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El zorro andino y sus simulaciones. Julio E. Noriega Bernuy

 Julio Noriega nos permite reproducir  su articulo sobre el zorro andino como preámbulo a un seminal acercamiento  comparativo - que esperemos se haga mas, - entre Huambar poetastro acacautinaja de Juan Jose Flores y  Los Zorros del Tayta Arguedas, con referencias a Rulfo, el Manuscrito de  Huarochiri y Churata. Releer el articulo escuchando "El sonso" interpretado  en la barra del lado por el huambar Hugo Carrillo. Esa cancion fue descrita paso a paso en el capitulo "matrimonio sin conocimiennto del novio" cuando a Huambar lo hacen casar, y es cantada por una muchacha en el Disco de Oro que Carl Sagan y Frank Drake (que acaba de dejarnos) mandaran el Voyager hacia marte. Ese zorro Huambar se pasa




El zorro andino y sus simulaciones

Julio E. Noriega Bernuy

Knox College, USA.

 

El zorro forma parte importante del paisaje cultural andino y, como personaje legendario con múltiples roles, es una imagen que recorre el mundo maravilloso de novelas, cuentos y cantos en quechua y en español. Sus correrías y simulaciones enriquecen la complejidad de sus intervenciones como agente cultural, intermediario activo y “rizoma” andino, mientras traspasa barreras, entabla negociaciones, establece alianzas, dialoga, traduce, lleva y trae mensajes desde distintos espacios y emisores entre la tierra y el cielo. Siempre escurridizo, libre e independiente, sin representar a ningún bando político ni “agencia cultural”, logra promover intercambios en aras de una vida social más democrática.

 

Por el color y la textura de su piel, se dice, metafóricamente hablando, que el zorro lleva consigo un pocho rojizo. Además, por las distancias largas que recorre en busca de su presa, se le atribuye la fama de viajero. Si se ven a la distancia o se topan en la oscuridad de la noche, es posible que el hombre y el zorro no puedan diferenciarse bien. En estas circunstancias, son simple y llanamente viajeros, viajeros en poncho, ya que éste les sirve para protegerse del frío, la lluvia, el viento y, a veces, hasta para camuflar sorpresas. Parece que en los Andes poncho y equipaje fueran hechuras del zorro, uno para cubrirse el rabo y el otro para ganarse la gracia. Por eso, el equipaje con el que se acompaña a todas partes, y en el que puntualmente va depositando sus hallazgos de aventura, es versátil y siempre viaja abierto. Es que, en verdad, no se trata de cualquier equipaje, sino de una valija de sabiduría que nunca se llena y que al mismo tiempo alberga, de manera invisible, tanto la experiencia íntima y personal como la sabiduría para amenizar descansos y acortar grandes distancias en el ánimo de todo viajero. Cuanto más larga sea la distancia recorrida y mayor el número de lugares visitados, más invisible, liviano y ameno se le presenta este equipaje maravilloso que, por ser la palabra encantada y servir de llave mágica, recibe el nombre de cuento andino, cuyo poder le abre al zorro todas las puertas y le brinda increíbles y nuevas oportunidades. Por todo ello, se dice en quechua que el cuentista viaja “atuq–hina cuento q’ipiyusqa ‘cargado de cuentos como el zorro’” (Itier 109).

 

1. El agente cultural sin agencias

A estas alturas, ya no importa indagar si la cola o el equipaje tiene mayor importancia en cuanto al zorro. Sin embargo, la sabiduría e inteligencia que se le atribuye se encuentran en la cola, que además le sirve de radar, termómetro y antena, pero toda su fortuna existencial está depositada en los cuentos que siempre los transporta consigo como equipaje personal. Lo cierto es que él vive por y para su equipaje o cuento que, a su vez, le deja vivir a la gente común y corriente, permitiéndole literariamente invertir el orden de las cosas, relacionarse sin fronteras y dialogar no sólo con otros seres, sino también con todo aquello que les rodea. 

 

Para entenderlo fuera del contexto de la tradición oral andina, la traducción cultural puede servirle de poncho al zorro, allá él si se mueve demasiado o se olvida de mantener la cola escondida, tapada como de costumbre. Es ilustrativo, por ejemplo, el concepto de “rizoma” para que su papel de agente cultural se entienda mejor. Aunque el término no caiga como anillo al dedo, ni el mundo andino sea el Oeste americano, ni el zorro un árbol en el mapa de esos territorios, esta equivalencia resalta a su modo lo que Guatari y Deleuze entendían por “rizoma” y lo que ambos afirmaron a finales del siglo pasado; pero también sirve para remarcar que el zorro y el mundo andino son americanos de otra parte:

 

Y en América las direcciones no son las mismas. Es en el Este donde se hace la búsqueda arborescente y la vuelta al viejo mundo. Pero, el Oeste es rizomático con sus indios sin ascendencia, con su límite siempre huidizo, sus fronteras móviles y desplazadas. Todo un ‘mapa’ americano al Oeste donde hasta los árboles hacen rizoma. América ha invertido las direcciones: ha puesto su oriente al oeste, como si la tierra se hubiera vuelto redonda precisamente en América (Deleuze y Guatari 31).

