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Prologo a la Estrella Lisiada Evarista de Hugo Carrillo. Zenón De Paz Toledo

 


Agradezco a Ugo Carrillo Cavero la grata circunstancia de haber podido asomarme a este texto suyo, que nos entrega bajo el título “La Estrella Lisiada Evarista”. Adelantándose a nuestra inquietud con respecto a qué tipo de texto es, nos advierte de entrada que “ni cuento ni novela, solo recuerdos en yaraví”; acotación que deja notar en su modestia que se trata de un texto original, cosa que luego constatamos al recorrer sus páginas. En efecto, se trata de un texto original, en todo el sentido de la palabra.
La originalidad de este texto canción proviene, en primer lugar, de que remite a un momento originario, privilegiado y entrañable de la experiencia; aquel de la infancia; momento en que se constituye para nosotros el mundo, que es siempre un mundo compartido, hecho ante todo de afectos. Es cuando, precisamente en base a esos afectos, aprendemos a reconocer las cosas, a quererlas o temerlas, a identificarlas, diferenciarlas, clasificarlas y jerarquizarlas; es decir, a darles un lugar, a ordenarlas; porque el mundo es esencialmente un orden, aunque bien sabemos –sentimos– desde entonces, desde la primera infancia, que todo orden conlleva un trasfondo que lo excede siempre, mostrándolo como inconcluso, dejando abierta la posibilidad de su descalabro, de reconstituirlo o de acceder a otros órdenes, a otros mundos; como suele ocurrir cuando jugamos, que no es sino ponernos a construir mundos, actividad originaria animada por la curiosidad y el sentimiento del misterio que el niño siempre tiene a flor de piel.
De hecho, cabe decir que construimos nuestro mundo “como jugando”, pues aprendemos a reconocer las cosas desplegando expectativas y posibilidades, tomando iniciativas y atendiendo a sus resultados, a las respuestas; tal como nosotros también respondemos de continuo a las incitaciones del entorno. Así, las cosas, los acontecimientos, vienen a ser significativos para nosotros en cuanto nos son gratificantes o amenazantes, cercanos o lejanos. Así va tomando cuerpo nuestra experiencia y con ella las cosas y el mundo. Eso ocurre, efectivamente, en un contrapunto, como un canto polifónico, con ritmos, melodías, disonancias y armonías; como una interpretación de lo que es posible o no es posible, familiarizándonos con reglas, reiteraciones y secuencias, pero también con lo inesperado y novedoso que buscamos inscribir en esas secuencias; ocurre lúdicamente, musicalmente. También por eso el texto que ahora comentamos es original, porque se despliega como un canto, como “recuerdos cantados”,de diverso tono e intensidad, de amadas, idealizadas voces –como diría el gran poeta griego Konstantino Kavafis–, que a veces nos hablan en sueños, a veces resuenan en los abismos del pensamiento, trayendo por un momento en su sonido los tonos de la primera poesía de nuestra vida, como música distante desvaneciéndose en la noche.
Un famoso verso de William Wordsworth dice que “el niño es el padre del hombre”.Hace referencia a que la vitalidad de un hombre está dada por la medida en que conserva la capacidad que tiene el niño de asombrarse, de maravillarse ante lo que ocurre. Si la vida genuina, el buen vivir, se contrapone al acto mecánico y rutinario, la vida que tiene el hombre se la da el niño que habita en él. En concordancia con ello, Ugo Carrillo deja que los recuerdos de su alter ego, el niño Rosalío, desplieguen un mundo de intensa significación; como ocurre también con los recuerdos del niño Ernesto, en ese otro canto que se desarrolla como un contrapunto de mundos: Los ríos profundos, de José María Arguedas.
