Fragmento y presentación de La bendición de Rosalía, novela de MARITHELMA COSTA

MARITHELMA COSTA invita a la presentación este sábado 8 de Junio a las pm, en la Librería la Esquina de Rio Piedras, Puerto Rico. Felicitaciones Marithelmita






La bendición de Rosalía


I. Manuscrito hallado en un basement
 
 
Cuando los dueños del building me mandaron a botar los tereques del basement, no me gustó nada. En esas covachas se almacenaba cuanto objeto más o menos de valor había en el edificio desde 1917, cuando se inauguró. Algunos paquetes tenían etiquetas con el nombre del dueño o el número del apartamento. Pero muchos no estaban identificados y solo Dios sabe cómo llegaron hasta aquí. 
Por eso fui posponiendo el trabajito hasta que no me quedó más remedio que meterle el diente. Mi jefe, Mr. Newman, dice que el alcalde le ha subido los taxes y le va a alquilar ese espacio a los grafiteros del barrio. 
Prometí pagarle a mi ahijada diez dólares la hora por ayudarme a clasificar lo que se guardaba en aquellos paquetes. Era una vaina. Teníamos que decidir a qué se le podía sacar unos cuartos y qué debía aterrizar en el camión de la basura camuflado en las fundas negras de plástico que pongo en la acera tres veces por semana. Mr. Newman decía que no estaba dispuesto a desembolsar los miles de dólares que le clavarían los de 1-800-GOT JUNK. 
Como Greidy llegó hace poco de La Romana y con su inglés machuca’o aún no puede conseguir un empleo en Wendy’s ni en MacDonald’s, aceptó. Pero exigió usar guantes de látex y una buena mascarilla. Estaba segura de que en aquellas reliquias le esperaban legiones de microbios para caerle encima. Y ella, que viene de una ciudad tan pulcra de Santo Domingo, no estaba dispuesta a toparse con las sabandijas del Bronx, ni a que le dañaran las uñas que acababa de pintarse color verde chatré.
Y resulta que Greidita tenía razón. Cuando comenzamos a revisar las cajas, nos dimos cuenta de que estaban cubiertas de una capa de sica pegajosa donde convivían cucarachas, arañas, ratones y hongos a tutiplén. A menudo los estornudos nos obligaban salir en busca de aire y a beber leche pues, según mi ahijada, era la única manera de deshacernos de los tóxicos que, a pesar de los guantes, los gorros y las mascarillas, nos estábamos metiendo entre pecho y espalda. Y no era solo con un mar de excremento con lo que debíamos lidiar; sino con el hollín de las fábricas y las boilas, las cenizas de los incendios que en los setenta transformaron el sur del Bronx en una tierra bombardeada, y con las misteriosas piedritas grises del World Trade Center que el viento trajo hasta aquí días después del 9/11. 
Greidy estaba en lo cierto: debíamos protegernos. No en balde en la escuela siempre sacó las mejores calificaciones, y se va a inscribir en premédica cuando entre en City College. Casi al final de la segunda semana, encontramos bajo una motocicleta de los años sesenta, una caja negra medio deshecha que parecía un ataúd en miniatura. Al verla sentí un barrunto. Entre los dos movimos lo que quedaba del motor, el depósito de combustible y las ruedas. Pero con el tirijala, la caja se rompió, vimos el paquete que contenía y me engranujé todo.
Mi ahijada, que es medio psíquica, se negó a tocarlo. Estaba envuelto en un mantón de seda lleno de manchas y raído donde se distinguían algunas rosas blancas bordadas sobre un fondo azul. También se veían pagodas chinas. Como parecía de valor, lo dejamos de lado, y seguimos revisando lo que durante décadas guardaron cajas, fundas y maletas. 
Cuando veía mi cara de desánimo, Greidy repetía: «Queda poco Padrino, tenga paciencia»; y reemprendíamos la faena. La verdad es que poco iba quedando. Como lo que para una persona es basura, para otra puede ser un tesoro; resultaba difícil decidir rápidamente qué objetos salvar y cuáles tirar en la basura sin pensarlo dos veces. Álbumes con recortes de periódicos de gente que murió sola, muñecos de peluche, trajes de cristianar, pañuelos bordados, fotos de recién casados y de recién nacidos, pilas de libros en inglés, español, yidddish...
Cerca del paquete del mantón que tanto repelús nos daba, encontramos un baúl con floreros de cristal tornasolados envueltos en servilletas de hilo. Como Greidy tiene gustos minimalistas —a veces pienso que no es dominicana, sino que nació en Helsinki—, no les hizo caso; pero a mí me encantaron. Los acomodé como estaban y subí el baúl a mi apartamento. Meses después mi amigo Alfonso vino a casa y se los enseñé. Me explicó que eran de cristal de Bohemia Art Nouveau y provenían de la antigua Checoslovaquia. Los puso uno a uno junto a la ventana, les sacó fotos y me prometió investigarlos con calma. Eso sí, desde ya podía asegurarme que valían un platal. A Mr. Newman, claro, no le dije ni pío.
Seguimos botando cachivaches, hasta que un buen día el basement quedó vacío. Mientras cerraba la última funda de reciclaje donde metimos las cartas que una inquilina, llamada Eugenie Étienne, recibió de su enamorado boricua quien pertenecía al 65 de Infantería y estaba en París recuperándose de las heridas recibidas en el desembarco en Normandía, me fijé de nuevo en el paquete. Greidy estaba barriendo. La llamé y vimos que en la cuerda  con la que estaba amarrado había un cartelito donde decía «Papeles de Bea» en una letra muy bonita.
Pasaron los días. Vino el inspector de las bed bugs, hubo una invasión de cucarachas, se rompió el ascensor y los bomberos tuvieron que rescatar histérica a doña Andrea, la argentina del 4 G. Hasta hubo un misterioso robo en el 5 H. Estaba tan ocupado que apenas tenía tiempo para recordar el paquete y, en el fondo, seguía con el presentimiento de que, a pesar del inocente nombre de su dueña, escondía una bomba de relojería.


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Comentarios

  1. Este cuento puede ser ficción , pero con información real. Los cachivaches que se guardan por décadas en los sótanos de los edificios , y cada uno tiene su historia , pero sus dueños no existen. Son historia porque alguien en el presente los encontró , los reviso y luego los reciclo y reuso .

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