Contemplando el rostro bicéfalo de uno de los cuadros de Alberto Quintanilla, descubrí que había otro, oculto. El rostro de la libertad y la dignidad de todo un pueblo.
Cuentan, que en sus primeros años de artista fue invitado -casi obligado- por los camaradas del Cusco Rojo a plasmar una obra que representara el mensaje de aquellos tiempos. Entonces, pinta un cuadro desmesurado donde un gamonal montado sobre un caballo blanco está azotando a cinco indios. El cuadro es expuesto y los camaradas no dejan de afluir para elogiar al artista. Quintanilla contiene una rara tristeza. Pero luego aparece otro grupo de jóvenes perteneciente a la rancia burguesía cusqueña, también para felicitarlo diciendo “Cholo tú eres de nosotros”, el artista casi iracundo quiere una respuesta en el acto y el grupito aclama al unísono “tú has sabido testimoniar la valentía de este señor, enfrentándose a cinco indios cobardes”. Allí nació y murió la tentativa de frecuentar los dominios estéticos del Realismo Socialista. Alberto Quintanilla agarró también su caballo para alejarse a trote hacia otros horizontes.
En Alberto Quintanilla el sentido de la justicia es consustancial, por ser hijo de un país y de una nación sojuzgada durante cinco siglos. En él no es necesaria la pertenencia a una confesión para saber por qué ribera camina como peruano universal; es alguien que se indigna y se solidariza en voz alta a manera de esos ecos que retumban en sus obras.
El artista cita a menudo a los Aparecidos, personajes del más allá, que pueblan los cuentos de los hogares andinos y que en algunas pinturas se reproducen. De un tiempo a esta parte nos recuerda que es hora también de hablar de los Desaparecidos, en clara alusión a todos los inocentes, sobre todo de origen quechua, que fueron asesinados y sepultados en fosas comunes durante las escenas de terror donde los actores principales -sean jefes de Estado como los señores Belaunde, García, Fujimori o el jefe de los subversivos, como el señor Guzmán- no hablaban quechua.
Alberto Quintanilla ha levantado siempre la voz, a veces solitaria, contra la pestilencia enraizada en la sociedad y la política del país, cuya génesis probablemente sea aquel día en que el saqueo y el genocidio dieron un nuevo curso a nuestra historia. Tal vez por eso los que hablan de él dicen poco y los que callan temen mucho.
Hace tres décadas en una de las avenidas que bordea el lago Leman en Ginebra, vi un anuncio espectacular que mostraba un afiche que reproducía una pintura de la conocida huahua (bebe en quechua) que el artista había donado para recaudar fondos en el marco de una actividad humanitaria. Lejos de mi pueblito apurimeño, me encontré frente a frente con la nostalgia y el orgullo: primero, porque yo fui criado y arrullado como esa huahua y segundo, porque había un cholo que había colgado la cultura andina a la altura del arco iris en tierras tan lejanas.
Su obra de magnitudes casi sensoriales, donde el aroma del ñuqchu transciende desde arcanas profundidades junto al humo cinabrio de la guamanripa, nos guía, hacia ese gran espejo que se llama identidad. Nos dice que es hora de quitarnos la máscara que nos impuso la cultura dominante y vernos en ese lago sideral, de lunas y perros míticos, para empezar a redescubrirnos y querernos. Me contaba este extraordinario artista que cada vez que se levanta en las mañanas, se mira en el espejo y dice “cholo Quintanilla qué bello, eres”. Es esa ablución matinal que nos hace falta a muchos. Por eso Quintanilla no solo es aporte pictórico, sino también es el grito primal de los pueblos que fueron condenados al silencio.
Tuve la suerte de franquear el umbral de su casa en París, el año 1991, junto con el recordado Daniel Estrada, por entonces alcalde del Cusco. Desde entonces encontrar à Alberto, a menudo al lado de Hélène, era un descubrimiento de sus nuevas facetas, ora pintor, ora escultor, ora poeta y cantor. Él es un maestro de la oralidad, su voz es un repaso a las páginas sonoras de la memoria; qué mejor si éstas puedan ser acompañadas por el tañer de las cuerdas de una guitarra andina. Canta con voz quebrada "en una noche muy tenebrosa junto al arroyo yo te he visto, tejiendo siempre entre tus trenzas el imposible de tu cariño" ¿de donde parten estas frases y hacia dónde van? Poemas anónimos felizmente destinados a la perennidad, porque por ahí cuentan que los cantores como él nunca sucumben en el olvido. Alberto también es eso y otro, pero a pesar de este perfil casi renacentista él es auténtico y la fidelidad que le acompaña a su estilo de vida y arte no ha cambiado desde que dejó su Cusco natal.
Más de una vez tuve el honor de acogerlo en mi casa; mi oculta admiración fue a sus pequeños gestos de lo cotidiano, que eran grandes mensajes de artista. Una vez nos pusimos a cocinar y vi que sobre la plancha de la cocina se diseñaba un cuadro de belleza efímera hecho a base de las legumbres y verduras cortadas, dispuestas por tamaño y colores por las manos de un artista.
En fin, Alberto Quintanilla, como hombre y artista nos dará siempre ese mensaje estentóreo de que más allá de aquellas montañas, que a muchos todavía nos nublan la vista, existe una cultura vigorosa cuyas raíces se alimentan de tierras fecundas e imperiales.
