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Los viejos (Calle grande Grand Street 3) / Fredy Roncalla



 Como juntados por  imán de brujo que atrae clavos torcidos y virutas oxidadas, ahí están los viejos. Aparece Jesús, el viejo boricua, “como estas, che” con un acento argentino que recuerda al del profesor de música, boricua también, que tiene a Gardel como dios personal y nunca entendió porque el pintor peruano mandara al cantor al carajo para demostrar que no era dios ni ocho cuartos. Va de paso a China Town donde comprará camarones para su mujer, pero anda en busca de relojes usados que los cambia por cosas que se ha encontrado en la basura. Otro viejo, dueño de varios edificios, que siempre usa el mismo terno sucio y las mismas alpargatas viene a comprar la foto de Huanchaco. Te pagará lo que pides por los objetos mas dispares y es el único de los chinos que no regatea hasta el cansancio, como aquel se tiró un rollo de siete horas en mandarín para conseguir un taladro a cinco pesos menos, o como el otro que solía comprar proyectores usados antes de irse a misa y encajarlos en la covacha de su hija. Jodones y dulces. Y más tacaños que una piedra. Está el de 94 años, que se viene caminado desde Brooklyn luego de bañar a su mujer y trae unas tortugas de hueso con ojitos de rubíes falsos. Viene con una silla en la mano, conversa un poco en español, cuenta unos chistes y sigue su camino. El indio americano, de Alaska, que ha vivido toda su vida en Puerto Rico, marino mercante, boxeador, contando historias de cuchillos y cárceles, acompañando a Marios, buena gente, que él y yo somos la misma cosa, boricua, tienes un cigarro?. Y el polaco, skeleton, que anda con su par de perros, recoge sillas en una camioneta Honda del tiempo de los Pica Piedras y anda en short y sin camisa verano, invierno, otoño y primavera. Salvo aquellas veces en que le nace vestirse un poco y se prueba un vestido de mujer y se pinta los labios la tarde entera. La señora que solía pedir que le engastaran piedras cada semana para que sus enfermeras la cuidaran mejor ya no viene. Pero aun lo hace la de pelo blanco, que baja a paso firme desde el Upper West Side en busca de la rusa Olga. También está la peruana de la ropa vieja. Dice el mejicano del lado, cuya mujer es un círculo con patas y pelo teñido de rubio, que él fue quien le enseñó el negocio. Pescan con caña y anzuelo ropa usada de las cajas de donación de Salvation Army y las venden barato. Es menuda y de empuje, purito Huancayo. Uno de los hijos le maneja el carro y trabaja en un hospital, el otro es un criollito arrogante, y el que se queda con ella es un gordo agradable al que la vieja se la pasa mentándole la madre. S. llega buscando fierros viejos en el suelo para sus esculturas. Poeta, matemático y diseñador de collares de residuos industriales, anda con un chaleco sucio y una cola de caballo. Uno nunca sabe como llega a conocer a estos viejos carismáticos, que suelen mostrar un humor sutil y desprendido, a medio paso de la muerte y al margen de las convenciones, pero buscando cordones para amarrarse a la memoria y canchas para pronunciar las palabras no pronunciadas en la gran arquitectura de la soledad que es esta ciudad de solitarios. Me atrajo verlo pescar sus pequeños tesoros en el suelo como lo hacia en Cañete, caminando al borde de la Panamericana recogiendo pernos, guachas, latas aplastadas, pedazos de llanta que solía guardar en un techo de Castillo de Drácula, que era donde vivíamos encima de una ferretería abandonada, a la que uno debía bajar por la claraboya con una escalera prestada o quemándose las manos con una soga al estilo Tarzán, para tirarse lo que quedaba de la antigua tienda y no usar nada jamás. Buena conversación, y la semana siguiente viene con un pequeño poema basado en ella. Desde entonces son muchos los versos escritos a mano que me llegan semanalmente, como un tónico. Son breves, describen pequeños eventos que se elevan a lo poético en la línea final. Un poema más largo describe el acto de encontrar objetos en un botadero de basura, y el otro el horror de una rata cazada por un gato. Pero los demás son de corte lírico. La poesía, clave del mundo, revés y el derecho del caos, mechero titilante en el cuarto oscuro de la memoria, hilo de telaraña en el viento. La poesía: matorral persistente, unas cuantas palabras que valen por grandes edificios mentales, por utopías, por monologismos, por mesianismos, monoteísmos, asaltos al cielo sistema, cambios del mundo, logocentrismos, silenciocentrismos, vagocentrismos, falocentrismos, grafocentrismos, silencio descentrismos centrismos, exilios impecables y mangoneros, deconstruccionismos, chacras marginales de exhibición, palabras y mas palabras, torbellinos épicos nunca existentes, resaca de una borrachera estridente y olvido lírico. Acaso en su chiqititud la chiquititud de los poemas simples, aquellos los que el viejo encuentra en SoHo hablando con la gente y pateando latas, son los que valen? Son ellos la vela tilitante en la noria de los alucinados? O es que a los herederos de las lanzas puritanas no le pesan los bárbaros atilas y les brilla la evidencia tautológica como un seno desnudo: un poema es un poema es un poema? No les pesa el mundo ni se les clava como una enorme piedra en el ego? O tal vez sólo es cuestión de ver lo poético en lo cotidiano. Lo decía el viejo Miller, para quien el estado de gracia debía ser más común que sorprendente. Lo decían también esos fermentos setentistas, una par de vueltas por la realidad, antes de irse a los grandes edificios derrumbados en bengalas de miedo, violencia, exilio, desaparecidos, canciones ahogadas, sueños encerrados, covachas del poder donde los guardianes del circo son los que antaño merodeaban la ventana. Pero a Juan los poemas líricos le parecían pura pendejada. Y las palabras son tan abstractas como concretos son el laberinto de objetos y seres del flea market con sus viejos tan carcanchos como los objetos que hablan de vidas silenciadas por el tiempo. Cuanta cosa que tuvo un gran valor personal va a parar en una caja de cartón o encima de una mesa destartalada esperando que vengan los coleccionistas con su horror vacui y se las lleven a otro rincón del olvido? El esplendor del objeto en el momento del intercambio. Lo dijo Chatwin en alguna página de viaje. Pero ya el viejo Carlos, había advertido que ahí radicaba el fetichismo de la mercancía, y al toque Mijail respondería que el del mercado es el reino de la carajada, abriendo el camino de la canonización de la margen. Tras haber sido pisado como tierra en fiesta de huaylas ha ido floreciendo y el desmadre se pasea orondo en calles y plazas. Pero aun conserva un resplandor, una luz melosa que irradia espejismos y máscaras que difícilmente encubren la moneda. Eso es lo que une al africano y sus figuras tan cansadas como un cuadro de Picasso, al tibetano de Katmandú y el norte de la India que vende vestigios del Buda en cientos de reencarnaciones materiales mientras Santeen limpia una casa rica y hace tiempo no ve a sus niños, al Otavaleño que navega con bandera de pobre y negocia con la autenticidad mientras en Otavalo aun existen mendigos, al indio americano de borinquen, chaka original, que quien sabe como metió unos tambores y unas plumas de águila al cálido trópico de las praderas del caribe, al mejicano que le entra a todo, al peruano que vende fierros viejos y aun cree que existe el tronchismo, y al que volvió a nacer de los escombros de una tarde de Huaraz en 1970.

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