 

Como la traducción no es sino habilidad y destreza en buscar equivalencias culturales para ciertos conceptos, la otra opción viable, aunque con resonancias de eficiencia publicitaria, sería consolidar los varios oficios del zorro andino al trabajo que realiza el “agente cultural” de la época actual e identificarlo como a uno de ellos; es decir, verlo como al estratega en fomentar programas de contribución social y política a través de prácticas creativas de cultura en acción, según los argumentos que las investigadoras Doris Sommer y Mary Louise Pratt presentan en sus estudios (Sommer 19, Pratt 328). Se trata aquí de un tipo de activismo cultural organizado e institucionalizado alrededor de una entidad modelo para Las Américas, una organización tripartita, llamada “agencia cultural”, cuyos participantes forman tres grupos especializados: artistas, agentes e investigadores o estudiosos. La agencia reconoce el poder político que tienen las prácticas culturales y exige, además, que los tres sectores formen una alianza con fines de promover una doble misión o gestión, la de la cultura política por un lado y la de la política cultural por otro,[1]todo esto teniendo en cuenta el papel de traductor y mediador que deben cumplir los investigadores.[2]

 

El zorro andino ha asumido con rigor papeles de esta naturaleza y ha alcanzado resultados similares. En tal sentido, más que personaje mítico legendario, es una institución dentro de la literatura oral porque cumple la función de agente, artista e investigador a la vez. Promueve con éxito, desde hace milenios, el willanakuy, la costumbre tradicional de congregarse cada noche entre los vecinos, en el escenario de patios y plazas de los pueblos andinos, para contarse cuentos de zorros, historias en las que el mismo zorro oficia de narrador, personaje, mediador, intérprete y negociador entre distintos estamentos sociales.

 

2. El huérfano celestial

Al zorro andino se le identifica en los mitos como a un wakcha, huérfano y “solitario sin familia” (Kessel 45).[3]La explicación se encuentra en el tipo de vida del zorro que, como animal de caza al acecho de su presa, siempre anda solo y sigiloso, sin formar ninguna jauría ni establecer un paraje fijo de residencia. Su desplazamiento de recorrido habitual se extiende desde las áreas dedicadas al cultivo hasta las altas cordilleras. Construye su guarida entre los 3,500 y 4,000 metros de altura sobre el nivel del mar, pero la mayor parte del tiempo vive en condiciones de seminómada (Itier 112). Su mayor hazaña, pues, consiste en sobrevivir cualquier contratiempo en la aventura diaria de buscarse la vida a expensas del descuido de sus víctimas.

 

A lo largo de tantos siglos de ejercicio creativo, la literatura oral indígena y la hispana en interacción han terminado por convertir al zorro en un personaje de gran importancia cultural. De modo que, paradójicamente al wakchamítico, a este personaje no le falta nada y continuamente trasciende el espacio limitado de los pobres. Así, en el plano literario, ha sido bautizado con varios y respetables nombres propios, tanto de hombre como de mujer: Reinaldo, Antonio, Juan, Diego, Martín, Pascual y Catalina (Kessel 37, Morote 79, Espinosa 165). Forma parte además de una familia numerosa, cuyo origen y abolengo se remontan a la época medieval, a la Europa del tío Reinaldo para después mudarse durante la Colonia al mundo andino, donde también se hizo famoso el sobrino Antonio, tan tramposo y ladrón como su tío Reinaldo (Kessel 37). Varios son los lazos de parentesco con los que se relaciona como miembro de familia. Uno de ellos es, por ejemplo, el compadrazgo, cuya institucionalización y proliferación en las comunidades andinas introdujo otro vínculo de familia espiritual muy dinámico y oportuno para legitimar, mediante una ceremonia pública de apadrinamiento, los compromisos adquiridos entre los compadres, en general, de diferente condición económica o grupo étnico (Arguedas 114, Taylor 144). Por tanto, según las oportunidades que presentan los nuevos modelos de organización social en práctica, el zorro es compadre del que se le cruza en el camino y le ofrece la posibilidad de conseguir sus propósitos. Proclama el compadrazgo en su encuentro con el cóndor que lo lleva al cielo, con el gallinazo, con el ratón y con la huachua, la comadre espiritual que le guarda la carga (Vienrich 63, 70). Además, al margen de las relaciones de poder que en cada caso de su interacción puede establecerse, se le trata con frecuencia como a un miembro cercano de familia, hermano, tío, cuñado y hasta como a un niño travieso. Porque para los pastores, quienes reconocen su inteligencia y lo respetan por su habilidad de pronosticar el buen o mal año que esperan, no es un animal cualquiera sino un niño mimado: “No hay que decir ‘zorro’. Los pastores no le dicen ‘zorro’. Lo llaman ‘niñito’. Lo llaman diciendo: ‘Niñito, cuida bien tus ovejas, no vaya a ser que otros niñitos se las coman; niñito, atájalos, cuida las ovejas, niñito, tus ovejas’” (Itier 111).

