Un relámpago entre una nube y otra
Por Luis Gusmán[1]
En este libro, el lector recorre junto con esos dos, Alas y Albees, un camino entre el amor y el desamor: “El tiempo del desamor no significaba más que un relámpago. Si por el instante de su duración o quizás porque ilumina solo un instante”. Pero para que haya desamor quizás hubo, o no necesariamente, uno anterior, el del amor.
Podemos decir que esta nouvelle es una rayuela. Solo que, como su título lo indica, arriba las nubes y abajo la tierra. Pero entre ambos el desierto es una salida posible contra el desierto del sentido.
El desierto es un tópico en la literatura. En la literatura argentina, con Sarmiento, se puebla con huellas de citas de otras literaturas, con Arlt entra teatralmente en la ciudad, es de utilería, y en Los siete locos, el lugar de una utopía.
Borges en su Atlas cuenta una anécdota y es que estando en el Sahara se inclina, toma un puñado de arena, camina unos metros y lo arroja en otro lado. Después dice: “He cambiado la forma del desierto”.
Este nouvelle para despojarse del saber del desamor no apela una escritura despojada sino a largos párrafos proustianos o a lo Saer sin otra respiración que el estilo, lo que no da una coma o un punto aparte. Esta escritora sabe de qué se trata o mejor dicho que está tratando con otra cosa: lo poético, el Tiempo entre las palabras. Entre una palabra y otra.
Entre las nubes y el desierto estos dos, contado por ella, porque él nunca habla, se asfixian. Por eso la libertad está en ese espacio que se abre entre la tierra y el cielo. Y si se llama Alas, siempre puede volar.
Lo que los rodea se antropomorfiza, se vuelve inscripción: “En esa inusitada composición de condiciones, encontraba de pronto, como un momento epigráfico en la piedra, el registro de una densidad magnifica de lo humano”.
Pero en este libro está presente la tensión del demonio de la analogía, como la llamó Mallarme. “Pero Albees hablaba un lenguaje solo de hombres, necesitaba reaprender la lengua de las plantas, los pájaros, o de la Montaña, presentir una copla sana de las mujeres sobre las agonías que no produjera ni mimetismo ni la analogía”.
El desierto y la ciudad: “Insistía la soledad en la ciudad”. Pero soledad y desamor parecen inseparables: “¿Cómo medir el tiempo de un amor ausente que hubiese sido un modo de acompañarse en este paso larguísimo por la tierra que se extendía ahora en la soledad?”.
Hay un delicado equilibrio entre lo numinoso y lo humano. Para ese poder divino religioso no dispone de un realismo mágico: “Había puesto ídolos en lugar de lo numinoso, pugnando con lo que veía afuera de sus propios anhelos proyectándose en una escena viciada, reconociéndose en imágenes de lo post humano, Albees volvía al desamor de su infancia y ahora que imaginaba que el mundo lo quería, su voluntad de poder ocupaba un lugar demasiado grande”.
Nuevamente el desamor que viene de la infancia, “el ojo ciego en el huracán del desamparo”. Pero la trasciende. Este libro es un relámpago que electriza ese espacio temporal entre lo sereno y la tempestad: “El tiempo del desamor no significaba más que un relámpago. Era una historia tardía de un pasado sin dueño, en una dirección que no era suya. El amor no se evanece, ni es jactancioso, es benigno por eso no engendra venenos y todo lo embellece”.
Lo que no es amor se alza como un viento que sopla como dominación, como manipulación de un humano sobre otro humano. Un castillo de naipes volándose con el viento del desierto, por eso para Alas: “No era poco el regalo, de esa vida nueva echando raíces capaces de soportar cualquier tormenta de arena”.
Pero este relámpago entre amor y desamor no se reduce en el libro a “escenas de la vida conyugal”. Es más primigenio, es incluso anterior al Dios monoteísta y remite al plural: los dioses.
