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La huachafería monumental. Miguel H. Tapia Salas

Con unas reflexiones sobre la Huachaferia Monumental Miguel H. Tapia Salas publica en CASACAJO unas reflexiones  sobre la huachaferia,  tema cada vez mas urgente dada la pavorosa teatralización  de la escena política.  Queda, ya en otra discusión, que es lo no huachafo, y como la sorna hacia lo  huachafo desde jerarquías estéticas difusas, difiere con la carnavalización popular, que recoge lo huachafo y lo lleva al extremo, como es el caso de la descarada y la waylaka



Existe una huachafería enorme, gigantesca, colosal, de cemento y aspiración. Construir una iglesia con puntas góticas en una ciudad del sur peruano en 2025, o un edificio en pleno centro coronado con cúpulas y coronas. Ridículo. Pero ridículo de pequeño acaudalado.

Una arquitectura desconexa de la realidad, de la historia, de la cultura, apegada tan sólo al mal gusto de lo enorme. Es que sólo quien entiende el progreso desde la limitada trinchera del cemento, puede justificar la construcción de un edificio en la mal llamada plaza de armas de una pequeña ciudad de Abancay, rodeada de casitas de adobe y tapando los cerros. La esperanza es que no lo emulen, que cortarían toda luz natural a uno de los pocos espacios públicos ¿A donde irían a patinar, a practicar sus caporales, a sentarse siquiera los piquis?
En un país ridículo donde las batallas se pierden por cansancio sin haberse librado, y el poder de facto nos arrincona, donde los pocos gobiernan sin los muchos, es entendible que prime el lucro sobre el espacio común. La huacheria monumental de la desconsideración.
Porque hay una huachafería que no deforma, sino transforma; que se apropia de otros valores para fundirlos con los suyos, como lo chicha: de carteles y arte de colores chillones. Una estética desagradable para lo hegemónico, pero valiosa en lo diferente, válida en lo popular. Una huachafería admirable, una expresión cultural e identitaria surgida del pueblo. Y otros casos donde lo escandaloso responde a una necesidad de visibilidad: como el drag queen, donde los colores y la brillantina son reacción natural a la opresión y la exclusión. Frente al intento de invisibilizarlos, el desborde de color, los bailes y los brillos son afirmación e intensidad del sentir y del existir.
Hay una huachaferia que nace de la ternura, y por lo tanto es noble y dulce, como la tía que envía flores por WhatsApp, o la que llora la muerte de un personaje de ficción al que aprendió a querer. No sucede así con lo ridículo que, en lugar de síntesis, es negación. Un intento de alejarse de lo que uno es para ser otro. Esa huachafería es deplorable, horripilante, pues no nace de una expresión cultural genuina ni es como la otra —proletaria y popular—, sino que revela un sentido de otredad, de rechazo a la clase socioeconómica a la que se pertenece y aspiración de unos valores alienados.
Sucede también a la inversa: es tan huachafa la quechua pintada de rubio y con polvos emblanquecedores, como el gringo con su chullo y poncho en busca del pachamamismo en hongos y místicas artificiales. Lo huachafo suele habitar la transición, pero en el Perú la huachafería es estructura.
La misma huachafería de construir un castillo por casa en un cono limeño, sin más justificación que la pretensión, la necesidad de presumir —groseramente— el poder construir.
Así, con la huachafería de mi ternurita diminutivita, reniego mi coleracha de un edificio que me tapa los cerros en la plaza de mi pueblo, que algunos huachafos comparan con ¿Dubái?, mientras se llaman blancos o descendientes de europeos. Kakallaw.
La huachafería monumental del progreso hacia arriba, de patios de comida en un edificio con corona cristiana. ¿Dónde estás, Jesús, para expulsar a los fariseos?


Comentarios

  1. Buen artículo. Vivimos en un país sin normas para un desarrollo urbano. Donde las áreas verdes son consideradas indecentes y el bosque de cemento, noble. Todo a nombre de la especulación y el mal gusto, cuyo nombre propio es huachafo. Exacto.

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