 

En los tiempos precolombinos el zorro andino era también el mediador mítico entre los dioses y los hombres. El quechua sintetiza muy bien en su etimología las cualidades de atuq(zorro), watuq(adivino) y musiaq(sabio) como propiedades de un mismo sujeto trascendental. Más allá de las similitudes acústicas entre palabras homófonas o las que poseen las sinónimas en cuanto a su sentido y significado, estos términos son realmente intercambiables. Todos ellos aluden a lo uno y múltiple a la vez, donde ese uno es el zorro y lo múltiple los atributos que lo caracterizan e identifican. Es decir, en quechua, tanto el adivino como el sabio tienen algo de zorro. Zorros fueron los mensajeros del dios Pachacamac en los relatos de Huarochirí y que cumplieron, además, el papel de sabios y adivinos. Pero, curiosamente, ni el saber ni el conocimiento les vienen de la mente, sino de la cola, del rabo mítico y mágico que algunas veces se les ha mojado en agua, chamuscado en fuego o que, cuando van a anunciar adversidades, simplemente se la muerden igual que en uno de los tantos dibujos locuaces del cronista indio Guamán Poma de Ayala (198).[4]Pueden librarse o más bien condenarse porque saben, conocen y, cuando ha llegado el momento oportuno, proclaman ante los implicados la verdad de ciertos secretos, que ni los hombres ni los dioses menores alcanzan a descubrir. En loca y desesperada persecución a la madre de su hijo, a la mujer a quien había logrado embarazar valiéndose de una treta, Cuniraya premió al cóndor, al halcón, al puma y a los loros, quienes le dijeron las mentiras que quería oír y que le ilusionaron con falsas esperanzas de alcanzar a la mujer antes de que llegara al mar y se convirtiera en piedra. En cambio, castigó al zorro con un designio fatal, sentenciando, con ánimo de venganza y con aire de vanidoso, que fuera tratado de “zorro malvado y desgraciado” (Taylor 65), por el hecho de haberle anticipado, en su papel de único informante fiable, la mala noticia de que, en verdad, él jamás alcanzaría a aquella mujer. Tal vez, la creencia de que la verdad desnuda se halla solamente en la boca del zorro y la proliferación de oficios que se le atribuyen en la tradición popular andina respondan a este lejano antecedente. Aparte de revelar la verdad aunque terminara castigado, el zorro, pues, ha destacado con éxito, entre otros quehaceres, de corredor, danzante, músico, adivino, ladrón, mediador, intérprete, juez y enamorado fiel. Tal y conforme se desempeñó como mensajero de Pachacamac o perro mítico de los wamani, ha demostrado ser en muchos relatos el juez justiciero en la contienda entre el hombre y la culebra, el corredor honesto en sus apuestas con el batán y el sapo, el mediador eficaz frente al inminente peligro del labrador y sus bueyes ante la amenaza del león; pero, sobre todo, resultó coronándose de eximio músico, danzante y enamorado. Debido a la fama que le dieron estas tres últimas ocupaciones, aquel zorro pobre y despreciado en la tierra, no sólo logró bajar de las alturas a los pueblos, relacionarse con sus habitantes y meterse hasta en la cama de las mujeres más vigiladas, sino subir y llegar a la gloria del cielo, invitado a veces para amenizar una boda, un banquete o simplemente a oír misa junto a San Pedro. Aunque otras veces, se dice que se fue allá perdidamente enamorado de los rayos y la hermosura de la luna, en cuya superficie luminosa habría estampado su presencia que todavía se observa como si se tratara de unos lunares: “Dicen que una zorra se enamoró de la Luna viéndola tan hermosa, y que, por visitarla, subió al cielo, y cuando quiso echar mano de ella, la Luna se abrazó con la zorra y la pegó a sí, y que de esto se le hicieron las manchas”. (Garcilaso, libro II, XXIII: 107).[5]

 

3. La simulación del burlado burlador

Las paradojas se presentan en el mundo andino con un sentido peculiar del humor brutal y perverso. El zorro es el provocador que fomenta este sentimiento de contrariedad. Curioso en extremo y aventurero por naturaleza, crea episodios que se van encadenando entre sí, a través de innumerables chascos y tropiezos destinados a obstruir, alterar e impedir el cumplimiento de su propósito final. Aprovecha para ello del recurso efectivo de dos estrategias en su actuación: la simulación y la huida. La primera le facilita aparentar lo que no es, usar su astucia para hacerse pasar por muerto estando vivo: “Se tiende en el suelo y se hace el muerto” (Morote 82). La situación, sin embargo, no se detiene ni termina aquí. Con esta escena sólo se ha dado inicio al curso de imprevisibles sucesos a llevarse a cabo como efecto inmediato del simulacro. “Cuando los campesinos llegan lo encuentran ‘muerto’ y ‘agusanado’. Lo toman del rabo y lo botan lejos” (Morote 83). Aunque se sabe que tarde o temprano se comprobará y se dará por descubierto el simulacro, no hay manera de anticipar los acontecimientos que, uno tras otro, se irán sucediendo mientras no haya llegado ese momento. El meollo de la situación consiste en el reto, en el chantaje que inflige el zorro al poner su cuerpo, vivo y muerto a la vez, a disposición de la trama narrativa que depende mucho de la suerte que corre el animal y también de la cuota de improvisación humana. Una vez que se le haya pillado, el zorro recurre a su segunda estrategia: escapa, huye y “aprovecha de ese momento para levantarse y continuar con sus correrías” (Morote 83). Es decir que, con el escape sorpresivo, se vuelve de inmediato al principio de otro episodio con nuevos acontecimientos tan sorprendentes como los vividos ante el cuerpo muerto en apariencia. Si, en cambio, la suerte le es tan adversa que de ningún modo puede zafarse, “cuando su fin es irremediable, necesita morder algo para morir” (Morote 88) tranquilo, castigado por todo el agravio que cometió al haber puesto al descubierto la verdad de las paradojas que tiene la legitimidad de un determinado orden social y económico.

