Calle Grande / Grand Street
Foto y texto por Fredy Roncalla
I
Pico ha regresado de Puquio. Se ha aparecido por el mercado como siempre: de improviso y cargado de ideas. Pensando en cómo mejorar su estilo de guitarra, en cómo construir su casa en Qollana, en qué regalos les va a llevar a los amigos a parte de los cientos que tiene apilados en su sala y closet de Queens y, por su puesto, en qué tipo de alfalfa debe comer para seguir siendo el padrillo de sus mujeres. Ha llegado a preguntarme cuándo ensayamos, a repetir el rito de las mil veces que hemos acordado sin éxito, porque tal vez es más importante nunca hacer el conjunto de huaynos, el estilo maldito, o la música más dulce. Pero sí hablar de la lejanía. Las dos semanas que duró su viaje lo han puesto en fa. Se le ve nuevo, como si su comadre le hubiese dado el tónico de la juventud. Y me ha dado una envidia amical, de esas que aprendemos a pocos. Mas aun porque hace cientos de años que no regreso a Chalhuanca y no tengo idea clara si la última vez que estuve en Waraqo me fui por el lado de Pinkawacho o por el lado de Kurankuni. Siempre quiere volver. Y yo también. Y los otros paisanos se van cada año a pasar sus fiestas, a tirar pana, a conseguir pareja, a comprarse un terrenito, a visitar un pariente enfermo, a ofrecer algún proyecto de irrigación para el pueblo. El hombre ya empezó su casa y se ha dado sus vueltas por el flea market buscando un par de botas para el albañil. Así estará a la par con el capataz y ambos trabajarán bien. Sobre el pucho me ha comprado una bicicleta montañera para algún otro amigo y al ver las fotos del Cusco que cuelgan de mi changarro, me dice que las cámaras se congelan en la puna. Que la última vez que pasó por Pampamarka se le malograron las tomas. Y que se han terminado los lentos viajes por camión por las lagunas de Yawriwiri, por las curvas de la Cuesta del Ciervo o los vicuñales Galeras Pampa: la pista asfaltada ya llegó a Chalhuanca y sólo falta el trecho hasta Abancay. Los dos estamos contentos. Sabemos que la próxima vez será cuestión de unas horas salir de Lima o del Cusco para darse una vuelta por la ruta del recuerdo, como decía el Picaflor de Los Andes. Será harto fácil meterse en el Expreso Wari y, con su calefacción y video y todo, largarme a Chalhuanca a encontrarme con la memoria de Marisol Camacho, de la cual recién me acordé la otra noche, en medio de una furibunda tranca.
Es raro el juego de distancias. Y raro también que Pico haya venido uno o dos días después que me soñara con Huaraqo. Del pueblo de la bisabuela tengo todo un catálogo de sueños. En la mayoría llego volando desde Pinkawacho, me doy la vuelta por Trigo Orqo y puedo ver el pueblo verdecito, las laderas verdecitas, el cerro del frente verdecito. Pero la casa solitaria. De vez en cuando uno que otro personaje, que se aparece un instante y se va. Otras veces estoy por Wanchuni, de donde tengo tan claro el olor del wakatay, que un día, en casa del galáctico, casi se me salen las lágrimas tan solo hablando de esta yerba verde oscura, pariente lejana de la cannabis, que crecía enorme al fondo de la quebrada. Más arriba, había visto nacer el río de un sinnúmero de manantiales, bajando entre cañas, chilcas, berros, zunchos y yerbas cuyo nombre nunca supe. Pero seguía una corriente subterránea, un camino que llevaba varias cuevas. Se sucedían edificios de piedra y lagunas mientras era perceptible sólo una leve música acuática. Muchas veces llegué a éste lugar de claridad luego de otros sueños confusos. Vuelta al origen. Contemplación del cordón umbilical. Ecos de los Apus cuyo recinto debería estar abajo de Cruz Pata, pero a los que nunca llegaba. Vasos comunicantes con los riachuelos y cascadas de Ithaca, en donde quise escribir sobre ciudades sumergidas. Geografía plácida de la nostalgia. Zona de prelenguaje. Tiempo recurrente donde nadie cruzaba palabra con nadie. Y al continuar curso abajo, un final abrupto. Un malestar trivial. Cerca a Kurankuni, quería saber si seguía el puente camino a Laqayqa, y si más abajo del río había una gran represa de agua, con una carretera que daba a la izquierda, en donde uno podía viajar en camión, oliendo el polvo de la tierra rojiza. El polvo del camino.