Y, al hilo de estos recuerdos, reparo, sin proponérmelo, en que los momentos intensos en la vida de los niños en las comunidades andinas: las despedidas, las ganancias y las pérdidas, o la comunión con los seres queridos, que no son solo humanos, solían ser, más que verbalizados, cantados por ellos con alguna espontánea melodía de acento igualmente intenso, elocuente en su entonación en cuanto al sentimiento o estado de ánimo correspondiente. Lo recuerdo así, con entrañables rostros, de mi propia infancia en un pequeño pueblo de la sierra ancashina. Y reparo, igualmente, en que los momentos de celebración de la vida y la muerte, discurren allí a través de cantos y juegos rituales, donde la intensidad del ánimo (que se nombraba y se nombra aún en el quechua y el aymara con la raíz común “Kama”,que significa “fuerza vital”) se hace patente en la intensidad del canto, un canto que recoge sonidos telúricos, como ocurre, por ejemplo, en el harawi.
Es que el canto es originalmente eso: interpretación de un sentimiento. Y así como la vida es siempre sentimiento, es también, siempre, interpretación emotiva de lo que ocurre. Por tanto, la vida es un canto perpetuo. Así es precisamente como llega hasta nosotros en este texto que es canción y memoria (o memoria cantada); en sus qillqas  llega la vida en su hondura, y nos asomamos a ella como alguna vez se asomó, asombrado, el niño Rosalío, que aquí es ese niño que todos somos.
Los recuerdos del pequeño Rosalío danzan en este texto, como lo anota Ugo Carrillo, con rojos colibríes que beben luz de luna; danzan y cantan con honda ternura cantos de blancas espigas, con arpa y violín. Transfiguran el mundo, levantando el corazón ligero; surcando los mares del infortunio. Convocan la presencia intemporal de quien cantaba todas las tardes para su duraznero Antolín y para la generosa Mama Papa;la presencia entrañable de la abuelita Evarista, la Estrella Lisiada; evocándola como kamasqa:un ser dotado de kama(la fuerza vital del mundo andino), porque sabía entrelazar en sus tejidos el tiempo de lo eterno con el lóbrego tiempo de los hombres, con el concurso gozoso de insectos de mil colores, soñadoras gaviotas, vanidosas llamas, libélulas violinistas, zorros en procesión nupcial, sagrados cóndores y tarucas aladas, todos ellos también kamasqa, espíritus de las montañas. Dice Rosalío: “la Madre Luna le instruía en el oficio del tejido”.
Nos hallamos así, como lectores-oyentes de Ugo Carrillo, participando de pronto de un mundo encantado en el que todos los seres tienen la condición de personas y se crían entre sí. Un mundo animista (es decir, también kamasqa,animado, pleno de fuerza vital) en el que todo tiene valor intrínseco; mundo que pervive en Los Andes y que, considerando la profundidad cronológica de la experiencia humana (se calcula que nuestra especie –homo sapiens– camina sobre la tierra desde hace no menos de 270,000 años), sostuvo la existencia de la mayor parte de nuestros antepasados –de casi todos, sino de todos– y tal vez sostenga todavía –aunque soterrado, encubierto y reprimido– nuestra existencia en lo que tiene de más valioso, como es el cariño, el reconocimiento o el compartir genuino, que son irreductibles al cálculo, la cuantificación y el precio, dimensión a la que el mundo moderno tiende a subordinar todo.
En un mundo como el andino, donde la condición de abuela suele asociarse a referencias telúricas, el hecho de que el personaje al que remiten estos recuerdos cantados sea una abuela tiene un potente valor simbólico, puesto de relieve desde la dedicatoria del texto a “las abuelas del mundo”. Igualmente, tiene un profundo simbolismo que Evarista sea una visionaria ciega y huérfana a cuyo conjuro danza el mundo y concurren múltiples seres, incluyendo personajes míticos, no sólo porque evoca la figura de aquellas deidades andinas que en los antiguos relatos se presentan como personas desvalidas, para poner a prueba la solidaridad de la gente, sino también porque, los recuerdos del niño que canta y cuenta desde el mundo andino ponen en juego a un personaje de alcance paradigmático, universal: una visionaria ciega que, inadvertidamente, entra en contrapunto con ese otro gran visionario y narrador, también ciego, del otro hemisferio: Homero, representante de la sabiduría griega y su sentimiento cósmico de la vida. 