 

Un rápido escrutinio de los relatos y de sus variantes en el mundo andino muestra que el zorro es un gran perdedor, un burlador burlado y humillado. La mayoría de las aves, el sapo y especialmente el ratón don Diego se encargan de darle una lección, de demostrar que para “un zorro sabihondo hay un sapo malicioso”, que alguien sensato, a diferencia del zorro descontento, debe quedarse “satisfecho con aquello que la naturaleza le otorga”, que la venganza no vale y la “cólera es muy mala consejera” y que, a la larga, el fin es triste para “todos los presuntuosos y palanganas: [quienes]suben en alas de la amistad y ¡mueren aplastados si se les deja a su propia suerte!” (Vienrich 41, 50, 66, 75). Son contados los casos en que sus apuestas, retos y encuentros con otros animales y humanos tienen un final favorable, casos en los cuales generalmente la otra parte goza de mayor prestigio y poder que él. El tránsito del mito indígena al cuento en los relatos orales modernos y la influencia moralizadora de las historias de animales en la tradición española, con la que, sin duda, la tradicional vertiente andina se ha fusionado después de la Conquista, son las posibles explicaciones de cómo el zorro, al mismo tiempo en que la situación e imagen del indio iban denigrándose, ha venido perdiendo su original papel de mediador entre los dioses y los hombres para transformarse del “héroe al torpe y perdedor” en las contiendas y servir, además, de modelo para aceptar la moraleja de la “habilidad convertida en torpeza” (Espino [2]). No obstante, la tortura al zorro parece haber empezado mucho antes de la llegada de los españoles, cuando, en la época de pequeñas confederaciones, se aseguró la agricultura andina a cargo de emigrantes indígenas que, en busca de tierras fértiles, habían bajado de las alturas y renunciado el pastoreo al asentarse en pueblos más prometedores, situados a la orilla de los ríos, entre los valles fecundos y templados tanto de la sierra como de la costa. Por eso, se nos informa que ya en sus tiempos Cuniraya, andando cerca del mar y avisado de la mala noticia que le esperaba, lo había condenado a vivir despreciado, aborrecido por el resto de su vida. Incluso en los cuentos de hoy en día, se nota que hay una diferencia no sólo en el comportamiento que tiene, sino en el trato que recibe un zorro en comparación con el otro. 

 

Para ser más precisos, es indispensable hablar del zorro en dos dimensiones, el de arriba que es animal-divino y el de abajo que también es animal-humano, tal y conforme aparecen clasificados en los mitos ancestrales de Huarochirí y en la última novela de José María Arguedas. Examinar sus oficios y costumbres complementaría, como ya lo ha sugerido Gonzalo Espino, la tarea lingüística de elaborar mapas que delimiten fronteras culturales porque, aunque ambos se originan arriba en las alturas y se cubren el cuerpo con el mismo poncho simbólico, es totalmente distinto el zorro ovejero, flautista, tinyero, enamorado y adivino del otro, gallinero, mazamorrero, guitarrista, ladrón y mujeriego. El primero es el zorro de arriba, el perro de los dioses montaña, el mensajero, el niño al que los pastores le hablan con cariño, sin gritarle ni molestarlo, ya que pronostica el año de buenas o malas cosechas y, siendo el doble o alter ego del propio pastor, cuida el rebaño de ovejas como si fuera suyo (Itier 110-112). El segundo, en cambio, es el zorro de abajo humanizado, el migrante andino que, recién llegado a los pueblos y ciudades grandes, se desempeña en diferentes oficios de carácter urbano, cambia de alimentación, usa distintas estrategias para establecer alianzas con amigos y enemigos, se infiltra en espacios privados y por todo esto puede ser visto, a veces, como una amenaza al orden establecido porque introduce cambios e intercambios que lo mantienen libre en el nuevo espacio al que se ha mudado. Éste es el zorro que a lo largo de años de experiencia adquiere una maestría insuperable en la simulación y en el desarrollo de nuevas estrategias, no sólo para transgredir el orden, sino para escapar a cualquier mecanismo de control. 

 

En los relatos orales andinos, el zorro pierde cuando debe perder y cuando no debe recurre a la simulación. Con el propósito de proyectar con eficacia la imagen del héroe, que se sacrifica no sólo por anunciar o denunciar la verdad sino por alcanzar un ideal, se le declara perdedor mientras su contendor es débil o deshonesto. Se consigue así respaldar la creencia de que su conducta está regida por el principio de respeto a la diferencia, puesto que en ella prima la paciencia y tolerancia para con los seres más vulnerables. Además, cuando se le hace pasar por tonto frente a otros rivales supuestamente menos listos que él, se rescata el sentido de la moraleja implícita: más vale ser víctima de un engaño que ganar haciendo trampas. Entonces, este resultado pone en evidencia que, a pesar de lo que se dice, el zorro no es tramposo, sino un geniecillo que convierte su derrota de burlado en burlador. Como héroe popular, a él no le importa el simple hecho de salir victorioso en las contiendas y competencias. Su misión principal consiste más bien en confabular los sucesos mismos, en ser el protagonista que altera normas establecidas y se entromete en asuntos prohibidos o en espacios ajenos. Intenta, después, librarse del castigo que le espera por esta transgresión y, si no lo consigue, está condenado a sufrirlo hasta morir desbarrancado, quemado, apaleado o aventado desde muy alto en el aire al suelo. Pero, en cualquier caso, lo que ni el castigo ni la muerte pueden erradicar es lo transgredido. Aunque tratándose del zorro nunca se sabe. Su muerte es también vida. De sus restos desparramados, nacieron y crecieron las plantas del cielo en la tierra. En los precipicios, por donde su cuerpo había rodado un día, brotaron las cataratas de agua que hoy adornan las montañas. En fin, trátese de lo que se trate, de simulacro o de paradoja, la suerte que ha corrido el zorro se debe, en última instancia, al humor andino que, rompiendo las fronteras que separan la realidad de la ficción y la división que hay entre el mundo animal, humano y divino, juntó el sujeto y el objeto en uno, en un sujeto colectivo, contradictorio y complementario de hombre-zorro, tonto-listo, vivo-muerto y burlador-burlado.

