrada que se elevaba al frente mío, arriba del pueblo Capaya pasando el río grande. Levantando los brazos junté mis manos en puños mientras la sangre caliente y espesa abrazaba mis muslos hasta morder mis senos. Es entonces cuando empiezo a gritar:
― ¡Qanras…qanras… qanras… Ay taytay Apu Runko…ampárame en tus brazos...! (1)
― ¡Yaw virginiyacha…yaw ñiñachay…yaw mamay, dispierta pues flujonaza.! (2) ¿Qué te pasa pues…qué gritos son esos…dispierta pues ñiñachay, achachaw por diosito, mi niñachay está sudando duru…despierta pues niñachay…!
Era la voz era enérgica, sonora, pero cariñosa. Mis gritos la habían alarmado. Las palabras las sentía venir como desde lejanísimas latitudes, entonces desperté violenta, sudorosa y reconocí la voz de mi abuela mamay Julia, quien sentada al extremo de mi cama me jaloneaba, tratando de despertarme. Yo había estado soñando.
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1 ― ¡Cochinos…sucios…cochinos… ¡Oh padre Apu Runko, ampárame en tus brazos!
2 – ¡Oýeme mi querida Virginiaaa, óyeme mi niñita, despierta mi linda mamita…!
II
Cierto, Virginiacha había soñado, qué duda cabía. Tan de pronto estuvo enteramente despierta. Levantó su medio cuerpo sentada en la cama dejando al descubierto, sobre su pecho, sus dos hermosas torcazas color canela, mientras en cascada arrebatada caían sobre sus hombros, manojos de cabellos azabache, color noche. Sus ojos achinados en confín de almendras, permanecían lagrimones. Temblorosa y afiebrada, acomodó las frazadas con ayuda de la abuela. Divisó la habitación. En un rincón las herramientas de su padre descansaban y reverberaban a la luz del mechero. Esta luz dejaba apreciar su bello rostro color canela y finamente delicados de sus labios, tono achanqayra. Su voz permanecía apagada. Estaba ida. El mechero derramaba la luz y el humo negro elevándose para perderse, por entre las aberturas del tejado. La abuela la tomó de su cabeza, con infinita ternura la trajo hacia su pecho clamando el retorno de su calma:
― ¡Ampuy…ampuy…ampuy…! (2)
La Virginiacha, poco a poco fue recobrándose. Definitivamente había sido una de las tantas pesadillas que últimamente se le habían presentado. Recobró la serenidad; sintió en lo más hondo la vuelta del ánimo y abrazó a su abuela, como cuando de niña buscaba protección y amparo. La anciana, que sabía bien de estas cosas, la estrechó fuertemente entre sus huesudos y cálidos brazos.
― ¡Ay mamachallay…horrible ha sido pues mi sueño…parecía de verdad…! ¡Ay mamay… ¿Por qué soñaré así…?
― Cálmate numás ñiñachay…ha sido suiñu numás ― respondió la abuela― ¡A ver … cuintame pues tu suiñu ñiñachay…!
Virginiacha empezó a contarle detalladamente, mientras a carrera se acercaba la mañana con los bulliciosos cánticos de pichinkukuna y Kikireos de los gallos anunciadores de las madrugadas. Afuera, Los voceríos y las primeras pisadas de los comuneros empezaban a transitar. La abuela mama Julia, entonces, apagó el mechero, mientras escuchaba con atención los sucesos de la pesadilla de su nieta, como buscando en cada palabra algún mensaje misterioso que pudiera aclarar su significado.
Era fácil para ella interpretar, sabía, por los años y los dones proféticos que le había dado la naturaleza y por los conocimientos colectivos recibidos de su comunidad. Bien sabía: cuándo habría que sembrar, qué parte de la tierra era más fecunda. Pronosticaba la llegada de la lluvia, como de las cartas o mensajes por llegar a la familia, enviado de algún pariente o amistad distante, con solo mirar las actitudes de los becerros e insectos. Muy bien conocía también por qué las casas de los comuneros quedaban en los lugares más altos de las punas y, en los valles, en las pampas, solo de los hacendados. No en vano venía cargando sus ochenta cosechas y un día.
Terminó la nieta de contarle su sueño. La vieja Julia, aun sentada al borde de la cama preparada, sobre unos pellejos y mantas de pura lana, con su gesto afligido hizo una morisqueta, a manera de rechazo y, a la vez de ruego, levantando las manos hacia las direcciones de los principales cerros sagrados de su entorno y apartados, exclamando decía:
― ¡Ay…Apu Qarwarazu, Apu Runku, Apu Kuqchi, Solemina, Apu Marka… ¿Qué destino fatal espera puis a nuestro pueblo…? ¡Acaso no es puis suficientes vivir olvidados, sufrir sequías, pasar hambre, soportar infirmidades…incima nomás puis nos han quitau nuestras tierritas los platudus de la minería…!
― ¡Ay mamapacha sunqunpi taytaykuna, ampáranus puis de más disgracias! ¡Ampara puis a mi niñachay…malaya es pues yawar mayu en sueño…! (3)
La abuela acabó la oración añadiendo el padre nuestro en runa simi. Sus palabras hecha plegaria, se difundieron por toda la casa y parecía, como si ellas bajaran hasta hondos inicios de las piedras enclavadas, para luego subir sus elevados en las alas de los cóndores por los caminos y ríos, hasta llegar a las alturas, arriba, convirtiéndose en cordilleras y punas. El eco portentoso y en espiral, se extendía como el retumbo de las campanadas de María Angola del Qosqo, descendiendo hasta el mismo corazón de la tierra, para luego elevarse y clavarse en las extrañas de los cóndores. Afuera trinaban en competencia armónica, los piskalas y tinkis diminutos, los chiqollos traviesos, todos ellos revoloteaban por los tejados de las casas.
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(2) ― ¡Regresa…regresa tu alma!
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(3) Padres míos que estás en el corazón de la madre tierra (…) mala suerte es río de sangre en sueño.
III
La hermosa Virginiacha comprendió perfectamente las plegarias de la abuela. De pronto recordó que sus padres habían viajado a la capital de la provincia para provisionarse de víveres, llevando para ello a sus dos mejores carneros y venderlos.
― ¡Ay mis taytas, no les habrán pasaw algo…! ¿Por qué estarán demorando tanto en regresar? ― Exclamó Viginiacha ― ojalá no les sucedan nada malo.
― Cálmate sonsachallay (4) ― corrigió la abuela ―tus taytas saben cuidarse, por iso puis han ido los dos, Siguro demoran haciendo trabajos en Chalhuanca. Sabes bien que tu padre es bien honraw y trabajadur. Siguro lean contrataw de peón algún vicino conocido.
― Sí pues mamachallay, ojalá sea así ― respondió Virginiacha ― Pero sucede repetidas veces, esos señores que dicen llamarse de buenas familias y vecinos principales de Chalhuanca, abusan de la gente del campo. Los hacen trabajar duro, dos, tres semanas, hasta varios meses. Luego ni le tratan bien, ni le pagan completo. Algunos engañan con promesas de buen jornal; eso sí, rapidito nomás les dan de gustar bastante trago. Alcohol barato, eso sucede, yo pienso eso hacen como forma de hacerlos olvidar y embrutecerlos cada día y para luego volverlos deudores. La poca comida, pero con palabras bonitas enamoran al campesino, que, sin darse cuenta se hallan encadenados―si pues, han sido siempre así esos vicinus principales siempre nos han tratado de indios, cholos, afuirinos ― reafirmaba la abuela.
― ¿Recuerdas mamay Julia, don Nicanor, los maqtazos Pantacha y Octaviocha, por esos señores ganaderos fueron acusados de ladrones? ― Continuaba Virginiacha con sus preocupaciones, hablándole a su abuela con la mayor evidencia de casos sucedidos.
―Cómo no recordarlos, sí, ellos son pues los mismos ganaderos quienes vienen siempre a comprarnos nuestros toritos. Ellos ponen precios, nosotros aceptamos nomás por necesidad. Total, lo vendemos como a ellos les convienen. Esos mismos ganaderos les habían ofreciu ganar bastante plata arreando a los toros. Dicen, al llegar a Acobamba se emborracharon los ganaderos con harta cerveza. Y luego…luego, dicen, se les perdiu plata y dos toros han muerto corneándose. Todo, todo les han echau culpa a los peones.
― ¡Pero ellos mismos se los han gastau tomando cerveza! ― decía la abuela.