Cuentan, que en sus primeros años de artista fue invitado -casi obligado- por los camaradas del Cusco Rojo a plasmar una obra que representara el mensaje de aquellos tiempos. Entonces, pinta un cuadro desmesurado donde un gamonal montado sobre un caballo blanco está azotando a cinco indios. El cuadro es expuesto y los camaradas no dejan de afluir para elogiar al artista. Quintanilla contiene una rara tristeza. Pero luego aparece otro grupo de jóvenes perteneciente a la rancia burguesía cusqueña, también para felicitarlo diciendo “Cholo tú eres de nosotros”, el artista casi iracundo quiere una respuesta en el acto y el grupito aclama al unísono “tú has sabido testimoniar la valentía de este señor, enfrentándose a cinco indios cobardes”. Allí nació y murió la tentativa de frecuentar los dominios estéticos del Realismo Socialista. Alberto Quintanilla agarró también su caballo para alejarse a trote hacia otros horizontes.
En Alberto Quintanilla el sentido de la justicia es consustancial, por ser hijo de un país y de una nación sojuzgada durante cinco siglos. En él no es necesaria la pertenencia a una confesión para saber por qué ribera camina como peruano universal; es alguien que se indigna y se solidariza en voz alta a manera de esos ecos que retumban en sus obras.
El artista cita a menudo a los Aparecidos, personajes del más allá, que pueblan los cuentos de los hogares andinos y que en algunas pinturas se reproducen. De un tiempo a esta parte nos recuerda que es hora también de hablar de los Desaparecidos, en clara alusión a todos los inocentes, sobre todo de origen quechua, que fueron asesinados y sepultados en fosas comunes durante las escenas de terror donde los actores principales -sean jefes de Estado como los señores Belaunde, García, Fujimori o el jefe de los subversivos, como el señor Guzmán- no hablaban quechua.
Alberto Quintanilla ha levantado siempre la voz, a veces solitaria, contra la pestilencia enraizada en la sociedad y la política del país, cuya génesis probablemente sea aquel día en que el saqueo y el genocidio dieron un nuevo curso a nuestra historia. Tal vez por eso los que hablan de él dicen poco y los que callan temen mucho.
Hace tres décadas en una de las avenidas que bordea el lago Leman en Ginebra, vi un anuncio espectacular que mostraba un afiche que reproducía una pintura de la conocida huahua (bebe en quechua) que el artista había donado para recaudar fondos en el marco de una actividad humanitaria. Lejos de mi pueblito apurimeño, me encontré frente a frente con la nostalgia y el orgullo: primero, porque yo fui criado y arrullado como esa huahua y segundo, porque había un cholo que había colgado la cultura andina a la altura del arco iris en tierras tan lejanas.
Su obra de magnitudes casi sensoriales, donde el aroma del ñuqchu transciende desde arcanas profundidades junto al humo cinabrio de la guamanripa, nos guía, hacia ese gran espejo que se llama identidad. Nos dice que es hora de quitarnos la máscara que nos impuso la cultura dominante y vernos en ese lago sideral, de lunas y perros míticos, para empezar a redescubrirnos y querernos. Me contaba este extraordinario artista que cada vez que se levanta en las mañanas, se mira en el espejo y dice “cholo Quintanilla qué bello, eres”. Es esa ablución matinal que nos hace falta a muchos. Por eso Quintanilla no solo es aporte pictórico, sino también es el grito primal de los pueblos que fueron condenados al silencio.
Tuve la suerte de franquear el umbral de su casa en París, el año 1991, junto con el recordado Daniel Estrada, por entonces alcalde del Cusco. Desde entonces encontrar à Alberto, a menudo al lado de Hélène, era un descubrimiento de sus nuevas facetas, ora pintor, ora escultor, ora poeta y cantor. Él es un maestro de la oralidad, su voz es un repaso a las páginas sonoras de la memoria; qué mejor si éstas puedan ser acompañadas por el tañer de las cuerdas de una guitarra andina. Canta con voz quebrada "en una noche muy tenebrosa junto al arroyo yo te he visto, tejiendo siempre entre tus trenzas el imposible de tu cariño" ¿de donde parten estas frases y hacia dónde van? Poemas anónimos felizmente destinados a la perennidad, porque por ahí cuentan que los cantores como él nunca sucumben en el olvido. Alberto también es eso y otro, pero a pesar de este perfil casi renacentista él es auténtico y la fidelidad que le acompaña a su estilo de vida y arte no ha cambiado desde que dejó su Cusco natal.
Más de una vez tuve el honor de acogerlo en mi casa; mi oculta admiración fue a sus pequeños gestos de lo cotidiano, que eran grandes mensajes de artista. Una vez nos pusimos a cocinar y vi que sobre la plancha de la cocina se diseñaba un cuadro de belleza efímera hecho a base de las legumbres y verduras cortadas, dispuestas por tamaño y colores por las manos de un artista.
En fin, Alberto Quintanilla, como hombre y artista nos dará siempre ese mensaje estentóreo de que más allá de aquellas montañas, que a muchos todavía nos nublan la vista, existe una cultura vigorosa cuyas raíces se alimentan de tierras fecundas e imperiales.
Ginebra, invierno de 2014
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