 

4. El zorro escritor

Hay algunos escritores zorros en la literatura latinoamericana. El mexicano Juan Rulfo era uno de ellos. Rulfo fue el protagonista de “El zorro es más sabio”, la pequeña y última fábula que apareció en el libro La oveja negra y demás fábulas(1969) y que fue escrita por uno de sus íntimos amigos, el conocido fabulador guatemalteco Augusto Monterroso, autodidacta ingenioso, maestro indiscutible de la minificción y para quien, irónicamente, “ninguna fábula es dañina, excepto cuando alcanza a verse en ella alguna enseñanza”.[6]La fábula sobre el caso Rulfo puede leerse como la historia del escritor sabio —es decir, zorro— que, a pesar de lo que la gente le exige, apuesta por la buena literatura y que no arriesga a poner en juego su prestigio por el insaciable apetito comercial de ganar más dinero. Sin embargo, ni el hecho de sentirse satisfecho ni el de guardar silencio por largos años, virtudes con las que sí se identifica este zorro mexicano, son una cualidad propia de los zorros andinos. Rulfo como personaje en la fábula oficia de escritor zorro y no de zorro escritor. Sin embargo, hacía de zorro escritor cuando escribía él mismo, especialmente cuando imitaba al tío Celerino en la manera de narrar y así encontrar una forma de escritura oral que le permitiera trasladar al mundo literario las historias que le había contado el tío, borracho empedernido, padrino de muchos niños y, como buen zorro, gran narrador e inventor de cuentos orales. Conforme a la estrecha relación que tienen los zorros entre tíos y sobrinos,[7]la muerte del tío Celerino habría condenado al sobrino Rulfo a guardar silencio literario por el resto de su vida y a encarnar, de un modo muy original, el oficio de escritor zorro y zorro escritor a la vez. 

 

El zorro en el mundo andino tomó el lápiz y el papel poco después de que llegara la escritura de Europa. Los primeros zorros escritores fueron Garcilaso de la Vega y Guamán Poma de Ayala. El Inca y el Príncipe escribían “como indio”, tal como lo dijo en su oportunidad Alejandro Peralta, seudónimo de Gamaliel Churata (162-63), otro zorro más reciente, que también escribía y leía, no sólo como indio sino en indio. Todos ellos fueron zorros andinos por su origen, pero lo fueron mucho más, tanto por el desplazamiento espacial y físico que experimentaron en sus vidas, cuanto por el intercambio étnico, lingüístico y cultural que fomentaron con sus obras. En sus andanzas de zorro intruso, unieron geográficamente el viejo con el nuevo mundo, la costa con la sierra y el altiplano peruano con el boliviano, lugares en los cuales se identificaban como forasteros: indio en el viejo mundo, serrano en la costa y peruano en Bolivia. Se cambiaron de nombres igual que el zorro y, también como él, se desempeñaron en controvertidos trabajos u oficios y formaron parte de distintos grupos sociales, incluso adoptando títulos nobiliarios de tradición indígena. En momentos críticos, se destacaron estratégicamente como cronistas, renacentistas y vanguardistas para narrar con éxito en sus libros —que fueron censurados, requisados, incendiados y no pocas veces quemados como el mismo zorro—[8]la historia ingeniosa de sus propias vidas en forma de mitos. Así, quejándose a veces de pobreza extrema y siempre simulando hacer una cosa para conseguir otra, fueron capaces de mantener su bilingüismo, de sentir en indio y escribir en castellano, de convertir sus derrotas en triunfos y de vivir por y para sus cuentos, exactamente al estilo del zorro andino: pobre, indomable, simulador, fabulador y multilingüe.[9]

 

5. El zorro Flores

Juan José Flores, con Huámbar poetastro acacautinaja(1933), también ejerció el papel de zorro escritor. El original relato de Flores permaneció embaulado por muchos años, luego de que algunas copias, distribuidas en su momento y de manera personal entre Ayacucho y Apurímac, escaparan del fuego que les prendía la propia hija del autor, más avergonzada que temerosa por la irreverencia del libro frente a los grupos de poder local. Recién a finales del siglo pasado, el creciente interés de intelectuales y universitarios provincianos en textos poco convencionales propició la circulación de ediciones piratas (Villar 4-6), tras la desaparición del gamonalismo sureño, el incremento de la migración del campo a la ciudad, los experimentos de reforma agraria en los 70 y, finalmente, el levantamiento de Sendero Luminoso en los 80.