― Seguro pues mamay ― recalcaba Virginiacha ― Así son pues, les echan culpa a los peones. Así con mañas actúan. Nuestros paisanos van a reclamar a la comisaría, pero los guardias son conocidos de los ganaderos, no les hacen caso. Si van al wiraqocha juez o a la prefectura, peor es allí. Casos se han visto que estos qanras ganaderos han puesto escrito denunciándolos por robo y difamación. Tal es el caso de taytalla don Nicanor y sus amigos. Hasta ahora, dicen, están en cárcel.
― ¡Supay kanras…! (5) ― Añadía la abuela maldiciendo a los hombres y a las autoridades que pisoteaban las leyes, los derechos, tan impunemente ― Por ahí nomás he escuchau hablar a tus taytas que van a pedir préstamo al Banco Agrario, dicen que apoyan a los agricultores, pero sin interés. Gobierno a ordenau para campesinos agricultores. Con eso puis ñiñachay podimos hacer chakmiyar, nuestro Oqopampa, Rayanniyuq y soltera Q’ompana pata.
― ¡Ay mamay…estás creyendo también cuentos ―interrumpió Virginiacha ― ¡Eso es mentira…! A campesinos ponen muchas trabas. Les he dicho a mis taytas. Seguro no me han escuchau. Porque a los jefes de esos bancos hay que invitarlos algo, cerveza tragan como chanchos cebados. Por eso están pues bien gordos. Nunca vienen a los pueblos del campo a comprobar, ni a las alturas van para ver problemas de tierras.
― ¿No habrá puis esos que llaman ingenieros? ―Decía la abuela.
― ¡Sí hay, bastante…! esos sonsos ingenieros especializados están metidos en oficinas nomás. ¿Acaso alguna vez han veneu a nuestro pueblo de Condeamina…? En cambio, a otras gentes de la ciudad, como en Chalhuanca, Abancay, Andahualas, Coracora, esos que tienen sus grandes negocios, bodegas, tiendas, a ganaderos, a sus familiares de banqueros y vecinos principales, a ellos sí les dan pues al día siguiente, rapidito. Ni siquiera siembran chacras. Los tienen botau, abandonau.
― Con esa plata ponen más cantinas, se compran carros, mandan hacer sus casas en Nazca, Pisco, Lima. ¡Ah… eso sí, también hay que ser partido del gobierno…! Entonces se consigue trabajo en Microrregión, Concejo municipal, hasta para preceptores son nombrados sin ningún estudio de educación ― concluyó Virginiacha con su explicación.
La anciana quedó sorprendida por los argumentos escuchados de los labios de su hermosa nieta Virginiacha. En verdad, ya estaba vieja para saber detalles sucedidos en las grandes ciudades. Sin embargo, ella recordaba muy bien, así había sido siempre con las ciudades capitales. Aun nada había cambiado. Para mejor cerciorarse preguntó a su nieta:
― ¿Cómo puis sabes estas cosas ñiñachay…?
― ¡Ay upa sonq’o mana munana hina…! (6) ― Contestó la joven, añadiendo de inmediato ― ¡Ay mamachallay mamay, ¿Acaso ya olvidaste que el año pasau, la señora preceptora mea llevado a trabajar a su casa en Chalhuanca, y allá estuve por varios meses…? Allí he visto y escuchau muchas cosas. Además, la preceptora no vive bien que digamos; bastante humilde nomás había sabido ser. Tiene una tiendita, vende cositas y también prepara chichicita de jora. Su esposo vende cueros, semillas de papa. Aun así, no les alcanzan, ella me decía que recibía su sueldito como una limosnita que le pagaba el estado. Pero eso sí, nunca mean tratau mal, ni me han cobrau por la comidita, por la chichita que nos tomábamos a veces. Dicen que otros se comportan como malos patrones.
Mientras las conversaciones fermentaban en el interior, desde afueras empezaron a penetrar por las rendijas del tejado, los primeros rayos del sol mañanero. Avergonzadas por la tardanza y la presencia de los rayos del astro rey, en alto, apuradas se levantaron.
Adultos, ancianos y niños de aproximados doscientos habitantes en total, eran quienes residían como pobladores de Condeamina. Todos vivían dedicados íntegramente a la agricultura, algunos pocos a la crianza de ovejitas, vacas y otros a las aves domésticas. A esa hora, empezaban sus preparativos laborales y se dirigían a los inicios de sus jornadas cotidianas. Con mayor razón, puesto que ya se acercaba la fecha de la fiesta patronal de San Juan, fiesta de la comunidad local. Llegarán de visita algunos familiares de las ciudades cercanas y de la costa; habrá mucha gente, músicos, waka puqllay, waka takis, arpas y violines, banda de guerra, danzantes, etc.
En aquel pueblito solo funcionaba una escuelita unidocente, con cuatro primeros grados de educación primaria, atendida con una sola maestra. Los padres que tenían pequeñas posibilidades ― eran muy pocos ― podían enviar a sus hijos a culminar su primaria y secundaria al colegio del distrito, si acaso tenían alguito de sustento. Otros, casi siempre pocos enviaban a sus hijos a la provincia. Y allí terminaban sus esfuerzos. No pasaban de secundaria.
Entonces los tiempos se pusieron difíciles. La mayoría emigraban a las ciudades en busca de mejores oportunidades y seguridad. Los últimos meses se habían convertido en psicosis alarmantes, por los tensos rumores y las noticias que provenían de vecinos pueblos. En verdad, todos estaban sobresaltados. Tenían suficientes razones por los causantes de sus preocupaciones, por cuanto no era costumbre ver cruzar por el aíre, a helicópteros tracatateando sus hélices por los altos del cielo azul. Discurrir por las carreteras a muchos camiones llenos de gendarmes uniformados. Y por lado, los susurros de los comuneros, quienes se decían acerca de grupos armados ocultos que llegaban a los pueblos, reclutando a los jóvenes y matando a las autoridades y campesinos, si acaso no obedecían sus órdenes y prohibiciones.
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(4) Cálmate mi inocente niña (…)
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(5) ¡Diablos…cochinos…! (…)
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(6) ¡Ay corazón sordo que pereces no merecer querido…! (…)
IV
La jurisdicción había sido declarada en zona de emergencia. Por lo tanto, desde la capital del país llegaban de apoyo, las fuerzas militares en defensa de los pobladores de las comunidades campesinas, así decían en sus comunicados las autoridades de las ciudades grandes a través de un noticiero radial, captadas sus ondas transmisoras con ciertas dificultades. Serían apoyos del estado contra un grupo de vandálicos y asesinos, según informadores oficiales. Se levantaron fuertes y escurridizos patrullajes, interviniendo lugares más insólitos y poco creíbles, dejando a los habitantes con sus rostros confundidos, lleno de rarezas y curiosidades, pero en general todos estaban sorprendidos.
Se decían de ¿Cuándo acá el interés del gobierno…? Condeamina era un pequeño pueblo por encima de 3000 m.s.n.m. y, ningún partido político ni gobiernos se habían interesado por aquella comunidad, ni de otros pueblos del alrededor andino. Sus existencias estaban marcadas por abandono, olvido y a sus suertes. Los comuneros suponían que detrás de todo aquello, algo grave estaba sucediendo o va suceder en la zona. Faltaba por enterarse, con mayor claridad, aunque solo llegaban rumores inciertos.
Con el incremento de los informes alarmantes, los temores también acrecentaron. Las malas noticias crecían cada día junto a las sospechas colectivas y, eso trajo decisiones de desplazamientos. Algunos comuneros resolvieron salir de sus lugares hacia las ciudades de Abancay, Cusco, Lima, Nazca. Abandonaron sus casas, chacras, quedando pocas familias campesinas, por cuanto sus condiciones limitadas no les permitían hacer lo mismo, ni tenían a dónde ir.
Una tarde de gris crepuscular, cuando el sol se aprestaba ocultarse tras la montaña sagrada de Apu Runko, arriba de las comunidades de Capaya y Toraya, el maqtazo Grimalducha ― hombre joven y fuerte lleno de sueños e ilusiones ― se dirigía a visitar a su amada Virginiacha.
Él había sido designado por el corazón de ella, como su preferido y amoroso pretendiente, pero solo eso. Grimalducha, había intentado muchas veces, en sus encuentros y juegos, quitarle el sombrero y en otras, cogerla entre sus brazos en medio del suave murmullo de las aguas del río Condebamba. Fue imposible. Ella era la dueña de sus sueños. Ambos se sentían correspondidos. Grimaldo Corpus Ayquipa, ― Grimalducha para los amigos― había ganado la partida entre los jóvenes más pintados de la comarca; era no solo estimado por sus compueblanos, sino también muy querido por todos quienes le conocían.