Si como escribe Borges en su poema, “Génesis”: “No sé cuando fui Caín/ y cuando fui Abel”. Solo un amor “comunitario” desde la noche de los tiempos, ha sido capaz de arreglárselas con está ambivalencia humana, demasiado humana.
Como Lot ya no vale la pena mirar atrás, ni siquiera hay el riesgo de convertirse en estatua de sal. En el camino de la protagonista, cerca suyo, siempre habrá una fuente, un manantial, un oasis en el desierto.
Nubes, desierto, arena, agua que baja del pico, puquial, el aliento del viento y alivio. Dejemos hablar al viento, dice Pound, es el paraíso; a veces domina, otras el aliento del viento es un alivio. Quiero decir, si entiendo aliento como anima para “vaciar los venenos del alma”.
Quizás todo el libro esté atravesado por la pregunta del poema de Oscar Wilde, La balada de la cárcel de Reading: “¿Por qué será que los hombres matan lo que aman? ¿Por qué será?”.
En las últimas páginas, Alas anota sus poemas en una hoja de papel que era la única que le quedaba. Me pregunto con ella: ¿Cuántos granos de arena cabrían en una página? Por suerte, no escribió sobre la arena y se lo llevó el viento. Su libro, Como nubes pasajeras, asoma para volver a ocultarse, pero queda la lengua en que está escrito: “Lengüecita de abeja”. Miel y trabajo poético. Así, el libro, echa raíces capaces de soportar más de una tormenta de arena.
Violeta Percia, Como Nubes. Borde Perdido, 2021, págs. 126.
[1] Luis Gusmán es novelista, cuentista y ensayista, ha publicado una gran cantidad de libros, entre los que se destacan El frasquito (1973, traducida ahora al italiano), En el corazón de junio (1983), Villa (1996), Tennessee (1997), Los muertos no mienten (2009), la autobiografía La rueda de Virgilio (1989) y los ensayos de La ficción calculada (1998), Epitafios (2005) y La valija de Frankenstein (2018), entre otros. En 2014 fue distinguido con el Premio Konex de Platino y en 2020 fue nombrado personalidad destacada de Avellaneda.
En este libro, el lector recorre junto con esos dos, Alas y Albees, un camino entre el amor y el desamor: “El tiempo del desamor no significaba más que un relámpago. Si por el instante de su duración o quizás porque ilumina solo un instante”. Pero para que haya desamor quizás hubo, o no necesariamente, uno anterior, el del amor.
Podemos decir que esta nouvelle es una rayuela. Solo que, como su título lo indica, arriba las nubes y abajo la tierra. Pero entre ambos el desierto es una salida posible contra el desierto del sentido.
El desierto es un tópico en la literatura. En la literatura argentina, con Sarmiento, se puebla con huellas de citas de otras literaturas, con Arlt entra teatralmente en la ciudad, es de utilería, y en Los siete locos, el lugar de una utopía.
Borges en su Atlas cuenta una anécdota y es que estando en el Sahara se inclina, toma un puñado de arena, camina unos metros y lo arroja en otro lado. Después dice: “He cambiado la forma del desierto”.
Este nouvelle para despojarse del saber del desamor no apela una escritura despojada sino a largos párrafos proustianos o a lo Saer sin otra respiración que el estilo, lo que no da una coma o un punto aparte. Esta escritora sabe de qué se trata o mejor dicho que está tratando con otra cosa: lo poético, el Tiempo entre las palabras. Entre una palabra y otra.
Entre las nubes y el desierto estos dos, contado por ella, porque él nunca habla, se asfixian. Por eso la libertad está en ese espacio que se abre entre la tierra y el cielo. Y si se llama Alas, siempre puede volar.
Lo que los rodea se antropomorfiza, se vuelve inscripción: “En esa inusitada composición de condiciones, encontraba de pronto, como un momento epigráfico en la piedra, el registro de una densidad magnifica de lo humano”.
Pero en este libro está presente la tensión del demonio de la analogía, como la llamó Mallarme. “Pero Albees hablaba un lenguaje solo de hombres, necesitaba reaprender la lengua de las plantas, los pájaros, o de la Montaña, presentir una copla sana de las mujeres sobre las agonías que no produjera ni mimetismo ni la analogía”.