 

Para los lectores de la época en que se publicó por primera vez, Huámbar poetastro acacautinajaes simplemente un trabajo costumbrista, “un trozo de vida serrana, volcado en el papel […con el humor de un mestizo poco instruido que piensa en quechua y habla en castellano” (Pino 7, 8). Los estudios más recientes y mejor informados de modernas teorías literarias aseguran que se trata de una propuesta polifónica, carnavalesca y heterogénea, ya que responde a la elaboración de un paradigma de “culturas y hablas subalternas, indígenas y populares” (Villar 3). Sin embargo, la gran mayoría, tanto entre los primeros como entre los últimos estudiosos, coincide obviamente en ponderar el carácter oral y el formato de múltiples géneros en el que se presenta el relato: cantos, poemas, cartas, testamentos, adivinanzas, discursos y, según lo corroborado, un contrapunto andino y tradicional de insultos bilingües de doble sentido (tratanakuy).[10]

 

Además de ridiculizar las costumbres y acciones de algunos vecinos de pueblo, a quienes puede identificárseles dentro de la obra con nombres, apellidos y otras señas muy particulares, Huámbar personifica al zorro de arriba recién bajado al mundo urbano porque sus características y aventuras reproducen fielmente aquellos motivos que se cuentan de manera puntual en los relatos orales. Sus simulaciones cómicas de escritor (poetastro) y de hombre muerto-vivo, que con ingenuidad hace lo imposible para no consumar el suicidio, se ubican en una etapa de transición y negociación plena entre las prácticas orales y la escritura literaria. 

 

Los personajes principales del relato, envueltos en una red de parentesco entre el tío y el sobrino tanto como de padrinazgo entre el padrino y el ahijado, observan relaciones de tratamiento que corresponden al patrón establecido en la familia de zorros en los cuentos. En general, Huámbar se presenta como un notable músico, “músico mayor”, y uno de los más “populares”, quien, junto al cura del pueblo, come, baila y bebe en exceso cuando se trata de sus propias fiestas y celebraciones, aunque pasa hambre, frío y otras peripecias incontables en el transcurso de su vida cotidiana. Huámbar también es viajero y pobre (“huacham callani”) que pasa por zorro adivino y enamorado. Aledaida, la mujer con la que establece relaciones amorosas, y en especial las tres muchachas ayacuchanas —Aurora, Victoria y Adriana— para quienes escribe versos amorosos, llevan el nombre genérico de “pollitas”, es decir, presas de caza para el zorro. El relato en su totalidad es un ciclo vicioso de las capturas y las posteriores huidas de Huámbar. Después de cada captura es robado, apaleado, azotado desnudo y encerrado en gallineros que le sirven de prisión. Es entonces cuando recurre con frecuencia a la estrategia de la simulación para buscar fugarse de todos los aprietos, encierros y castigos:

 

Tuve una idea luminosa en ese momento, me hice el muerto, con la esperanza de que mi fingido cadáver sería entregado a mi mujer y, por ende, recobrada mi libertad […] Para la llegada de las autoridades, me llené la boca de sangre coagulada […] El médico me examinó la boca y declaró que por ahí había entrado la bala […] Mi alegría fue indescriptible, casi me levanté a bailar […] pero, al instante se me heló el alma, cuando oí decir —lleven el cadáver a la morgue.

Vi con desesperación desbaratarse todo mi plan. No estaba en mi libro la tal morgue […] Sin embargo, no quise descubrirme que estaba vivo […] Me traficaron los bolsillos y me sacaron los papeles, testamento, carta y recurso […] Dos cachacos me tomaron de los brazos y me arrestaron […] llegué al anfiteatro […] me despojaron de toda mi ropa y me introdujeron […] Una vez adentro, me acostaron en una mesa de mármol, más fría que la tumba, y yo continuaba […] conteniendo los orines y el pedo […luego] Yo me levanté, como movido por una fuerza eléctrica, y casi me desgañité gritando […] ¡Socorro, auxilio, me matan! […] Todos se quedaron absortos, boquiabiertos, mirándose unos a otros, y yo buscaba la puerta para escaparme (Flores 91, 100, 106).

 

Huámbar es, sin duda, la encarnación de un zorro músico y gallinero que, vagando de pueblo en pueblo, ha logrado bajar de las altas punas a la ciudad de Huamanga. Su intención en ella es hacerse pasar por escritor, simular no sólo para huir, sino también para llevarse a la mujer del cura, enamorar a las “pollitas huamanguinas” más cuidadas y, en fin, armar un escándalo público al violar espacios íntimos en sus aventuras de músico y enamorado que come, baila y se emborracha con una conducta similar a la del zorro que, según cuentan los relatos míticos, asistió invitado al cielo para tocar en un matrimonio y, de paso, oír misa al lado de los santos. Aunque los episodios de sus aventuras fueran impredecibles, su destino final ya está anunciado. Por tanto, tal y como fue expulsado el zorro mítico del cielo por transgredir un espacio sagrado, Huámbar, despojado de todas sus pertenencias, de su poncho y hasta de su mujer, tiene que abandonar la ciudad y seguir sus aventuras solo, como un buen zorro, sin más compañía que el atado o equipaje ameno de sus propios cuentos y hazañas.