A pesar de no haber podido concluir su educación primaria, sus acciones de maqtazo laborioso y de conducta correcta, inspiraba mucha confianza y respeto. Además, era muy solicitado por sus destrezas al domar los caballos chúcaros, su persistencia en los trabajos más arduos. Aquella tarde estaba muy contento, recorriendo por aquel camino horizontal hacia la comunidad donde se hallaba la casa de la dueña de sus sueños, a media voz iba canturriando los versos y la melodía de una canción que la había inspirado su amada Virginiacha:
(7) Sandalia sandaliyachay
ñampi sandaliyachay (bis)
maypin tarirqayki
chaypicha saqisqayki (bis)
Obeja obejachay
uywa obejachay (bis)
kanchayman yaykuruspa
manaña lluqsiy munaq (bis)
Grimalducha sabía muy bien que el ánimo de Virviniacha no era el mejor, por cuanto sus padres no estaban con ella. Por eso, esta visita tenía una connotación especial: alegrarla.
A lo lejos, como una nube inoportuna se le presentaba la imagen de Hernancha Trelles, primogénito de don Gonzalo Niño de Gilberto: terrateniente y propietario de muchas chacras y casas en las quebradas, ciudades andinas, también en la costa, en Condeamina y en el distrito. Hernancha, su rival, no tenía oficio conocido, pero sí el rumor de que se dedicaba a negocios turbios. Recorría siempre remontado sobre su brioso corcel, color bayo ― enorme animal de cabalgar, inútil para tareas agrícolas igual que su dueño ― dando aspecto de gran señor gamonalillo; sin embargo, Hernancha cargaba siempre mucho dinero en sus bolsillos. La agente rumoreaba que era producto de su oficio de abigeo.
Comentaban, de su dedicación a la reventa de ganados robados. Lo cual no era raro de admitir, pues algunos campesinos habían optado por este antiguo oficio traído del occidente y, Humbertucha sería la cabecilla. No solo eso, también tendría conexiones con los puestos policiales de las quebradas y con algunos maléficos ganaderos. Pero los rumores eran más graves, si se admite que en las quebradas había aparecido laboratorios ocultos. Porque sorpresivamente, muchos se hicieron de carros, casas y negocios grandes. Por allí andaría Hernancha. A Grimalducha no le interesaba mayormente la vida de su contrincante. Virginiacha lo prefería a él. El asunto iba por otro lado. Hernancha era un hombre que solo buscaba apaciguar sus bajas pasiones de picaflor. Entonces, habría que tener cuidado; tampoco a don Gonzalo de Niño Trelles no le complacería que su querido hijito se casara o tuviera amoríos, con una campesina pastora y semi analfabeta. A los dos, padre e hijo, el pueblo hacía tiempo y siempre los había escuchado decir:
― ¡Cholos brutos…indios…indias de mierda…!
Oscurecido totalmente, con tan solo pocas estrellas en el cielo de Condeamina, y todo el pueblo recogido en sus moradas desde más temprano que de costumbre, la puerta de una casa humilde permanecía, aun con el mechero prendido y entre media abierta su entrada. En aquella puerta sentados sobre unas piedras de forma banquillas, dos jóvenes intercambiaban sus romances, bajo el silencio del límpido cielo, semi estrellado.
― ¡Yaw Grimalduchay… escucha pues…! no puedes quedarte más tiempo aquí. No te olvides, la gente está asustada, se habla pues muy feo de las cosas que están ocurriendo por los pueblos cercanos. Ya anda…corre a tu casa, mañana ya nos vemos otra vez. No quisiera que nada malo te pase.
― ¡Ay urpichallay urpi…! (8) no te preocupes Virgicha, para eso soy pues hombre; además ¿Cómo seguir viviendo con tristezas de mis ojos cuando mirarte no puedo…? ¿Acaso no quieres verme…? Además, tus padres están de viaje y mamá Julia no podrá defenderte de los zorros que abundan por aquí. ¡Ah... también del zorro Hernancha…ja, ja, ja…!
Grimalducha soltó la risa pletórica de gracia, vitalidad y esperanza, mientras sus manos jugueteaban con sus largas trenzas negras, recostando su cabeza en el cálido pecho de su amada. Sorprendida por las palabras ardientes del amado, Virginiacha, respondió:
― ¡Ay upa Grimalducha…! No seas sonso pues, a ese mawla de Hernancha no le hago caso. Además, ya no aparece hace tiempo. Cuentan que anda por Abancay. Pero tú debes cuidarte; he tenido sueños muy feos. Gente habla que extraños caminan por los campos, andan de noche, roban y matan, así dicen. Que no les gustan autoridades, dicen también. Por eso del distrito don alcalde y presidente de la comunidad sean ido del pueblo.
Virginiacha lo miraba como arrobada, intranquila y sus ojos se preñaban de lágrimas ocultas. Sí, sus ojos así revoloteaban bajo el sombrero, olor a capulí, que llevaba puesta y tenía en el cinturón de aquel sombrero suya, enroscada una cinta de colores, en donde aparecían prendidas unas cuantas waytas de claveles y achanqayras rojas. El manto maranganí cubría su cuello oculto entre trenzas azabache, sumiéndola en una exquisita y extraña coquetería.
― ¡No te asustes tanto palomitay…! Todo es purito cuento nomás. Bocas hablan por gusto. Además, la noche, las estrellas, los caminos, las luciérnagas, los ríos, todos son pues mis amigos. ¡Ah el gran Apu Runko no permitiría que más desgracias llegue a nuestro pueblo… tú sabes, él nos cuida…!
Con la mano derecha descubriéndose el sombrero de aletas semi caídas, gradualmente hacia un costado, como señal de respeto y devoción a la montaña, Grimalducha dirigía su mirada hacia aquel gran pico elevado, Apu Runko, el mismo que aparecía en el horizonte, dominante y a la vez misterioso tras el pueblo de Capaya, entre Titankas e ischus, desde donde nacía el río Chalqo de las lagunas de Oqollu Qocha Y Runku Qocha.
― ¡Cierto es pues Virgicha, hay pues bastante maldad en los hombres…! Ayer nomás vi rabiar a don Gonzalo Niño de Gilberto, padre del Hernancha, el mandamás, sus queridos compadres espirituales, mejor dicho, sus compinches: el alcalde y presidente de la comunidad, dicen se han largau llevándose la plata del Rimanakuy, repartiéndose solo entre ellos nomás y sin haberlo considerado a don Gonzalo Niño de Gilberto. Peor será pues a la comunidad, ¿Acaso han entregado siquiera alguito para nuestro pueblo Condeamina?
Diciendo esto, Grimalducha se paseaba de un lado a otro, como un animal acosado por mil púas. Cierto, tenía media primaria mal llevada, pero sabía leer y escribir y ello no era óbice para comprender lo que estaba sucediendo en ese pedazo y doloroso de la patria. Mientras tanto, para nadie era un secreto que desde Lima había llegado camiones y helicópteros y por doquier, se levantaban campamentos castrenses por las quebradas y en algunos distritos.
― Mañana no podré venir― dijo Grimalducha con cierta pena, ― Me ha suplicau taytalla don Leoncio para ayudarle lampear su huerta de papas.
―Yo también iré pues―interrumpió Virginiacha ― ¡A mí también me ha suplicau para llevarles chichita; lampearemos, a ver pues walaychu qari maqtacha, (9) ¡quién ganará, yo o tú… allí quiero verte…!
El maqtazo Grimalducha experimentó sorpresa ante la respuesta y el reto que la joven pasñacha le hacía. Orgulloso pero lleno de contento soltó carcajadas.
― ¡Ja, ja, ja, ja… ¡Ay zamba…ay tumbuschay...! ¡Está bien pues… sonsa Bartola…vas a llorar en medio de las papas…!
― ¡Sonsa será tu abuela por tener un willka más bien Bartolo…! ― respondió ella, poniéndose de pie ― En aquel momento escucharon la llamada de la abuela, desde adentro de su descanso, con su voz ronca.
― ¡Yaw Virgicha… entra, ya cierra la puerta…!
― ¡Ya mamachay, ahorita nomás vengo…!
Él insistió quedarse un poco más, pero ella se desprendió de los brazos de su amado y lo despidió, y así, casi al perderse entre las sombras, Virginiacha irónica y zumbona alcanzó a decirle:
― ¡Bartolo maqtacha… mañana vas a perder, ya verás cómo te voy a dejar…atrasito nomás…!
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(7) Sandalia mi sandalita
mi sandalita del camino(bis)
sitio donde te he hallado
allí mismo te he de dejar (bis).
Oveja mi ovejita
mi ovejita de cría (bis)
entraste a mi pastal
para jamás querer salir (bis)
(8) Ay palomita mía…
(9) Badulaque; irreflexivo, azotacalles
V
Y así, transcurrieron algunas semanas más, desde aquél horrible sueño de Virginiacha. Las noticias malas seguían creciendo. Muchos confiaban, aún, en la llegada de las fuerzas de apoyo.
