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Quiero dejar la ciudad, quiero irme a mi comunidad, mis maicitos están sufriendo. Katherin Mamani



Quiero dejar la ciudad, quiero irme a mi comunidad, mis maicitos están sufriendo

(tomado de el Boletín del Grupo de Trabajo Migraciones y fronteras Sur-Sur, de CLACSO

Katherin Mamani*

El texto está inspirado en una conversación que tuve con una joven uni- versitaria durante mi viaje de investigación a la provincia de Cotabambas en el departamento de Apurímac. Durante ese viaje compartí asiento con la joven, quien es de una comunidad campesina en Haquira. Desde su infancia hasta poco antes de cumplir los 17 años, vivió en su comuni- dad, ayudando en los cultivos de maíz y participando en las labores de siembra.

La joven me preguntó acerca de la razón de mi viaje a un lugar apartado de la ciudad. Mientras le explicaba mi intención de reunirme con una defensora ambiental, ella me contó que su motivo era visitar sus cultivos de maíz. Su padre le había comentado que no podrían hacer la primera lampa debido a la aridez del suelo por la falta de lluvia.

La joven hablaba con una voz entrecortada, susurros cargados de dolor y melancolía. En su narración, se desprendían oleadas de preocupación y tristeza. Cada palabra revelaba un vínculo profundo de responsabilidad y ternura hacia sus cultivos de maíz. Su anhelo de caminar entre los surcos

Politóloga. Miembro fundadora de la Asociación Peruana de Politólogas. La autora agradece los comentarios de Fredy Roncalla.

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de maíz era el eco de una conexión sagrada entre el ser humano y un sembrío esplendoroso de maíz.

Intentamos dormir y de repente ya era de mañana cuando ingresamos a la provincia y divisamos las montañas. La joven me preguntó si deseaba visitar su casa para regalarme su cosecha anterior de maíz. Me dijo que así me llevaría un pedacito de su trabajo, los cantos de su madre en los campos, el esfuerzo de su padre en la primera y segunda siembra, y las oraciones de su abuelita para que la cosecha fuera fructífera.

Accedí y le prometí visitar su casa para recoger mi próximo obsequio de maíz. Mientras pensaba en qué podría darle a cambio, le comenté que no sabía cómo agradecerle. Ella me miró fijamente, se quitó la mascarilla y, con una sonrisa que transmitía tranquilidad, me hizo saber que lo que más valoraba era mi presencia. Seguimos nuestra charla, mientras nos encontrábamos llegando a nuestro destino.

Descendí del bus, me despedí de la joven y me dirigí a tomar otro bus hacia mi siguiente destino. Logré con éxito concretar mis reuniones y entrevistas. Había planeado disponer de más tiempo para una reunión específica con una defensora ambiental que vive en la quebrada de Pitic, de la provincia de Mara. Para llegar debía caminar al ras de la carretera por varios kilómetros. El mayor desafío fue respirar entre la gran cantidad de polvo levantado por los camiones que transportan minerales de la mi- nera Las Bambas.

Llegué a la casa de la defensora ambiental, exhausta y sedienta. Ella me ofreció un vaso de agua de muña y un poco de chancaca. Era una bebida deliciosa y refrescante. Mientras me sentaba junto a la cocina de barro para disfrutar del calor de la leña de guarango, le conté sobre la invitación de la joven. La defensora ambiental se identificaba profundamente con la dificultad que atraviesan los sembríos.

La lluvia era escasa y las tierras se encontraban áridas, lo que augura- ba una cosecha poco fructífera y con riesgo para la alimentación de las

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familias, así como para su economía. La defensora ambiental dependía de la cosecha para mantener a su hija menor, quien estudiaba en una universidad de otro departamento. De esta manera, muchas familias vi- vían con preocupación e incertidumbre debido a la falta de lluvias.

Almorzamos un segundo de calabaza acompañado de mote y queso. Luego, me invitó a ver sus plantones de palta, durazno y los cultivos de maíz. Acepté y la seguí mientras caminábamos por un sendero que con- ducía a su chacra, situada al borde de la carretera. Yo había experimenta- do la dificultad de respirar en medio de una gran nube de polvo, pero ella lo vivía día tras día.

La defensora ambiental realizó un gesto tierno al tomar un pañuelo y co- menzar a limpiar el polvo de cada hoja del palto y luego hacer lo mismo con las hojas de los maíces. Les hablaba en quechua expresando su tris- teza al verlos delgados y sin su color verde característico. Deseaba que recuperaran su salud, que lucieran radiantes y que, al mirarlos, sintie- ra esperanza como en las temporadas de siembra anteriores cuando los veía llenos de verdor.