Pero la coincidencia más grande fue que Pico se apareció la noche después que volví a soñar con las carreteras. Ahora no sé si he vuelto a Huaraqo volando, o a pie. Pero voy desde el coso hasta la casa y me encuentro con una pista debajo de ella. Me confundo. No sé si el ruido que viene delante es un grupo de gente arreando unos caballos, o el de un camión que viene acercándose peligrosamente. Ahora levanto la mirada y veo que más arriba hay otra carretera. Mucha gente viaja de Huarkisa a Chalhuanca. He llegado penosamente a la casa. Apenas rastros. Paredes torpemente dibujadas por la antorcha del recuerdo. Palos viejos. Telarañas. Piedras y tejas enverdecidas. Una súbita tristeza. Muchas veces nadie aparece cuando he llegado por los trojes de trigo, he ido y buscado entre las palas y los picos, o me he quedado en la cocina tratando de escuchar el canto de los cuyes. Otras veces he aparecido por Tambo en un instante y he podido hablar con Mariano, que murió de tuberculosis, y Margarita, que corrió la misma suerte. Llegan furtivamente. Comemos algo. Podemos ir a pie en busca de las vacas por los peñascos de Kondorwachana, pasando el camino de los arrieros de Pampachiri y aparecer nuevamente en Huaraqo, donde no sabemos si la nueva gente que ha llegado a vivir a Lamarpata verá con agrado mi retorno. Una tremenda desconfianza suele invadirme cada vez que despierto, y sé que al otro lado de mi habitación están las calles de Nueva York. Y que a lo lejos, en aquel pueblo suspendido entre dos enormes laderas y los peñascos del abandono, sólo viven unos cuantos ancianos. Testigos mudos de la distancia de sus parientes, del tiempo en que los andenes daban su buen maíz y las laderas su buen trigo, y del fuego humano que arrasó con todo, dejando que las enredaderas y la grama crezcan por las paredes.
Si fuera de los entendidos, pudiera saber qué significan estos sueños y estas coincidencias. Pero pensar que todo éste rollo debe tener sus chácharas froydianas me da más frío. Sólo sé que me encantan las carreteras, que su llamado da un masaje al espíritu, que cuando el carro rueda hacia Upstate o la Montaña del Oso se van desatando las enredaderas de la mente. Suelo poner los casettes cada vez que voy rumbo al norte. Los he escuchado tantas veces que sé de memoria las notas, los silencios, las profundidades que abren. Las dulces alas de la voz de Julia Illánez. El picaflor borboteante de los charangos. Los remansos y remolinos de los acordeones. El caballo de paso y el galope tendido de los bordones y las guitarras. Uno cruza el puente George Washington y de inmediato aparecen los árboles. Los halcones de Palisades van volando en círculos, casi fuera del tiempo, como si desde arriba pudieran ver la caminata de los iroquies de antes. Tiempos simultáneos y un cielo azul. De pronto aparecen las colinas y más arriba unas pequeñas montañas. Al final de Palisades la ruta se bifurca. Al lado derecho está la Montaña del Oso y a la izquierda el Camino de las Siete Lagunas. Un nombre de poesía concreta. Una nube recargada de metáforas. Más bien una danza de silencio ahora que he apagado el casette y el carro sube lento cruzando el bosque que se erige sobre un lecho de musgos, piedras antiguas, palos podridos, verdes claros, verdes un poquito más oscuros, y helechos. Paso una laguna grande a la mano izquierda y avanzo hacia una más pequeña que da a la derecha. Suelo ir ahí. Hace poco me entero que esta es la entrada a Lake Astoti y Lake Skannatati. Nombres nativos con la población indígena desaparecida. Un residuo fetichista en las palabras. Un parque donde antes hubo una cultura. He sabido venir con Estela, que me enseñó a pedirle permiso al bosque para poder recibir y compartir su poder. Llegué con mis amigos y mi familia. Con Liz, que tenía la voz tan delgada como sus manos. Con el tío Oscar, que nunca estuvo tan lejos de Kurankuni. Y con la comadre, con la cual hicimos nuestras ceremonias de limpieza. Pero las mas de las veces llego solo y no importa lo que pase me pongo a escuchar el sonido del arroyo que baja a Lake Astoti. Son breves momentos. Apenas unos diez o quince minutos los que observo el agua lavar las piedras cubriéndolas de infinito.
Foto y texto © Fredy Roncalla
Poéticas indígenas y originarias.
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