― ¿Serán mejores o peores de quienes ya conocemos…? ― los comuneros se preguntaban por ratos, acaso refiriéndose tácitamente a los guardias sinchis.
La escuelita estaba cerrada desde hace un buen tiempo; la profesora que allí laboraba no asistía hace varias semanas. Había pedido licencia indefinida. Esto sí que preocupaba a los Condeaminos. Formaron comisiones y fueron a reclamar a las autoridades educativas de la Supervisión de Challwa. Las respuestas siempre eran las mismas:
― ¡Ya enviaremos a un reemplazante… ya enviaremos a alguien…!
Pasaban los días y ningún maestro se atrevía ir. La comunidad estaba muy alejada. Los comuneros querían docentes titulados, porque creían que ellos podían resolver mejor la educación de su pueblo. Querían a un maestro calificado, como fue la maestra anterior, pero maestros titulados había muy pocos y no deseaban ir al campo a trabajar. Solo apetecían estar en ciudades o cercano a ellas. Es una lástima que las universidades e Institutos no formaban docentes para el campo, menos para las alturas, decían algunos comuneros entendidos.
En la capital de la provincia, un maestro jubilado al advertir a los campesinos, reclamando a las autoridades educativas, les indicaba acerca de los problemas de la educación, explicándoles que las formas y contenidos en la formación de los docentes estaban hechas, con prejuicios de ser mejor o peor, solo trabajando en las ciudades y no en las comunidades alejadas, rodeada de ciertas incomodidades materiales pedagógicas, económicas y salud. Los pocos que se atrevían ir, se enfrentaban viviendo en el olvido extremo, junto con los componentes familiares de los niños y demás pobladores del campo.
Los docentes, poco podían hacer, como orientadores y transformadores a través de sus labores educativos. Se sentían impotentes frente a las realidades de enorme abandono y desconocimiento de existencia de los pueblos rurales de parte de los gobiernos, y de sus habitantes campesinos quienes ignoraban la importancia de la educación para sus hijos. Las ajenas metodologías ordenadas desde el ministerio central, las condiciones apartadas y pobrezas de sus pobladores, limitaban las acciones pedagógicas adecuadas de parte de los maestros rurales.
Don Ladislao Enciso Tello, presidente de los padres de familia, y don Nicolás Torres, preocupados por el bienestar de su pueblo, ambos regresaban de la provincia, con los mismos sinsabores argumentos negativos de siempre, informaban a los comuneros:
― ¡Llaqta masiykuna, (10) por ahora pues nadie se anima venir. Preceptores titulados no hay. Estado paga poco dicen y nos han dicho también, que hay temor, porque hace poco, guardias han baleau a maestro, junto a campesinos por el lado de Abancay. Hay varios muertos. Equivocación, habido dicen. ¡También en Chalhuanca una noche había corriu balas y han matau a un comerciante inocente, conocido de la agencia el Condor de Aymaraes...! ¡Y han herido a estudiantes nocturnos…!
― ¡Taytay…! Estaban guardias borrachos pues, cuentan también han disparau por gusto nomás. Hasta con un pedo dicen están asustaus ― aclaraba otro comunero.
― Así dicen que sucedió ―reafirmaba don Ladislao.
― A esos desgraciaus deben meter a la cárcel carajo ― decía otro comunero desde su ubicación de la reunión ― sus jefes estaban, dicen, empachaus de bastante cerveza y han ordenau nomás balear.
Don Nicolás Torres, como miembro de la comisión, informaba:
― ¡Sí pues taytaykuna…los guardias obedecen órdenes nomás de sus capos grandes quienes les mandan! De castigo sus jefes grandes, han ordenau trasladar a otros lugares más lejos, pero están igualitos están, libres y mejor todavía. Más bien le han cosió otro trapito de felicitación en su hombro.
Fue preciso la intervención de don Ladislao en aquel momento:
― ¡Tranquilo nomás pues taytakuna…! Guardias son hijos de comuneros también; sus jefes son pues abusivos, saben ordenar nomás. Entre ellos se ocultan maldades. Si no viene preceptor, ... ¿Qué podemos hacer…? Enseñemos pues a nuestros chiwchis a querer más a nuestra tierra; a sembrar en terrenos descansados, cuidados y amados, a conocer el tiempo. ¡Carajo …! Si gobiernos brutos se acordara de nosotros, con libros, cuadernos, y nos comprara nuestros productos, aquí habría una posta médica con medicina y nos dejara educar a nuestros hijos junto a los preceptores, ¡de aquí mismo saldrían pues muchos preceptores…! Pero estado enseña a leer y escribir, en castellano nomás, nuestro runa simi es dejado a un lado, diciendo que es inferior. Cuando crecen nuestros hijos nos abandonan, se van a las ciudades por necesidad, luego vuelven avergonzados de sus pueblos, de sus padres, ya no hablan como nosotros. Vuelven como animalitos enfermos, ¡sin alma, sin corazón…! ¿Para qué sirvió todo…?
Todas las reuniones terminaban así, en desconsuelos. Pasaron varias semanas. Cuando una noche sin luna ni estrellas, más oscura que de siempre, como de bocas de lobos los ladridos de los perros viejos vigilantes fueron crecidamente intensos y raros. Desde un eucalipto, el p’aqpaku malagüero dejó escuchar su canto malicioso en todo el silencio de la noche. Los campesinos conocedores de este canto, murmuraban:
― ¡Malaya señal es pues, el paqpaku es malguero…!
Esta vez se oía el canto del pájaro nocturno por todo el pueblo; los niños asustados quedaban dormidos. Se escuchaba por las quebradas hondas, por los caminos zigzagueantes y solitarios, por las orillas de los ríos que bajaban desde las alturas.
Mientras esto ocurría en Condeamina, en los caseríos lejanos el temor era, acaso menos intenso, y en otros de mayor temor, por cuanto creían que aquellos grupos andantes y armados, de quienes tanto hablaban la gente, si querían hacer el mal primero irían a un pueblo más grandes e importante y de mayor población, y no a un caserío humilde y solitario. Pero tras este razonamiento, el miedo les iba calando los huesos. Era muy cierto, también se había atacado a pueblos pequeños y alejados, porque esa soledad no podía dejar testigos a las atrocidades y los asesinatos que se cometían. Las noticias eran clarísimas: desapariciones, juicios y veredictos en las plazas públicas, fosas comunes, violaciones, reclutamientos, encarcelamientos, Etc.
Aquella noche, Grimalducha no había podido juntar sus pestañas, pero una luz de esperanza insistía en su cerebro al recordar el informe de la radio de alta frecuencia, escuchado en la casa de don Ladislao. Sí, había escuchado hablar bonito, enérgico, como sabía hablar y hablar y hablar el señor representante del país, prometiendo y asegurando que todo marchaba sin problemas.
La noche se hacía más apocalíptica. La claridad de la luna llena se entorpecía por negros nubarrones. Los grillos y las cigarras dejaron chirriar, por el momento, como esperando el tajo infame del destino. Nuevamente los perros empezaron dramáticamente a ladrar. Esta vez el laberinto de los ladridos se advertían por las cercanías donde vivía Grimalducha, hasta ir perdiéndose sistemáticamente por los caseríos más apartados.
El maqtazo Grimalducha, aun soñoliento por los aullidos continuos de los perros, escuchó que aún era el primer canto del gallo y esperaba el segundo aviso para levantarse e iniciar el trabajo del día. Pero luego fue despertado violento al percatarse los ladridos exasperados de sus perros guardianes, quienes estarían en apuros, como si estuviesen enfrentándose con jaurías de pumas. Rápidamente empezó a vestirse, aunque sintió que aún era bastante temprano para levantarse, pero los perros empezaron dolorosa huida hacia las chacras ajenas y escuchó las pisadas retumbantes de botines que luego pateaban la puerta de la entrada de su casa. Grimaducha quiso oponer resistencia a la puerta que se venía encima, pero no encontraba sus ojotas. Rompieron la puerta, abierta la entrada de par en par, una fuerte luz de linterna hería sus retinas junto a una voz aguardientosa, dándole orden con palabras soeces:
― ¡Quieto todos carajooo…! ¿Qué pensabas hacer tú…? ― señaló a Grimalducha un hombre de estatura alta ― ¡Ajaaaa…! ¿Esperabas escaparte, ya conocemos ese truco carajoooo… por qué no estabas durmiendo igual que todos…?