El mundo andino muestra una estructura dual recurrente pero reconoce allí una matriz genésica, caracterizada como Pachamama,que es a la vez una y múltiple, bien podríamos decir fractal. Así, diseminándose, ocultándose en su hondura, Pachamama, matriz del mundo andino, resistió la feroz campaña de extirpación de idolatrías y aculturación iniciada en la Colonia e intensificada en el periodo igualmente colonial que se suele caracterizar como República. Lo hizo multiplicándose en diferentes versiones, como es el caso de la Mamá Rayguanade la sierra Yarowillka, de quien en alguna parte de este canto se dice que es “abuela de todos los hombres y dueña de todos los alimentos”.
La presencia gravitante de la abuela Evarista, criadora amorosa de árboles, lluvias, animales y niños, en los recuerdos cantados de Ugo Carrillo, es otra confirmación de que la memoria y veneración de la Pachamama,facilitada por ritos inscritos en la cotidianidad de los hombres andinos, impregna el imaginario colectivo como un paradigma de interpretación del tipo maternal vinculado a la afirmación de la vida, habiendo resistido siglos de intolerancia y represión. Más aún, ahora es reconocida como un referente clave de la sacralidad en los Andes y concita cada vez mayor atención en el mundo por favorecer una sensibilidad propicia a la crianza y multiplicación de la vida, precisamente en un momento en que esa diversidad se ve gravemente amenazada por la lógica depredadora instalada en el mundo entero con la Colonialidad que trajo consigo la era moderna.
En los recuerdos del niño Rosalío la abuela Evarista destaca como kamasqaen un grado tal que se transfigura en Illa,término que puede referirse a quien es tocado por un rayo (Evarista pregunta: “¿Acaso el relámpago me ha cegado, madre?”),adquiriendo así capacidades taumatúrgicas que lo convierten en oficiante de las deidades o wakas(una canción invoca a Evarista como “Altomisa del Waka”); o puede aludir a una estrella (como cuando se la llama ñawsa illa:estrella cegada). En todos esos casos la abuela Evarista presenta rasgos extraordinarios, cosa destacable en una tradición cultural donde lo extraordinario es considerado Waka. En esa condición, su ceguera no es un limitante sino precisamente lo que activa en ella lo extraordinario. Por eso ella puede identificar los colores, viéndolos con el alma, sintiendo los olores que corresponden a cada color; porque en el mundo de Evarista, que se abre desde la oscuridad, todo está animado, tiene ánimo, y ese ánimo tiene raigambre material, como todo lo existente, y manifiesta un aroma que ella aprecia. Cabe notar aquí que en la cosmovivencia andina, distante de la dicotomía cristiana entre lo material y lo espiritual, el ánimo no es algo etéreo ideal; que por eso una fina sensibilidad lo puede oler; que también las deidades se alimentan del aroma de los “despachos” u ofrendas que reciben, así como las almas reciben en su día el aroma de sus platos preferidos. Y, a propósito de la apertura del mundo desde una matriz oscura, cabe reparar también en que las antiguas cosmogonías andinas remiten a una matriz de oscuridad (en el Manuscrito de Huarochirí es Yanañamqa Tutañamqa) de donde emerge la luz (Illa ) en que se manifiesta el mundo. 
Se dice también de la kamasqaEvarista, que “no quiso mirar más la luz ni el cielo hasta que sus padres volvieran de la guerra”.¿De qué guerra se trata? El relato-canto consigna varias versiones. Señala primero que, según algunos, fue la guerra con Chile, evento localizable en el tiempo. Pero luego dice igualmente que “se murmuraba también que ella era la hija Luz de la constelación Pillpintuq (de las mariposas) y el Waka Ayavi”,referencia que trasciende la temporalidad histórica y la inscribe en la dimensión intemporal del mito, donde la última gran guerra librada por los hombres andinos es el Taki Onqoy,en que los waka,capitaneados por Titiqaqa y Pachacamac,volando por los aires emprendieron una lucha contra el excluyente Dios cristiano que los proscribió para aniquilarlos. Es de notar que esa lucha no concluyó, porque el tiempo de los mitos no es el de la caducidad sino el de la duración. Notemos también que allí donde el canto se refiere a Evarista como ñawsa illa(estrella cegada), le pide: ”vuelve desde donde estés, aun desde el rumor, ave eterna, para curar este mundo”,y que allí mismo señala que “los wakas están volando por el aire, sin sueño”.De este modo, la guerra de la que los padres de Evarista aún no han vuelto sería el Taki Onqoyy el canto estaría anunciando la contemporaneidad de esa lucha que busca curar el mundo, descalabrado desde aquella tarde infausta en Cajamarca que introdujo el desorden crónico que padecemos. 