El desierto y la ciudad: “Insistía la soledad en la ciudad”. Pero soledad y desamor parecen inseparables: “¿Cómo medir el tiempo de un amor ausente que hubiese sido un modo de acompañarse en este paso larguísimo por la tierra que se extendía ahora en la soledad?”.
Hay un delicado equilibrio entre lo numinoso y lo humano. Para ese poder divino religioso no dispone de un realismo mágico: “Había puesto ídolos en lugar de lo numinoso, pugnando con lo que veía afuera de sus propios anhelos proyectándose en una escena viciada, reconociéndose en imágenes de lo post humano, Albees volvía al desamor de su infancia y ahora que imaginaba que el mundo lo quería, su voluntad de poder ocupaba un lugar demasiado grande”.
Nuevamente el desamor que viene de la infancia, “el ojo ciego en el huracán del desamparo”. Pero la trasciende. Este libro es un relámpago que electriza ese espacio temporal entre lo sereno y la tempestad: “El tiempo del desamor no significaba más que un relámpago. Era una historia tardía de un pasado sin dueño, en una dirección que no era suya. El amor no se evanece, ni es jactancioso, es benigno por eso no engendra venenos y todo lo embellece”.
Lo que no es amor se alza como un viento que sopla como dominación, como manipulación de un humano sobre otro humano. Un castillo de naipes volándose con el viento del desierto, por eso para Alas: “No era poco el regalo, de esa vida nueva echando raíces capaces de soportar cualquier tormenta de arena”.
Pero este relámpago entre amor y desamor no se reduce en el libro a “escenas de la vida conyugal”. Es más primigenio, es incluso anterior al Dios monoteísta y remite al plural: los dioses.
Si como escribe Borges en su poema, “Génesis”: “No sé cuando fui Caín/ y cuando fui Abel”. Solo un amor “comunitario” desde la noche de los tiempos, ha sido capaz de arreglárselas con está ambivalencia humana, demasiado humana.
Como Lot ya no vale la pena mirar atrás, ni siquiera hay el riesgo de convertirse en estatua de sal. En el camino de la protagonista, cerca suyo, siempre habrá una fuente, un manantial, un oasis en el desierto.
Nubes, desierto, arena, agua que baja del pico, puquial, el aliento del viento y alivio. Dejemos hablar al viento, dice Pound, es el paraíso; a veces domina, otras el aliento del viento es un alivio. Quiero decir, si entiendo aliento como anima para “vaciar los venenos del alma”.
Quizás todo el libro esté atravesado por la pregunta del poema de Oscar Wilde, La balada de la cárcel de Reading: “¿Por qué será que los hombres matan lo que aman? ¿Por qué será?”.
En las últimas páginas, Alas anota sus poemas en una hoja de papel que era la única que le quedaba. Me pregunto con ella: ¿Cuántos granos de arena cabrían en una página? Por suerte, no escribió sobre la arena y se lo llevó el viento. Su libro, Como nubes pasajeras, asoma para volver a ocultarse, pero queda la lengua en que está escrito: “Lengüecita de abeja”. Miel y trabajo poético. Así, el libro, echa raíces capaces de soportar más de una tormenta de arena.
Violeta Percia, Como Nubes. Borde Perdido, 2021, págs. 126.
[1] Luis Gusmán es novelista, cuentista y ensayista, ha publicado una gran cantidad de libros, entre los que se destacan El frasquito (1973, traducida ahora al italiano), En el corazón de junio (1983), Villa (1996), Tennessee (1997), Los muertos no mienten (2009), la autobiografía La rueda de Virgilio (1989) y los ensayos de La ficción calculada (1998), Epitafios (2005) y La valija de Frankenstein (2018), entre otros. En 2014 fue distinguido con el Premio Konex de Platino y en 2020 fue nombrado personalidad destacada de Avellaneda.
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