El maqtazo Grimalducha sintió por primera vez, miedo. Esa sensación era extraña y miserable; se sentía tan pequeño, impotente. Apartaron la luz de su rostro y él llegó a distinguir a varios hombres en el interior de su casa y otros tantos afuera, por los ruidos y voces que se presentía.
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10.- Habitantes de nuestro pueblo como yo
VI
Aquellos hombres estaban cubiertos de pasa montañas, otros mostraban algo de sus caras cubiertas con chalinas de lana. Cargaban armas de fuego. Llevaban ponchillos cortos semi recogidos sobre sus hombros derechos, dejando libre los brazos. Todos llevaban botines negros. Grimalducha reconoció que eran como de los republicanos de Abancay, pero sus armas eran más largas y más grandes. Volvió a preguntarle el por qué estaba despierto el Grimalducha, o pretendía escaparse.
― ¡No señor…mis allqus ladraban mucho pues…por eso me levantaba para mirar lo que pasaba afuera ― contestó Grimalducha!
― ¿Cómo te llamas carajo…y no me mires con disimulos…?
― Grimaldo Supayqispi Wamancha, señor.
― ¡Carajo… qué nombrecitos más pendejos tienen estos cholos de mierda ¿Cuántos años tienes…?
― Voy a cumplir veinte nomás en agosto, tayta… ¿Quiénes son pues ustedes señor wiraqucha, a quién están buscando…?
― ¡Silencio carajooo…estos cholitos de mierda son más preguntones que la granputa!... ¿Tienes papeles, serviste a la patria…? ― volvió a preguntarle el mismo hombre, quién aprovechaba para alumbrar por todos los rincones, con la linterna, y el lugar donde estaba su madre del maqtazo, con sus dos hijos menores, asfixiados de miedo.
― No señor… no he servido a la patria, solo tengo electoral. No tengo pues a quién dejar a mi madre y a mis dos hermanitos menores.
― ¿Han venido por aquí otros como nosotros…? ― otra vez volvieron las preguntas del jefe.
― No señor… nadie pues han veniu por acá…―respondió Grimalducha.
― ¡Sí huevónnn, tú como los otros mientes…! ¡Todos mienten carajo…! Porque todos ustedes son una cagada, unas mierdas. Para qué chucha vivirán carajoooo ― gritaba el hombre jefe, lleno de rabia y rencor. Parecía que odiaba a todos los humanos que semejaban el color de Grimalducha. Otra vez alumbró por los rincones y con un ligero movimiento a sus dependientes ordenó revisar.
― ¡Bien carajo, alístate, irás con nosotros pahacerte hombre…!
El maqtazo quiso resistirse, pero le apuntaban. Ellos tenían armas. La madre, desesperada con sus ojos lagrimosos, observaba abrazando a sus hijos menores, temblando como un pajarito. Lloraba, de rodillas suplicó:
― ¡Ay wiraqucha… no llivis puis a mi hijo… favor taytay…! ¡Quién nus amparará, quién traerá liñita…quién sembrará chacrita! ¡Moriremos puis de hambre, mis hijos menores son wawas todavía…!
― ¡Ya... ya…ya… vieja, no me vengan con lagrimitas! No estoy para vainas. ¡Pronto regresará tu hijo, se hará hombre…! ― replicó el jefe.
― ¡Puta sumari…qué piña que está muy cocha la vieja…! ― hablaron en cuchicheo los hombres que custodiaban desde la puerta. El jefe les escuchó claramente las torvas intensiones de sus subordinados.
― ¡Silencio carajo…buitres de mierdas…! ― giró sus ojos violentos hacia donde vino el susurro y mirando amenazante a sus dirigidos, habló en voz alta:
― ¡Golosos conchasumadres… ¿No ven que sólo es una vieja? ¿Carajo, todavía no están conformes, no sean saciado con los huecos del camino…? Enfermos de mierdas, encima que se les pasó la mano y todavía quieren más. Además, esta vieja es la madre de este cholo quién irá con nosotros. Servirá para algo. ¡Ya carajos…en marcha, denle a este cholo para que cargue el carnero que trajeron…!
Los dirigidos se movieron rápidamente, aun así, algunos de ellos quedaron pensativos en sus silencios absolutos:
― ¡Carajo y recontracarajo…él nos enseña y nos ordena y ahora nos viene con sermoncitos…!
De nada sirvieron los ruegos de la madre. Grimalducha tomó su poncho y su sombrero; amarró a su cuello la pañoleta que le había regalado Virginiacha, bordado con su nombre. La afligida madre bañada en lágrimas sacó de entre sus trapos guardados, envuelto en una canastita vieja, un par de moldes de quesos secos. Le alcanzó a su hijo y el otro le ofreció al feje. El hombre dudó para tomarlo y ordenó a otro que lo recibiera.
Salieron todos de la casa. Ya no había luna, aún faltaba unas horas para el amanecer. La penumbra imposibilitaba la visión; aun así, Grimalducha reparó que eran muchos, calculó algo de tres docenas de hombres encapuchados y bien armados. Le entregaron un carnero jadeante; cargado iba al final de una larga hilera de hombres vigilado por dos extraños. Advirtió que además de él, llevaban también a otros prisioneros quienes caminaban con las manos atadas a la espalda. A ellos les golpeaban, los trataban con mayor firmeza. No podía reconocerlos. Serán talvez ladrones, pensó.
Bajaron por las quebradas de Qarqanta, cruzando por Tunaschayuq, hasta llegar a Puka Puka, desde donde divisaron a tantos otros gendarmes que les esperaban más bajo, en la orilla de la carretera grande. La mañana parecía llegar pronto, pero todavía reinaba la oscuridad. Siguieron bajando por el camino pedregoso sacando chispas a las rocas. Los presos recibían golpizas; Grimaducha llegó a oír el quejido de dolor de uno de ellos:
― Ayayaaw…taytay…imataq ñuqapa huchayri karqa… (11)
Por lo dicho, Grimalducha concluyó que aquellos prisioneros eran también comuneros, quién sabe del otro lado del pueblo, tal vez de Waykipa, Chiqasa, Piskoya, Tiyaparo, Soqo o de otros iguales. También le pareció que entre ellos había comuneros de Condeamina. De eso estaba seguro, pero ¿Cómo reconocerlos?
― ¡Parece su voz de taytalla machu Fermín de San Antonio, pero por qué, si él solo era un viejo con más de 70 años…aunque parecía tener menos…! ― caviló en su silencio.
― ¡Camina carajoooo …qué chucha esperas…! ― le cortó el pensamiento. Era una voz venida desde su espalda, al tiempo que le cayó un culatazo directo a sus riñones, empujándole.
Arribaron a la carretera. Allí les esperaban varios vehículos estacionados, rodeados de muchos hombres armados. Una voz ordenó a los presos desde un rincón de la carretera:
― ¡Todos al suelo carajo… con las manos en la nuca…!
Grimalducha un poco alejado de la fila, vio a los presos casi en oscuros, tenderse al suelo boca abajo. Despacio bajó el carnero de su espalda e hizo lo mismo que los demás detenidos. Con una mano sujetaba de los cuernos al carnero, más cerca fue reconocido por el rumiante: baló cerca de su oído como queriendo decirle algo. Grimalducha le acarició la cabeza del animal y un vínculo parecía unirlos: ambos habían sido arrebatados de sus hogares. Viendo al carnero, sintió reconocerlo. Es Igualito pues de mi Virginiacha, pero no puede ser, pensó.
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(11) Ay… qué dolor padre mío… cuál ha sido mi culpa padre mío (bis)
VII
Vio nuevamente a los comuneros presos y dedujo que eran no menos de diez, Junto a los carros, un poco apartados de él. A un lado más distante, estaba un pequeño grupo de beligerantes, discutiendo, parecían ser los jefes. Luego el de mayor estatura ordenó en voz alta:
― ¡Lleven a éstos a Jerusalén para la operación piraña…! ―éste, alcanzó un listado a uno de los celadores. Quedaron parte de los prisioneros, ahí parados.
― ¡El resto carajo…! súbanlo al buque, los llevaremos al teatro para que canten, y si no saben, aprenderán a cantar. Ya veremos cómo van a hablar estos indios.
Grimalducha aun no entendía nada de lo que estaba pasando. Le ordenaron subir al último de los coches. Lo hizo con el carnero siempre cargando sobre sus hombros. Allí, en el interior del camión trató de reconocer a algunos prisioneros que aparecían echados sobre el tablado interior del vehículo. Estaban casi ocultos, cubiertos por un toldo grueso que no permitía a su visibilidad. Ahora, todos estaban aislados en diferentes camiones y no había posibilidades de comunicarse entre ellos. Desde su ubicación en el camión, siempre juntos con el carnero, rodeados de algunos gendarmes echó un vistazo por última vez y por una pequeña abertura del toldo, observando la inmensidad de los cerros que se elevaban desde la carretera hacia lo alto del cielo azul.