A medida que avanzaba con la entrevista y ella limpiaba las hojas de sus plantones, me distraje con la mirada llena de ternura que dirigía hacia la palta, el durazno y el maíz. Sin pensar demasiado, le pregunté qué senti- mientos tenía hacia una pequeña planta cubierta de polvo. Con lágrimas en los ojos, ella me explicó que son sus compañeras, como sus hijas a las que ha sembrado y visto crecer. Sin embargo, le duele verlas sedientas por la falta de lluvia y se preocupa cada día al verlas cubiertas de polvo. La relación de la defensora ambiental con los plantones de palta, duraz- no y los sembríos de maíz es una conexión entre el sujeto, las plantas y los cultivos. El sujeto y las plantas entonan su canción, un vínculo eterno que trasciende la razón. Es la conexión eco humana, esa unión sagrada de sujeto y cultivo, se plasma el respeto y el cuidado, una simbiosis subli- me de vida en armonía.

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Terminé la entrevista con la defensora ambiental y me dirigí hacia Haqui- ra para llegar a la comunidad de la joven. En el camino, respirar se volvía cada vez más difícil debido a la densa polvareda que también nublaba mis ideas y las palabras que quería transmitir a la familia de la joven. Me frustraba que el polvo captara toda mi atención y me impidiera aprove- char la oportunidad de reflexionar sobre las entrevistas con la defensora ambiental.

No podía avanzar, así que decidí tomar un automóvil. Llegamos a Ha- quira en horas de la tarde y luego contraté otro automóvil para llegar a la comunidad. Mientras tanto, el tiempo pasaba y el frío se intensifica- ba. Después de una breve siesta durante el viaje, desperté en la plaza de la comunidad. Sabía que encontrar la casa de alguien sería sencillo, ya que solo tenía que preguntar por el nombre o apellido de la familia y las personas me indicarían el camino. Efectivamente, llegué a la casa de la joven, guiado por un amable señor que me acompañó.

La joven me miró con sorpresa y me invitó a su cocina, donde me senté en su batán. Preparó una infusión de hierba luisa para mí, que resultó tan dulce que no necesité añadir ni una pizca de azúcar. Luego, empezó a desgranar las mazorcas de maíz de la cosecha anterior y me ofrecí a ayu- darle. Antes de comenzar, me advirtió que no debía derramar ni un solo grano de maíz, ya que la madre tierra nos castigaría. Con esa instrucción en mente, me dispuse a desgranar con sumo cuidado.

Mientras ambas seguíamos desgranando las mazorcas, le hice la pre- gunta acerca de cómo había sido su encuentro con sus cultivos de maíz. Hubo un breve instante de silencio antes de que nos miráramos, y en su mirada pude percibir la tristeza que la embargaba al respecto. Con voz entrecortada, la joven me respondió que sus maicitos estaban muy débi- les. Sentía impotencia por no poder mejorar la situación y deseaba tener más tiempo en su comunidad para poder ayudar a revitalizar los sem- bríos de maíz.

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Insistí en preguntar por qué se preocupaba tanto por un sembrío de maíz. Explicó que desde su infancia había visto crecer a los maíces, había crecido junto a ellos. Mientras ella avanzaba personal y profesionalmen- te estudiando en la ciudad, sus maicitos se debilitaban y no producirían frutos. No podía sentirse bien consigo misma mientras sus maicitos per- dían la vida. En el eco de sus palabras, se oculta un suspiro, un vínculo sagrado entre el ser y el maíz cautivo, pues en su corazón, aflora un dolor profundo, mientras sus maicitos se marchitan en el mundo.

En su sentir se revela un lazo íntimo y profundo, una comunión de almas entre ella y sus maíces del mundo, pues no podrá hallar plenitud en su ser completo, mientras sus amados maicitos pierden su vida en el tiempo.

Ya era de noche y la joven me invitó a quedarme a dormir en su casa. Poco después, llegaron sus padres tras una jornada de riego por asper- sión. La mamá de la joven susurraba mientras hablaba con su hija. Para crear un ambiente de mayor confianza, decidí hablar en quechua, y me miraron con ternura. Compartimos una cena de infusión de muña, hu- minta y queso.

En la cena la mamá de la joven me contaba que las lluvias habían es- caseado, su esposo se esforzaba para regar por aspersión. Un día en la madrugada le había rogado a su esposo que riegue, aunque sea llevando agua en galoneras, no podría encontrar tranquilidad al ver secarse a sus maicitos. Cómo podría dejar morir si le había cantado, le había puesto abono del excremento de cuyes, había contratado trabajadores para la primera lampa y cada vez que iba a la chacra, le hablaba como a su hija a sus maicitos.

El papá de la joven también compartía la preocupación por los maíces. Esto no solo afectaba la cosecha, sino también su situación económica. Vendían los granos en la ciudad después de la cosecha, utilizando el di- nero para los gastos de su hija universitaria.

Politóloga. Miembro fundadora de la Asociación Peruana de Politólogas. La autora agradece los comentarios de Fredy Roncalla.

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