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Guerras santas precarias: "María Maricón" y un escándalo de ficción. Matheus Calderón

 Abordando el tema de la censura en torno a una muestra cancelada en el centro "cultural" de una  una conocida universidad, Matheus  Calderón habla de la "precariedad", tema que es de urgente importancia, ya que tomarla como normal es acaso el lecho de sentido común en que se recuesta un régimen cada vez mas funesto, represivo, y  propenso a la censura. Articulo tomado de El Salmón del pasado 15 de enero, con  permiso de su autor.


La historia del arte peruano contemporáneo es rica en santas amariconadas y en vírgenes travestidas.
 
En los años 80, Sergio Zevallos y el grupo Chaclacayo escandalizaban con una apropiación de Santa Rosa de Lima, en algunas imágenes ya no patrona de las Américas sino "de las maricas", y en otras representada por el propio Zevallos travestido y lleno de alusiones a la violencia y al sexo. La pieza buscaba incomodar, revelar las dinámicas secretas entre la represión sexual, la violencia estatal (eran las épocas de la guerra civil peruana) y los imaginarios religioso-coloniales. 
 
En los 90 y 2000, vendría Giussepe Campuzano a reinventar el travestismo como categoría filosófica por derecho propio. Una de las imágenes más recordadas de Campuzano es la llamada "Virgen de las Guacas", en donde el artista aparece travestido como una virgen a las orillas del mar, capturado en el lente de Alejandro Gómez de Tuddo. 
 
No son, ni de cerca, las únicas experimentaciones de reapropiación semiótica, afectiva, sexual, de la iconografía religiosa en piezas de arte contemporáneo (aunque sí quizás las más conocidas). Pero no se trata de un delirio de la clase artística, sino más bien de un corolario: somos un país profundamente católico, lo que significa que incluso para la subversión nos las tenemos que arreglar con el lenguaje del catolicismo. 
 
La verdad es que, al leer en la página de Instagram (hoy en condición de privada) la sinopsis de María Maricón, no me pareció subversiva, mucho menos ofensiva. Al contrario, al menos en la letra, la obra parecía particularmente tierna. De la sumilla uno deducía que el travestismo, el travestirse como una virgen, era un gesto de auto-entendimiento, de búsqueda de un lugar para un sujeto (el maricón) en un modo de religiosidad (la católica) que suele negar este a este mismo sujeto. Y recurrir a las vírgenes tiene sentido: ¿a fin de cuentas, no son las madres, más que los padres, los que le hacen un espacio a sus niñitos más afeminados, a esos que, como decía Pedro Lemebel, nacen "con una alita rota"? 
 
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Poder gozar del arte implica poder gozar de una ficción, pero ojo: de una manera lo suficientemente distanciada. Por ejemplo, uno sabe que si va a ver una obra de teatro en la que alguien muere, esta persona no muere de verdad. Ante las ficciones, como el mítico Ícaro, si uno se acerca demasiado, puede terminar achicharrado por el goce; sino uno se aleja demasiado, puede no gozar en lo absoluto. (El arte contemporáneo, por ejemplo, tiene su propia forma de ficción llamada "cubo blanco").
 
Pero nuestra época (por diferentes motivos) es particularmente lesiva ante las ficciones. Se nos hace muy difícil mantener la distancia adecuada. Históricamente, ha sido el conservadurismo el que ha sostenido una relación complicada con las ficciones (aunque en los últimos años, el progresismo ha buscado idiotamente inclinar la balanza). Y decenas de guerras santas se han labrado precisamente por no poder mantenernos lo suficientemente distanciados de las ficciones (de allí que pululen las reliquias y las veras imágenes: imágenes verdaderas, artefactos de "no-ficción"). 
 
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El tema es que el que busca una guerra santa, la encuentra. Virtud y fortuna. El ultraconservadurismo religioso ha pasado los últimos años bregando por una, y la precariedad del gobierno actual, que busca alejar los reflectores de Qali Warma, el sicariato, et al, les ha dado la mejor oportunidad para hacerlo. Precariedad es una palabra clave porque nos saca de la fantasía neurótica de que tiene que haber una conspiración. No somos tan organizados para conspirar: las cosas van ocurriendo y uno las resuelve como puede.
 
Pero también del lado de la fortuna, están las condiciones materiales de la circulación de información y de afectos: la lógica algorítmica que nos domina, y que redirige la indignación como compulsión en pocos segundos. Nadie tiene tiempo de nada, menos de leer la sinopsis de una obra de teatro. El malestar e incomodidad propios de la vida pública (y aun a veces privada) son elevados a la categoría de trauma o violencia. Quejarse es importante, y no hay que perder tiempo. Contra Manuel Castells, redes de indignación sin esperanza. 
 
 
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Supongo que lo que más me molesta es que, con la decisión de cancelar la más reciente edición del Festival Saliendo de la Caja, la Pontificia Universidad Católica del Perú no solo muestra una falta de respeto ante el trabajo y esfuerzo de sus estudiantes, sino que ante la turba física y de redes, claudica a la que debería ser la primera función de una institución docente: la labor pedagógica.
 
Cancelar (que nunca es solamente una cancelación, sino promesa de cancelaciones futura, posposición de la cancelación: de allí la importancia de tomar medidas para que "situaciones como esta no vuelvan a suceder") es claudicar a poder y querer enseñar, a utilizar el malentendido y aún el conflicto como oportunidad para la pedagogía. Todo esto puede ser leído como otro corolario de la batalla contra las ficciones, porque es la ficción la que permite darle un sentido al malentendido y al conflicto. 
 
Pero hay otras salidas. La de montar la obra en otro lado. La de montar las obras, en plural, que parece el movimiento natural de defensa de lo poco (lo poquísimo) que nos queda (suponiendo todavía que hay un "nos", un "nosotros").
 
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Y vuelvo a la precariedad: hasta nuestras guerras santas son precarias, desordenadas, a la espera de ser parodiadas en El especial del humor (lo único que mantiene en una sola pieza a este fragmentado país). Por eso mismo pueden ser derrotadas, eventualmente. Pero por el momento, reír para no llorar. De algún modo, dar la otra mejilla, digamos, en cristiano. 
 
 

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