El encantado paisaje de su contexto andino le provocaba, de pronto, emociones desconocidas, confusas. Clavó su mirada hacia la calzada por donde subía el camino de Qenqo, por allí aparecían las praderas de Puka Puka; más arriba la Samarina Pampa, antes de llegar a su pueblo querido de Condeamina. Allá arriba estaba aquel lugar de descanso de los viajeros, como enormes sombras en medio de retamales y bosques de piedras. Suspiró profundamente pensando en su familia, en su amada Virginiacha quienes habían quedado solas.
― ¡Regresaré pronto… sí, yo regresaré muy pronto…! ―se dijo repetidas veces.
Los camiones prendieron sus motores y arrancaron de tres en tres. Unos al norte y el resto hacia el sur. Solo quedaron las huellas de las llantas en la ancha y polvorienta carretera.
Lenta y fresca llegaba la mañana. La claridad del alba se impuso y con ella se oían los canticos chirriosos de los pichinkos. Por las cuencas y praderas también los bramidos de los torillos embravecidos, retumbaban sus mugidos provocativos y desafiantes. Los toretes buscaban rivales dispuestos a medirse contra otros excitados novillos. Por otro lado, los gorjeos y arrullos de los chiwakus y urpitukuna hacían marco a los relinchos de inquietas yeguas. La helada seca y penetrante de la mañana, quemaba.
Mientras tanto, allá arriba en el pueblo de Condeamina, se amanecía envuelto en llantos, dolor y desgracias. En los rostros de las mujeres, en los ancianos y niños las angustias de daños y las tristezas habían tomado cuerpo. En aquella infausta noche había ocurrido lo que tanto se presentía durante los últimos meses. Fue más horrible del que habían oído y creído: Las puertas de las casas amanecieron violentadas, las gallinas y sus carneros incompletos, las mujeres violadas, llorando y maldiciendo con repugnancia a aquellas bestias encapuchadas que aparecieron desde ocultos infernales.
Todos habían llegado con armas y botines anchos, como abortados de hondos maléficos infiernos. Algunos maqtillos lograron escabullirse al campo. Los más pequeños en cambio, presenciaron la barbarie. Otros niños de mayor astucia ―escondidos―lograron observar con detalle, los movimientos de aquellos desconocidos, desde el momento que entraron y arrastraron de sus casas a Luwischa, Santukacha y Virginiacha, hasta el instante que salieron del pueblo, por el camino a Cruz Pata, es decir, por la ruta hacia donde vivía Grimalducha.
Ya avanzada la mañana, como quejidos resistentes del gramado cuando sienten el metal cortante del chakitaqlla, introduciéndose a las entrañas de la tierra durante el chaqmiyuq, o como el bramido agónico del toro de muerte en las fiestas de las corridas en Canchuillca ―infausta herencia occidental ―así se escucharon los primeros tañidos de la vieja campana de Condeamina. Su talán ponzoñoso de amargura ponía en aviso la existencia de la primera víctima de aquella desgraciada noche.
La encontraron detrás del corral, lejos de su casa, junto al viejo molle. El cuerpo joven se veía tendido boca abajo, sus cabellos desparramados, todo envuelto en sangre. La vieja Julia, media enloquecida a un costado lloraba auxiliada por otras viejas comuneras. Ella, sí…era ella a no dudarlo; semi desnuda, llena de moretones, con sus manos colmadas de cardenales y las carnes desgarradas, daban muestra clara que se había defendido hasta el último suspiro. Pero la bestialidad pudo más. Su cuerpo casi flotando se mecía sobre una charca púrpura. Las hemoglobinas aun brotaban de sus vírgenes entrañas y un hilillo de aquella sangre, llegaba hasta los pies de unos niños, quienes en silenciosa contemplación y en meditabunda rabieta, permanecían allí, mientras lloraban secándose sus ojos tiernos con sus ponchitos de nogal.
Algunos maqtillos y maqtazos, (12) quienes lograron escapar de la barbarie, desde la espesa vegetación ― ocultados ― de entre rocas e ischus, contemplaron por última vez desde aquel lugar, a su amado pueblo. Luego, agarraron el primer camino y desaparecieron. Dicen, tomaron camino alterno, largo, y cuentan también conforme avanzaron fueron descubriendo, quiénes fueron los que siempre destruyeron sus vidas, la vida de su pueblo, de sus parientes. En las comunidades ya no quedaban más jóvenes.
Desangrada, desnuda y fría la levantaron. La campana de Condeamina empezó esparcir sus tañidos, que llegaban desde las quebradas de Aparaya, Qarqanta y Kabraschayuq, hasta las altas heladas punas de Tunapita, Apu Runko, Awsangate, Suparawra y Apu Sondoro. El repicar de las campanadas sonaban a muerte a los cuatro vientos, anunciando el cadáver violentado y sangriento, de la dulce y bella Virginiacha.
FIN
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(12) muchachuelos o púberos, jóvenes y adolescentes.
Glosario:
Laymi pampa: pampa para sembrío de tubérculos.
Cerromina: cerro donde hubo minería.
Qaqa: Cerro, barranco
Maqmapampa: Llanura, pampa ancha de forma jarro.
Viskachanik: lugar donde viven las vizcachas
Atun Rumiyoq: Lugar de piedra grande, inmenso.
Kankawpata: lugar de aves tipo halcón.
Tunaschayoq: sitio donde abundan tunales.
Aqchikuna: Gavilanes.
Taytallay tayta: padre mío
Mamallay mama: madre mía
Qarqanta:
Achachaw: qué dolor, que miedo.
Pinchinkukuna: pajarillos
Niñachay: mi niñita
Achanqayra: flor típico andino, de varios colores.
Qosqo: Cusco
Piskalas: avecillas de variedad zorzal, varios colores.
Chiqollo: avecillo pequeño jilguerito.
Wiraqocha: señor,
Qanras: Cochinos, sucios, malolientes.
Chaqmiyar: escarbar, barbechar.
Aqopampa: llanura de arena
Rayanniyoq: lugar donde hay árboles llamados rayanes
Qompana pata: anden donde sirve para la tumbada.
Waka puqllay: juego de las vacas
Waka taki: canto alusivo a las vacas
Apu Runko: nombre de una montaña sagrada, que significa señor que manda, Dios que ordena.
Maqtazo: joven fuerte, grande.
Mawla: Ocioso
Waytas: flores
Titanka: Puya de Raymondi
Oqullu qocha: laguna de renacuajos.
Runko qocha: Laguna de la montaña Runko.
Rimanakuy: Momento donde se dialoga, se conversa.
Qenqo: Curva
Tumbuschay: lugar donde hay frutas de tipo granadilla.
Willka: nieto
Taytakuna: padres mayores, abuelos.
Challwa: trucha, pez.
Chiwchis: pollitos, polluelos
Paqpaku: pajarillo nocturno malagüero.
Waykipa, Chiqasa, Piskoya, Tiyaparo, Soqo: nombres de pequeñas comunidades campesinas
Puka Puka: lugar de tierra color rojo.
ENTRE FUEGO Y ARENA
Postrado quedó en la cama. Agotado, inmóvil, su mirada dirigiéndose al silencio, estrellándose con el triplay del techo de su dormitorio. Entonces, le vinieron los recuerdos. Aquellas imágenes mortíferas de aquel momento, cuando los que dicen solo cumplían órdenes, le apuntaban con los puntos de mira de sus armas de fuegos portátiles, dispuestos para apretar los gatillos, y él esperando el último orden de su aniquilamiento.
Aquella tarde de brisa invernal costanera, después de un largo día de trajín, cansado, Fermín volvió como siempre a su casa. Mejor dicho, a su pequeño terreno de un asentamiento humano marginal, cerca de la playa. Había conseguido circunvalar el área de su domicilio, con maderas enchapadas, cartones, y ésa era su casa. El haber estado casi todo el día en medio de fila enorme y, casi haber llegado a la ventanilla para ser atendido en su trámite, siendo entre los primeros y esperaba el trato justo a su solicitud de reasignación, de nada le había servido. Las mismas desatenciones, promesas, cientos de obstáculos. Escuchar las mismas estupideces de todos los días:
— ¡Señores, ya no formen cola; el señor director ha salido! ¡Regresen más tarde...mejor vengan mañana...!