 

Al escribir su relato, Flores usa episodios cortos que en secuencia cronológica ensamblan la estructura de su obra. Luego, a manera de un subtítulo largo o de una advertencia oportuna al lector presenta un resumen del asunto que va a tratar: “Las aventuras cómico-trágicas de Sardaniel Huámbar Lordigo, relatadas a su camarada Burdoloza Tuertone, con traducción literal y a su modo, en gran parte, del quechua al español, sin admitir, ni en el vocablo castellano mismo, todo lo que a él le pareciere quechua” (13). Además, en el diálogo que sirve de apertura al relato, Huámbar anuncia que le contará su “historia íntima” a Burdoloza, hábil en agenciarse “aguardiente de contrabando”, mientras ambos beben en la noche hasta el “amanecer”, y que, a falta de “un ‘cantágrafo’ (taquígrafo)”, el otro escribirá la historia “con el ojo sano y con el malogrado” (13) mirará a su compañero cada vez que brinden una copa. En el marco de la cultura tradicional andina, los zorros son los únicos personajes míticos que protagonizan, traducen y narran, uno tras otro, sus aventuras íntimas y trágicas con un sentido de humor que al mismo tiempo hacen reír y llorar a la gente congregada cada noche en cantinas, patios y plazas. Ellos pueden encarnarse en personas reales, asumir en escala superlativa rasgos físicos, defectos, oficios, vicios y virtudes; confundir o revelar, según el caso, secretos muy íntimos a través de un lenguaje propio. A partir de esta premisa, Flores introduce en su relato técnica, temática y estructuralmente el modelo de los cuentos de zorros y, al lograrlo, no sólo se convierte él mismo en zorro escritor, sino que inventa un lenguaje zorro, un lenguaje que dice lo que no dice y, valga la redundancia, no dice lo que dice. Se trata, pues, de una colección numerosa de las aventuras más jocosas del zorro, de personajes cuyos nombres denuncian su identidad personal y, sobre todo, de una traducción literaria que hace de la diglosia, a pesar de las limitaciones comunicativas que señala la lingüística andina, un bilingüismo creativo e infinitamente rico en polisemias tanto en los diálogos como en el discurso de la narración. En este sentido, taquígrafo y “cantágrafo” son términos claves que, como lenguaje zorro, sugieren que Huámbarpoetastro acacautinajaes una “cantagrafía” y que sintetizan en una palabra —taquigrafía— toda una teoría sobre la polémica relación entre la oralidad y la escritura en el mundo andino en dos lenguas: taqui: canto y grafía: letra. Huámbar no es poeta, sino poetastro, porque no tiene papel ni pluma.[11]Cuando escribe lo hace con su propia sangre, como si se tratara de un yawartaqui: “a falta de tinta y pluma, me corté una vena y escribí con mi sangre, en verso” (50). 

 

6. El zorro Arguedas

La narración en el mundo andino es propio de los animales, y no de los hombres. Son ellos los verdaderos protagonistas. Los humanos se limitan a ser actores, imitadores de las acciones de los animales. José María Arguedas se consideraba él mismo un animalista, dialogaba y jugaba con ellos a menudo. Hasta creía entenderlos mejor que a los hombres. En sus obras los animales son personajes importantes. El más representativo es El zorro de arriba y el zorro de abajo(1971), publicado por partes en revistas de Lima y de La Habana, tal y conforme lo iba escribiendo, a manera de un diario íntimo y de una novela durante los últimos meses de su vida, entre 1968 y 1969, hasta 1971, año de la aparición de la primera edición completa y póstuma por la Editorial Losada de Buenos Aires. El itinerario de circulación que siguió este libro, y también el de Flores, coincide plenamente con la aparición de un nuevo grupo de lectores emergentes en el Perú, cuyo sector mayoritario está constituido por migrantes andinos y bilingües en quechua y en español. Así, mediante la relectura de obras desde la perspectiva del migrante andino, se ha comprobado la existencia de una larga tradición literaria que empieza con Nueva coronica y buen gobiernoy se prolonga a El zorro de arriba y el zorro de abajo, pasando por otras obras claves como El pez de oroHuámbar poetastro acacautinaja. Como resultado de aquel polémico inventario de lecturas, Arguedas se convirtió en el zorro escritor, el abanderado y héroe cultural de la migración andina, quien, después de haber presentado un balance personal sobre lo que significa ser un escritor latinoamericano en sus tiempos, terminó trágicamente con su vida.

 

 

Por el contrario, los zorros personajes y narradores de El zorro de arriba y el zorro de abajoadoptan mecanismos mucho más complejos para lograr, de manera sutil y a través de los diarios de José María Arguedas, hablar ambos al mismo tiempo. En este sentido, los diarios son una simulación perfecta de escritura personal e íntima. No pueden leerse como diarios en sí porque se escriben como terapia y consciente de que serán publicados; pero, también porque Arguedas ha perdido el control de su escritura y de su vida misma. En ellos la realidad se ha convertido en mito o, al revés, el mito en realidad. 