La salud en el mundo andino es equilibrio, articulación, en cada persona y de cada persona con su entorno, que abarca el mundo. Un mundo desarticulado, sin orden ni respeto, donde impera el “vivo” y su desconsideración para con los demás, es un mundo enfermo, que nos enferma, que consume nuestro ánimo, nuestra fuerza vital, y por eso tiene que ser curado, puesto nuevamente en equilibrio, articulando sus componentes. Para ello, el elemento vertebrador, la columna vertebral es la tradición civilizatoria andina, que hoy pugna por reconstituirse tras cinco siglos de dispersión, “para volver a despertar en el mundo de aquí junto con los radiantes luceros”,dice Ugo Carrillo cuando su canto alcanza tal vez la mayor intensidad simbólica. Es cuando el recuerdo de la kamasqaillaEvarista se aúna a la de los wakaque brotan desde las profundidades insondables de la memoria colectiva para combatir el irrespeto, el desprecio corrosivo, instalado por los extirpadores de idolatrías. Es cuando los waka, “curadores del mundo”,llegan volando como pájaros de fuego que guardan en su seno la eternidad y la luz donde “comparecen las almas para ser soñadas y recordadas (…) para limpiar el dolor de la Mama Killa”,dolor en el que ha sido enredada una estrella: la Illa Kolla Evarista. Es cuando, por los rumbos del Kutina chaka,puente del retorno, asoma Kuniraya Wiraqocha, Kon Tíksi Wiraqocha,con cuya venia, dice el cantor, “volveré después de cinco días, quizá como libélula o picaflor o mariposa o gaviota; tornaré nuevamente al corazón de la Tierra, al regazo y centro mismo del mundo para reparar mis olvidos”. 
El antiguo Manuscrito de Huarochirí, que repercute en estos recuerdos cantados, habla de una época en que “los hombres resucitaban a sólo cinco días de haber muerto y también los cultivos maduraban a sólo cinco días de haber sido sembrados”.En el mundo de aquel manuscrito el número cinco simboliza la plenitud. En este canto el mítico zorro Reynaldo de los relatos populares andinos ejecuta una frenética danza propiciatoria “para curar todo cuanto existe”,cargando un cajón brillante (alusión a un potente elemento simbólico que aparece en el capítulo 14 del Manuscrito de Huarochirí) que contiene el alma del mundo, nuestra alma, situándola en “la inflorescencia de la nieve donde no llegan las cruces ni los arcabuces”con que se introdujo el desorden en estas tierras hace cinco siglos, convertidos por este canto ritual en cinco días, tras los cuales la Kamasqa Estrella Lisiada,que aquí representa a nuestros pueblos dispersos, debe reencontrarse, reconstituida, multiplicada. 
En ese mismo juego simbólico, en el chawpio centro articulador de este canto que vincula sus mitades en quechua y en castellano, el autor de estos recuerdos cantados, que se revela también como uno y múltiple, reaparece transfigurado, ¡ay wayyyy!, convocando a los waka,que raudos vuelan por los aires, para culminar la batalla de cinco siglos. ¡Haylli, haylli!. Reaparece como qillqaq, como escritor, en la noble figura de Juan Choqñe, el hatun sinchi, kamasqa altomisa;tras haber arrebatado al enemigo el arma de la escritura, apropiándosela como qillqa, para verter en ella el alma de los pueblos y potenciarla.
Diciembre, 2021
Zenón De Paz Toledo
 
 

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