Otro día y otra batalla quebrada. Seguía perdiendo batallas, pero no el rendimiento del avance, se decía a manera de consuelo. Regresaba a su refugio muy golpeado, fatigado, con total decepción, pero la pelotera continuaba. No aceptaba la derrota tan rápida y de manera tan desigual. Aquel día, más temprano que otros, había salido de su casa lleno de esperanzas, deliberando resolver su pedido de reasignación a la ciudad, por salud y zona de emergencia. Un té desnudo en el estómago, dos monedas para ida y vuelta en el ómnibus más económico le acompañaban. Le era difícil acostumbrarse vivir al estilo urbano.
Allá en su tierra quedaron las mañanas frescas, la papa sancochada, el quesillo, ají de wakatay. A mediodía, caldito de cebada con bastante huevo y acelgas. Luego, el picante de olluquito con su mote de dos hervidas. Al morir el día, sopita de maíz preparada con charki, hierba buena y orégano.
Muchas veces pensó, si acaso se implantara aquel menú en todo el país, en especial en los asentamientos humanos de las ciudades costaneras, talvez la desnutrición ya no tendría tanto efecto, habría menos víctimas. Los agricultores se beneficiarían, no abandonarían el campo ni sus chacras.
El atardecer y la llegada de la noche húmeda, estaban convirtiéndose en sus únicos consuelos. Porque al recostarse en su cama, extenuado, dejaba a un lado por algunos instantes, los hormigueos de venir y pasar de la gente por las repletas calles de la urbe. Olvidaba de las colas largas formadas por cientos solicitantes, ver las caras duras de los empleadillos de la USE-17 de aquel primer puerto de su país, donde ahora se hallaba.
Volver a casa también le significaba un poco de suerte para su estómago. Otra vez un té solitario. O un pan seco, hallado en un rincón dejado días atrás, con un poco de refresco de limón verde oscuro y amarillento. En la gran ciudad se tenía que sobrevivir. Además, estaba empezando a vivir en aquel muy mentado primer puerto de su patria, cuya reputación estaba escrita en las calles y avenidas, llenas de burdeles clandestinas, frente a las parroquias, a la espalda de los colegios particulares y públicos. Hasta le parecía la ciudad entera se dedicaba, todos, a las transgresiones, pero legitimadas desde sus autoridades. En especial a la venta y compra de ciertas sustancias prohibidas.
Ya no eran primicias las noticias, cuando por el puerto marítimo o el aeropuerto grande, los tráficos ilícitos entraban y salían, constituyendo, mercado abierto de todos los días. Es decir, materia de importación y exportación. Total, el país necesitaba divisas, además el dólar de tratamiento especial, llamado MUC, estaba de moda.
Fermín fue entendiendo poco a poco las formas oscuras de cómo actuaban sus vecinos de al lado, los dirigentes vecinales con sus enormes dientes de dinosaurios; las autoridades, es decir, todos tenían aparentemente aspectos humanos, pero en los espejos y en sus sombras se les veían, rostros monstruosos de roedores, con sus colas largas y asquerosas. Entonces, las corrupciones campeaban al compás de los balconazos y discursos altisonantes del primer mandatario, que más parecía un orador comediante.
Le habían prometido resolver su pedido al día siguiente, en el subsiguiente. A la semana que viene, el mes pasado. Parecía imposible, pero él seguía insistiendo. Cada vez madrugaba para ser el primero de la fila. Otros amanecían allí, entonces la cola se extendía por varias cuadras.
Las ventanillas repletas de empleadillos se abrían de vez en cuando, para decir que ya le iban atender. Sin embargo, las horas corrían y él, su ubicación en fila no avanzaba. Claro está, en las oficinas públicas los horarios de trabajo aparecían bien establecidos. En eso sí eran muy puntuales y cumplidores: La hora del café, los cigarrillos, lectura de los diarios, la página deportiva, horóscopos; aburridas conversaciones telefónicas de las secretarias con algún familiar o contactos de asuntos negociables, para agilizar algún expediente apetecible y recomendado. Ellos lo llamaban hora de refrigerio. Mientras Fermín, de pie, seguía esperando.
En el transcurrir de los días llegó a conocer a muchos demandantes, como él, gestionando los mismos pedidos. Otros solicitaban sus nombramientos. Algunos con el título en mano, los restantes eran recién egresados de algunas universidades capitalinas. Pero los más notorios y primeros en ser convocados para el tratado de sus expedientes, eran aquellos con estudios secundarios. Exhibían sus fólderes llenos de diplomas, papeles sellados en nombre de la nación o de algún instituto académico de oratoria. Fermín entendió que los sanmarquinos, cantuteños y provincianos no eran bien vistos. A las autoridades no les interesaban profesionales, decían, que eran peligrosos para la buena marcha educativa y administrativa.
Y seguía transcurriendo días, semanas, meses y fueron tantos solicitantes quienes empezaron junto con Fermín, entonces, sorpresivamente de la noche a la mañana, algunos aparecían saliendo del directorio por la puerta falsa, con el memorando en una mano, y en la otra las resoluciones logradas. La mayoría eran mujeres. En eso también las preferencias estaban perfeccionadas. Todos salían juntos, subían al auto del presidente de la comisión o del mismo director, también el jefe personal, atrás los guachimanes porque tenían que custodiar las entradas y salidas de alguna peña cevichera. Luego, en algún bar nocturno se rubricarían las firmas de los nombramientos.
Fermín jamás había recibido tantos golpes dolientes, ni latigazos de indiferencias como se suscitaban en aquella ciudad porteña. ¡Ah…! para algunos, el asunto era de lo más fácil. Conforme desfilaban los días amargos, Fermín fue descubriendo el secreto. Aquel tapado estaba en los tarjetazos y recomendaciones desde el congreso nacional. Entonces los favorecidos ya no formaban fila para ser atendidos. Él, no conocía a ningún padre de la patria; tenía apenas al sindicato de la zona y alguna y otra disposición en algún articulillo de las leyes, donde se indicaba el respeto a los derechos de los trabajadores. Sus dirigentes nacionales eran ajenos, no los conocían ni en las peleas de gallos. Nunca se asomaron a las bases, aun cuando sabían de buena tinta los problemas que campeaban envueltos en corrupciones.
Ellos estaban más preocupados en los correteos de formar o integrarse a un partido político, buscando cómo llegar a ocupar un lugarcito en el parlamento de las próximas elecciones. Si no fuera así, cazar cualquier carguito jerárquico que les pudiesen distinguir de los demás trabajadores. Estaban metidos en el cuento. Las normas, los derechos no se aplicaban, y, por lo tanto, las condiciones propicias favorecían enormemente a los diestros de las descomposiciones administrativas.
Allá en su pueblo, Fermín había escuchado de los congresistas, incluso habría elegido en su voto por uno de ellos, aun sin haberlo conocido, porque así funcionaba la democracia de su país. Pero allá ¿Para qué sirven conocer a los padres de la patria...? Allá arriba no hacían falta los tarjetazos, las peñas, los guachimanes, las secretarias de teñidas cabelleras. Aunque luego recordó a los pequeños alacranes, pericotillos y camaleones de todo color, quienes también existían en las ciudades pequeñas de su región. Fermín, poco a poco fue entendiendo cómo pululaban a escondidas, en todas partes estos pequeños engendros. Fue tanta su desilusión al descubrir, que, desde la ciudad principal de su país nacía el monstruo.
—Esta ciudad es tan grande por tener tantas inmundicias en sus buches; por las bonitas palabras que saben hablar desde los balcones de la casa grande. Por divulgar tantas falsedades por televisión, periódicos, radios. ¡Los habladores tienen uñas enormes, filudas y hablan mentiras, hasta dicen amar al país que lo vio nacer...! — deliberaba Fermín en su oculto pensamiento.
Aquella tarde húmeda y fría regresó a su casa, cansado, con igual o peor situación de estado anímico disminuido, que de otros días pasados. Comprendió una cosa importante: cuando las fuerzas del mal tienden apoderarse de uno, es fácil convertirse en un nuevo pericotillo, es decir, en otra bestia. Sintió otra vez, como cuchillazos en su espalda, el inicio de la frustración consumiéndola hacia la depresión. Pensó tantas veces echar al diablo todas sus reglas de conducta, porque considerando estar en el primer puerto de placeres y coimas, de nada les servían sus buenas normas de conducción. Pero de inmediato se reponía manteniéndose resistente. ¿Cómo podría deshacerse de todos aquellos principios de vida que poseía, heredados desde sus abuelos y desarrollados entre verdes retamales y montañas sagradas de su comunidad andina...?
También recordó, él jamás había preferido ir a vivir junto a la ribera del mar. Fueron las necesidades y el otro monstruo, llamado violencia, abandono y olvido al campo, quienes le habían obligado alejarse de su tierra. Aquella tarde antes de llegar a su morada, recorrió las calles, avenidas, todas llenas de basurales, papeles amarillos. Vio en los kioscos cientos de falsedades colgándose con sus titulares y noticias artificiales.