 

Es aleccionador comprobar que en el caso de Arguedas la medicina occidental no le fue eficaz para nada, ni para matarlo ni para curarlo. Los diarios son indicadores de que la terapia no parece haber estado a cargo de su psiquiatra Lola Hoffmann, sino de los tantos personajes en los mitos de Huarochirí y en las entrevistas grabadas de Chimbote. Tal vez por esta razón, él, en vez de distanciarse psicológicamente del proyecto de escribir la novela, se fue haciendo parte de ella hasta convertirse en un personaje más, para que los zorros míticos pudieran guiar no sólo el destino de la novela, sino el de su propia vida. Como resultado, consigue que los capítulos o hervores de la novela que escribe no se diferencien tanto de sus diarios, ya que en ambos casos se trata de una escritura de simulación. Nada impide pensar que la novela sea, a pesar de su manifiesta apelación a la ficción, una transcripción ligeramente arreglada de los testimonios grabados en las cintas. Se sabe que el loco Moncada, entre muchos otros personajes con nombres ligeramente cambiados, vivió igual que en la novela muchos años más en Chimbote. Por otro lado, no es fácil imaginar, si de realidad se trata, que el Arguedas de los diarios no se haya muerto ni después de haberse tragado treinta y siete píldoras de seconal y que, más bien, el “encuentro con una zamba gorda, joven, prostituta [… le haya devuelto] eso que los médicos llaman ‘tono de vida’” (Arguedas 17). Lo cierto es que los diarios permiten que los zorros narradores suplanten al escritor Arguedas y, al mismo tiempo, facilitan que los dolores, recuerdos, obsesiones y traumas de infancia en Arguedas, quien en esos momentos se siente totalmente poseído por los zorros, afloren bajo el modelo de interpretación y actualización de Dioses y hombres de Huarochirí

 

 

 

Bibliografía

 

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[1]“La agencia cultural es el nombre de una especie de voz política que habla a través del arte y que puede devolverle amor al mundo mientras éste aprecie el valor de sus artistas-agentes” (Sommer 19-20). Traducción mía cada vez que cite este libro.

[2]“El enfoque de agencia cultural insiste en que el estudio académico y el activismo cultural son empresas recíprocos y se benefician mutuamente. Cada uno ilumina al otro y le da legitimidad, reconocimiento y vitalidad […] Frecuentemente, el papel del investigador es el de traductor y mediador” (Pratt 329).

[3]En el relato oral “El zorro y el grillo”, éste le insulta al otro de “Huajcho, flojo y andrajoso” (Kessel 42). La zorra misma, al provocar a su compadre gallinazo, se lamenta diciendo “yo en cambio soy pobre, a veces encuentro comida y a veces no” (Chirinos y Maque 283).

[4]Un grupo de jóvenes quechuahablantes, sanmarquinos en su mayoría, acaba de fundar Atuqpa chupan rewista, cuyos colaboradores escriben artículos, cuentos y poemas enteramente en quechua. Nótese que el nombre de la revista se inscribe dentro de la tradición mítica de resaltar el poder que tiene la cola del zorro.

[5]Si se comparan las versiones de los relatos españoles con los andinos acerca de los animales que viajan al cielo, es interesante la gran similitud que existe en cuanto a los motivos y los medios que les permiten hacerlo. Sin embargo, en algunas versiones españolas el zorro no llega al cielo, cae a tierra a mitad de camino, castigado por su mal comportamiento (Espinosa 1946).

[6]Esta afirmación categórica aparece en su colección de ensayos titulado, La palabra mágica(Monterroso). El texto del cuento aludido es el siguiente: “Un día que el Zorro estaba muy aburrido y hasta cierto punto melancólico y sin dinero, decidió convertirse en escritor, cosa a la cual se dedicó inmediatamente, pues odiaba a ese tipo de personas que dicen voy a hacer esto o lo otro y nunca lo hacen.

Su primer libro resultó muy bueno, un éxito; todo el mundo lo aplaudió, y pronto fue traducido (a veces no muy bien) a los más diversos idiomas.

El segundo fue todavía mejor que el primero, y varios profesores norteamericanos de lo más graneado del mundo académico de aquellos remotos días lo comentaron con entusiasmo y aun escribieron libros sobre los libros que hablaban de los libros del Zorro.

Desde ese momento el Zorro se dio con razón por satisfecho, y pasaron los años y no publicaba otra cosa.

Pero los demás empezaron a murmurar y a repetir ‘¿Qué pasa con el Zorro?’, y cuando lo encontraban en los cocteles puntualmente se le acercaban a decirle tiene usted que publicar más.

-Pero si ya he publicado dos libros -respondía él con cansancio.

-Y muy buenos -le contestaban-; por eso mismo tiene usted que publicar otro.

El Zorro no lo decía, pero pensaba: ‘En realidad lo que éstos quieren es que publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer’.

Y no lo hizo”.

[7]Al tío Reinaldo que viene de Europa y a su discípulo andino, el sobrino Antonio, se les conoce como tramposos y muy parecidos porque hasta sus “pertrechos son los mismos” (Kessel 37).

[8]Recuérdese la prohibición de los Comentarios realesdespués del levantamiento de Túpac Amaru II y las disposiciones virreinales para evitar su lectura y circulación. Además, la imprenta que iba a publicar el Pez de orose incendió y el manuscrito de la Nueva crónica y buen gobiernonunca llegó a su destino.

[9]“Empiezas a hablar[les] a esos cachorros [zorros] como si fueran gente. Si hablas castellano, les hablas en castellano, si hablas inglés les hablas en inglés, si hablas en quechua, entonces en quechua. Así les enseñas y en poco tiempo sus oídos aprenden a escucharte”. (Chirinos y Maque, 198).

[10]Me refiero al estudio de Melgar Hinostroza (2012).

[11]“Podía haber escrito poemas estupendos, para las mejores revistas del mundo y para las mentalidades más exigentes, si hubiese tenido papel y tinta” (Flores 1989: 51).

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