La gente del puerto vivía despreocupada de lo que sucedía en el país; ostentaban una realidad de conformismo, derroche, vivir el momento, inconsecuentes y adheridos a las dipsomanías. Entonces, a Fermín solo le inspiraba desconfianza. Los porteños eran bulliciosos y fauleros, volubles en la política como en la amistad, aliados de las peñas, panzas chabacales y amantes de la vida fácil. Había poquísimas personas en quienes se podía confiar, pero era tan difícil poder ubicarlas.
Al llegar a su domicilio, echado sobre su cama cogió una revista vieja, la única que tenía. Tantas veces la había leído y releído, hasta parecía los destinos de ambos estaban embarcados en comunes caminos. Entre abandonados se habían conocido.
— ¡Esta noche me iré hacia arriba, sí…me iré a sembrar maíz...! — murmuró pausadamente como queriendo engancharse rápido al sueño.
— ¡También bailaré en una fiesta! ¡Deseo oír las cuerdas de una guitarra enamorada y el dulce canto de las montañas...! — siguió deliberando.
Cerró los ojos, vencido más por el deseo que por cansancio, entregándose inmediato a las caricias de un profundo y oscuro silencio del sueño, quedando así dormido. De pronto se vio en medio de los surcos, abriendo y respirando el aroma de la tierra arada. Lleno de contento exclamó:
— ¡Qué bien que estoy entre los míos...! Aquí, sí, es una alegría alzar las piedras de los derrumbes, acariciar las hierbas de los huertos. ¡Por fin veré de nuevo el amanecer...!
En efecto, de pronto se vio allí en pleno sembrío de los granos, entre regocijos populares de su amado pueblo. Allí encontró a todos, también al gran Vakillita, Gregorio Maldonado rasgando su guitarra y cantando: “Tunapitallay Wakay barrosa”, le acompañaba Marciano Chirinos, Sergio Ccasani ¡Ah…sí, eran ellos, “Los Amautas de Chalhuanca”! Ahí también estaba el Tomasitucha, el mejor arpista del lugar, concentrado, con sus ojos semiabiertos, interponiéndose entre el cielo y la tierra, atrayendo las melodías de los cánticos universales de los cóndores y Apus. Tomasitucha pulseaba hermosos huaynos a través de las mágicas cuerdas de su arpa. A su lado se hallaba el filarmónico payrakino, Machu Sixto Mallma, con su violín cadencioso, inspirado y prestando atención a los Apus Anyapara, Qewllaqocha y Torre Rayoq. Sí…estaban completamente concentrados en las serenatas de los pajarillos cantores, armonizando el suave rumor de los chasquidos del río grande de Chalhuanca. Todos canturreaban el chachaschay.
Fermín se hallaba repleto de contento en medio de los suyos. El aire era libre, fresco. Sus melódicos murmullos del río hondo, la brisa de los huertos hortelanos, la confusión natural de los niños y ancianos escuchando a los músicos, todos ellos de pronto le habían devuelto las ganas de vivir. Se ubicó en un rincón desde donde, embriagado de pasión y esperanza, buscaba, sí…buscaba a alguien más. Con su mirada pletórica de anhelo, rebuscaba a alguien en especial.
— ¿Estará por aquí...habrá venido? — se preguntaba entre dientes con la misma tristeza y ansiedad de los años vividos en la distancia.
En eso distinguió cruzar por su delante a Virginia Vivanco, sí, ella era, y es natural de Huayquipa, también de Toraya. Alcanzó saludarla con la mirada y lleno de gozo se dijo:
— ¡Sí! Es su mejor amiga...sí, la avisará que estoy aquí, entonces ella vendrá...estoy seguro que vendrá! — se decía con el optimismo esperanzador.
— ¡Ella también estará deseando verme, aunque ya otro abrigo cubrirá su piel! Otra melodía, quién sabe, alegrará sus oídos. Aun así, le habrá hecho falta mi calor sobre su pecho. Aun así, ella habrá extrañado mis canciones tejidas solo para ella. ¡Volver a verla será bastante para mí...!
En aquel momento, cuando en plenitud de su pensamiento brotaban imágenes dulces, fue interrumpido impetuosamente por la banda de los músicos Señor de Ánimas de Canchuillca, y las Bandas típicas de Guerras de Tiaparo y Llinque, con sus tonadas de corridas toriles: “Retamitay...retamitay...”. El ruido de los tambores, las cornetillas y la resonancia dulcísima de la chirisuya, remecían invitando a todos a bailar. Allí no había privilegios, la fiesta era para todos. Una vez más sintió en lo profundo de sus venas, que él era parte de todos, donde cada uno y sin el conglomerado de las fuerzas íntegras, le pareció que no tendría razón la existencia.
Y allí estando sentado en un rincón estaba. De pronto escuchó voces que venían desde algún ángulo de la plazoleta. Sí, eran voces conocidas por él. No podía equivocarse. El tiempo ni la distancia física no habían podido borrar de su memoria.
— ¡Sí...sí es ella, allí está, viene hacía aquí, está como siempre con sus estaciones verdes, su cabellera azabache, talvez sus ojos buscándome estará…! — se dijo entusiasmado y en voz bajita, lleno de contento.
En medio de la gente y el bullicio de las melodías de las bandas, ella surgió vestida de primavera. Su tez andina, cabellos largos sueltos a la deriva y con la gracia de mujer de las alturas. Traía puesta su falda natural de suncho y acelga. Ella hacía su entrada como divisando y buscando a alguien. Sí…era ella, también venía buscándole ansiosamente. Los músicos no paraban de entonar las comparsas.
Desde su ubicación, él bajó de un salto. Finalmente las miradas se encontraron frente a frente. Fermín no sabía qué decir, ni cómo actuar. Solo atinó a saludarla en infinito silencio pronunciando su nombre. Ella, respondió con el mismo afecto intuitivo. Sus ojos se contemplaron eternos: tanto tiempo había transcurrido. Por un instante se olvidaron de todo. De la distancia, la gente, del mundo. Más cercanos se tomaron las manos, mientras algunas gotas de lluvia fina empezaron caer sobre sus rostros.
De pronto...se detuvo la fiesta. Los músicos callaron sus clarinetes, los pobladores corrían en desesperadas huidas llenos de alborotos. Como rayos enfurecidos se escucharon los primeros traqueteos de las armas de fuego por toda la plazuela. Se oían quejidos lastimeros de los niños, ancianos, de las mujeres. Todos caían mortalmente heridos entre griteríos y gemidos de dolor.
Pero ¿Quiénes eran aquellos que aparecieron de repente con sus venenosas ráfagas...? Como si la noche, desde los mismos infiernos hubiesen abortado condenados, llegaron esparciendo oscuridades mortíferas. Entraron aplastando a las hierbas con sus garras de bárbaros. Tenían órdenes precisas: sorprender y disparar sin contemplación alguna. Creían así acabar con la enfermedad que sufría el país.
Luego vino el silencio en medio de cadáveres y cuerpos agonizantes. Quedaron solos, él y ella frente a las bestias. Ahora les recaería el turno a los dos. No había escapatoria de las garras liquidadoras de aquellos crueles, aún más, porque Fermín y su amada prometían futuro, nuevas alegrías y mañanas sonrientes. Entonces, los desgraciados se ensañarían y acabarán con la pareja. Él, llegó a reconocerlos por el tono de voz, el corte de pelo que traían los monstruos, pero ya las bocas de fuegos apuntaban listos hacia sus pechos. Vino la orden de fuego, los gatillos fueron apretados y las armas malditas escupieron cientos de plomos mortíferos. A lo lejos, sobre las montañas y hasta las profundidades de los ríos ariscos y océanos, se oyeron sus gritos de Fermín… ¡Bestias, bestias, bestias…!
En aquel momento, alguien prendió la luz de su habitación de Fermín, haciéndole despertar de golpe. Ya había emprendido el inicio de una nueva alba. Agitado, con sus antebrazos friolentos, adormecidos, las frazadas todas a un lado, abrió sus ojos y luego entendió del mal sueño que tuvo. Sí pues, solo era un sueño. Aún faltaba para amanecer. Jaló la colcha que aparecía corrida a sus pies, para cubrirse parte de su pecho descubierto, y en su lado izquierdo — como siempre — estaba la revista vieja, con sus páginas abiertas a la intemperie. Miró al silencio, luego hacia arriba, hacia los tabiques del techo y recordó que debía levantarse de inmediato para ir a ocupar fila, pero sus labios aún continuaban pronunciando: ¡Bestias...bestias...bestias...!
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